No puedo dejar pasar estos últimos catorce años que estuve en el colegio así como si nada. A fin de cuentas, conformaron 7/9 de mi vida, y si consideramos el hecho de que de los 2/9 restantes no tengo ni media memoria, el colegio ha sido básicamente mi vida completa. Cabe mencionar que no le tengo ningún amor ni odio especial a mi colegio. Jamás lo defendería en una discusión pero no le tiraría mierda excesiva tampoco (digo excesiva porque parto de la base que yo le tiro mierda a todo). Sin duda del Villa María se dicen muchas cosas, lamentablemente la mayoría son opiniones desinformadas e inciertas basadas en prejuicios y famas falsísimas que se tienen de él. Y me da rabia cuando la gente dice weás que no son. Yo me considero en pleno derecho de tirarle mil flores o hacerme pico a mi colegio todo lo que quiera porque lo viví intensamente y sé perfectamente cómo es y cómo no. Catorce años no son menores, después de todo.

Mi paso por el VMA fue de los eventos más desapercibidos de mi vida. Desde prekinder apliqué la ley del mínimo esfuerzo: siempre fui (y sigo siendo) la última en llegar y la primera en salir de la sala, jamás participé en ninguna actividad que no estuviera estrictamente relacionada con las clases normales, y solo iba a clases cuando era necesario o tenía que cumplir con la asistencia mínima. Jamás resalté por nada especial; me iba bien, tenía buena onda con la mayoría de mis compañeras, los profesores me tenían buena, pescaba las clases y hablaba poco. Me mantenía al margen. Mi experiencia no fue nada traumática ni terrible pero admito que ni por todos los pugs bebés del mundo volvería al colegio.

Siendo la última de una dinastía de seis hermanas en el VMA, los profesores me reconocían siempre por el parecido y me trataban por los nombres de mis hermanas egresadas hace años o simplemente como “señorita Danús”; Bernardita, al parecer, jamás fue una opción. Comentarios como “¿usted es la última de las Danús?” o “no sabía que todavía quedaban Danuses. ¿En qué están sus hermanas?” eran recurrentes. Casi como si fuéramos una raza única extinta hace milenios y ahora recién descubrieran que todavía queda uno vivo. Desde el día en que mi hermana #5 me abandonó y entró a la universidad me convertí en la Danús rendida y miserable. Coincidió justo con mi entrada a primero medio y se me fue la vida a la chucha. Porque a pesar de que mis mañanas con ella eran diabólicamente agresivas, la echaba de menos. Ya no tenía a quién gritarle porque íbamos atrasadas (record de cero atrasos en toda mi existencia colegial) ni a quién tirarle el pelo mientras caminábamos al colegio ni a quién pegarle portazos en la cara con cara de orto porque honestamente antes de las 11am soy satanás. Mi motivación para levantarme de la cama en la mañana pasó de ser nula a negativa. Esta situación se arregló cuando volví de mi intercambio en marzo de tercero medio. Me di cuenta que no habían hecho absolutamente nada en los seis meses en que no habían estado y se me abrieron las puertas del cielo. Tomé la decisión de jubilarme oficialmente y empecé a faltar profesionalmente por lo menos una vez a la semana (lunes, viernes o ambos para tener un fin de semana extendido). En cuarto medio mis compañeras ya ni preguntaban por mí y en disciplina dejaron de exigirme justificativos por inasistencia.

El Villa María me daba cáncer leve por varios motivos. Primero, y por más trivial que suene, porque es feo. Digo “feo” muy amablemente porque, la verdad, es siniestramente vomitivo. Esto, acompañado de la infraestructura ano que tiene donde con cueva caben dos cursos, un par de secretarias y profesoras y una pendeja miserable jugando en una esquina del patio. Siempre habían maestros haciendo arreglos y mejoras, construyendo nuevas salas y haciendo proyectos místicos que nunca en mi vida vi. Era como una teoría conspirativa donde le pagaban a gente para que se disfrazara de maestro y fingiera que construía pero en verdad siempre todo terminaba igual que antes. Los espacios eran mínimos, las cortinas apolilladas están ahí desde la época de Yizus y los dibujos de esvásticas y picos en las paredes y escritorios ya son parte de la esencia VMA. En invierno hacía un frío del pico hipotérmico y para peor se cagaban con la calefacción y la prendían solo dos minutos en la mañana como si fuese un lujo de reyes. El aire acondicionado que estaba como en dos salas jamás lo vi funcionar. Para qué hablar de la infraestructura deportiva de última generación solo digna de los más osados atletas olímpicos. La imponente cancha 98% goma eva desintegrada de zapato del Apumanque y 2% nata de calostro recorre el patio principal en todo su esplendor. Esta consiste en una línea recta de longitud cinco centímetros que va desde el monumental pozo de arena hasta el inmaculado baño de quintos básicos con una pendiente moderada de la cual todos los profesores de gimnasia se jactan orgullosamente. Se rumorea que Usain Bolt tiene una réplica de la misma para entrenar en el patio de su casa.

Probablemente piensan que alegando por estas cosas sueno como una pendeja culiá que no sabe la situación de otros colegios y está en una burbuja y blablá y la verdad es que normalmente nada de esto me importaría (sobre todo comparando con un colegio promedio de Chile) pero cuando uno toma en cuenta la mensualidad de $400 lucas que al parecer tiran al wáter, es una razón válida de furia.

Los profesores del VMA son, en su mayoría, buenos. No excepcionales ni magníficos, solo buenos. Como en todos los colegios, estaban las profesoras recién egresadas maracas que les gusta ser culiás y anoréxicas y piensan que se visten bien y hacen clases como dos veces al año porque tienen una tasa de fertilidad de 500%. También estaban los profesores de inglés (casi todos gringos) a los que intimidaban psicológicamente y les damnificaban la psiquis como panorama diario. Cuando me fui de intercambio comprendí el impacto que deben llevarse estos weones gringos cuando llegan al Villa María. Allá la sala es un santuario: nadie habla, nadie copia, todos levantan la mano y la relación profesor alumno es sagrada. En cambio, en mi colegio se los hacen pico con todas sus letras. Los hobbies preferidos eran putearlos en castellano (aprovechándose de que solo te hablan en ingles pero igual saben español), preguntarles qué significan weás como “pussy”, “dick” o “fuck” o, la peor, incomodarlos con comentarios desubicados y explícitos como rogarle ir al baño porque te estaba sangrando el choro. La mayoría de los gringos se terminaban yendo, probablemente acompañados de un shock emocional incurable y heridas internas irremediables. Aun así admito que me gozaba las sesiones de bullying y me reía malévolamente por más bien que me cayeran los weones. Por otro lado, teníamos a las profesoras de religión: la raza humana más excéntrica a la que me he tenido que enfrentar en la vida. La mayoría eran emocionalmente inestables (algo recurrente en mi colegio), excesivamente vírgenes o ambas juntas. Me acuerdo que en sexto básico una profesora de religión nos explicó, mientras cerraba los ojos con pasión, que tener un orgasmo era como comerse un chocolate. Mi recuerdo más atesorado de clases de religión, eso sí, fue la vez que una profesora contó que le chupaba el pico todas las mañanas a su marido. Todo lo demás es irrelevante. Finalmente, no olvidemos a los profesores de gimnasia; si a alguien le debo todo el odio acumulado en mi alma negra y mi corazón agujereado, es a ellos. Mi hipótesis más legítima me lleva a pensar que se juntaban en ceremonias satánicas a incendiarse las vaginas y picos mientras se los lijaban y les metían arena adentro. Nada más explicaría el humor del orto y amargura que tenían todos. Me atrevo a decir que me hicieron la vida imposible y que si hay algo que agradezco de no estar en el colegio es que no tengo que verles la cara nunca más. Porque la weá con los profesores de gimnasia es que te desean profundamente el mal a todas horas y todos los días. Amigos, yo les deseo la muerte por hacer que todos mis lunes fueran un infierno. LKM.

Lo primero que se me viene a la cabeza cuando pienso en mi colegio es la cantidad de eventos, tradiciones y ceremonias que tiene. Son tantos que es ridículo. El entrenamiento parte desde chicas, con el “parent show” y el “christmas show” donde, por lo menos en mi época, nos maltrataban verbal y sicológicamente para que el show saliera perfecto. Nos cancelaban todas las clases y solo nos dedicábamos a aprendernos las canciones y bailes mediante agresividad forzosa de las profesoras y gritos desaforados aclarando la forma correcta de mover los pompones, amenazando siempre con la presión de que nos verían nuestros papás. Más tarde vienen los sacramentos, para los cuales ensayábamos como si fuera el cambio de mando. Para la primera comunión practicábamos cómo mantenernos rígidas con las manos en posición de rezo por lo que durara la misa y con galletas amor la forma de recibir la hostia. Ya después en media la situación es aún peor; las cosas escalan rápidamente y hay que usar túnicas blancas con baberos y tacos blancos seniles. Primero para el “presentation of colors”, ceremonia cuya finalidad jamás entendí y tampoco jamás entenderé. Todo lo que sé es que tuve que ir obligada a muchos ensayos cerdos donde nos gritaban y nos hacían caminar coordinadamente al ritmo del piano sosteniendo una banderita con el logo del colegio. Después decían cosas en inglés, cantábamos una canción religiosa y otra pop, la gente aplaudía y nos íbamos. Ni de la confirmación me salvé porque, por más que no la hiciera, me tuve que mamar un año entero de reuniones religiosas obligatorias (por lo menos nos daban comida gratis), los ensayos de las canciones durante clases y una reunión espiritual incomodísima donde me preguntaban por qué chucha no me confirmaba y yo trataba de explicar que no sé para qué chucha sirve confirmarse. Sin duda el evento favorito de toda mi vida escolar fueron los Pep Rally. Se preguntarán qué zorra es esa weá. Bueno, los pep rally eran la personificación misma del demonio y siempre me tomaban por desprevenida los viernes a la última hora de clases. Se podría decir que son el “pre” del interescolar, donde se reunía el colegio en el gimnasio a escuchar reggeaton, bailar, practicar los nuevos y originales gritos del año y ver videos “motivacionales” (revisar video siguiente) que honestamente dan ELA. Todavía peor es el interescolar, al que dejé de ir en cuarto básico pero aun así había que soportar a todas las culiás con voz afónica y rancia que te retaban por no haber ido y por “poco motivada”. Y atrévete a preguntar por el whatsapp de curso si el día siguiente era feriado porque te violaban con dildos fucsia por el ano.

Un acontecimiento importante de mencionar al hablar del VMA es la ida de las sisters, que incluso apareció en el diario como si fuera un hito digno de duelo nacional. Mi experiencia con las sisters fue escasa y las pocas interacciones que tuve fueron traumáticas. Tengo cuatro recuerdos importantes:

  1. Sister que me hacía clases de religión en quinto nos dice diabólicamente que nuestras risas se convertirán en lágrimas.
  2. Misma sister nos canta una canción de reggeaton sobre culiar toda la noche
  3. Sister me pregunta al frente del curso a cuánto vendería mis ojos si estuviera obligada a hacerlo. Le respondo con miedo que no sabría ponerles un precio porque los necesito. Me responde agresivamente e insiste que le diga un precio. Digo el primer número que se me viene a la mente (algo en billones) y me mira con fuego en los ojos. Le pregunta a otra compañera lo mismo y ella responde que jamás podría evaluar su cuerpo en plata porque el valor va más allá de los números y blablá. Le dice que muy bien.
  4. Falsifico firma de mamá en una prueba de religión. Sister me pregunta modulando cada letra y tirándome escupo: “IS THIS YOUR SIGNATURE?!!!!” apuntando la prueba con ira diabólica. Casi se me cae el útero por la vagina. Rendida, admito con espasmos de terror que sí.

Para variar cuando se fueron hicieron una ceremonia de despedida. Todo el colegio y las profesoras lloraban como Kim Kardashian cuando le quitaban su Blackberry en las vacaciones familiares. Yo, por mi lado, figuraba mirando al infinito con cara de orto ansiosa por volver a clases o a cualquier cosa que no fuera esto. Francamente si nadie me hubiera contado que las sisters no estaban, jamás en mi vida me hubiera dado cuenta y yo creo que ninguna de las mamonas cochinas que estaban llorando se hubieran dado cuenta tampoco.
Aunque no lo crean, también había cosas que me gustaban del Villa María. Lo más importante y de las pocas cosas que extraño es que me quedaba a siete minutos caminando y me podía dar el lujo de despertarme media hora antes de que empezaran las clases. En segundo lugar, me gustaba la formación religiosa que tiene, la cual es deficiente pero ideal para gente como yo. En contraste a la mayoría de los colegios católicos abc1, jamás me metieron mierda en la cabeza con opiniones cerradas de mente ni intolerantes, jamás nos obligaron a rezar (solo a estar calladas mientras los demás rezaban) y tampoco jamás me juzgaron por expresar mi opinión o por preguntar algo. En clases nunca me metieron miedo con el pecado ni con el catolicismo, sino que promovían más que nada el servicio y la obra social. En tercero y cuarto medio íbamos una vez al año a una casa de retiro a reflexionar por tres días en la semana. Otra de mis cosas favoritas. No por las ganas de leer la biblia (la verdad es que nunca la abrí) ni de ir a las charlas que daba el cura joven lolein hippie que estuviera de invitado (tampoco iba) sino que porque perdíamos clases y descansaba. La casa de retiro era enorme, nos daban comida rica y a la hora del té marraquetas con palta (además de la maleta gigante de chocolates que llevaba yo) y a nadie le importaba lo que uno hiciera. Habían charlas “obligatorias” y “momentos de reflexión” que pasaba en mi cama durmiendo o comiendo M&Ms con amigas y revisando Twitter. Qué más podía pedir.
Otro de mis favoritos VMA era el “bake sale”, donde vendían en el patio la comida más chancha que he visto en mi existencia para juntar plata para lo que se necesitara. Las condiciones sanitarias del bake sale eran dignas de un reportaje en Contacto y dudo que pasarían el test de higiene más básico del mundo. Vendían algunos postres orgásmicos con manjar y chocolate en exceso y otros que solo son merecidos por un vagabundo desdichado y hambriento como era el caso del “dedo de manjar”, exquisitez parecida al caviar que consistía en la expulsión de un chorro de manjar directo del paquete a tu dedo índice por $100 pesos. Algo parecido pero en peor grado pasó con “arma tu chanchada”, donde te pasaban un vaso plástico que uno iba llenando con ingredientes calóricos y manoseados de un mesón pero que prohibieron después de la primera y única vez que se hizo por razones obvias de salubridad.

A diferencia de mucha gente, no siento que le deba ninguna parte de mi forma de ser al VMA más que el hecho de que puedo leer, escribir y hablar en inglés. Después de eso, en mi opinión, no se aprende mucho más. Si a alguien le debo mis conocimientos y notas sobresalientes es a yahoo answers y a todos esos blogs cuma con nombres como “luchoexpertoenhistoria.blogspot.com” que no se pueden poner en las bibliografías. Y si a alguien le debo una fracción de mi personalidad es a la gente que conocí ahí. La opinión popular básica de que las “minas” del VMA son huecas y superficiales, por lo menos bajo mi impresión, es falsa. Sí, hay weonas imbéciles con una cantidad de neuronas preocupante como en todas partes pero ni cagando son la mayoría. La mayoría de mis compañeras (porque no faltan las graves culiás) son la raja: son abiertas de mente, tienen opiniones formadas e informadas, les gusta la ✌️obra social✌️, son divertidas y, por más que hablen (énfasis en los garabatos) todo el día de picos y de menstruar, son más inteligentes que el hoyo. En cuanto a mi experiencia con los profesores también me quedo con casi puros buenos recuerdos de amor (olvidemos la vez que me dijeron que con mi blog yo solo potenciaba el dicho “Villa María, plata perdida” y que nunca iba a encontrar pololo). A pesar de que mi vida en el colegio era mucho más fácil y yo era más feliz, no lo echo de menos. No echo de menos la angustia que me daba cuando sonaba mi despertador y me tenía que poner el uniforme ni el hecho de que me cagaba de hambre todos los días porque no tenían la dignidad de poner microondas y por sobre todo no echo de menos las clases de gimnasia con la perra maraca que me hizo la vida imposible.