Algo así como “El club de la pelea” pero con gente leyendo.

El primer acercamiento que tenemos a la lectura es cuando alguien nos enseña a leer. En la mayoría de los casos, es la madre quien cumple esa tarea, y en otras, las profesoras de los primeros años escolares. En voz alta, sílaba por sílaba, esa persona nos lleva a formar las palabras, entenderlas y formar frases que alguien escribió para ser leídas.

Después de eso, la lectura se transforma en un acto solitario. Leémos en silencio los libros que tenemos al alcance y vamos descubriendo con el pasar del tiempo cuáles son nuestros preferidos. Lamentablemente, muchas veces el leer llega hasta ahí y el análisis de un texto escrito queda retenido en nuestras memorias por mucho tiempo, sin ser compartido.

Pero desde el inicio el leer es un acto social. Con ese alguien que nos enseñó leímos nuestros primeros cuentos y muchas veces discutimos con nuestros padres los libros que nos mandaban desde el colegio, quienes a veces nos leían capítulos en voz alta. A veces, antes de las pruebas, leíamos el libro con un compañero que le costaba más concentrarse leyendo en voz baja y prefería escucharlo, siempre discutiendo aquello que no se entendía.

Algunos, sin saberlo, se inscriben a un taller o club de lectura para encontrar más gente como ellos que disfrutan de leer, en privado, y comentar sus impresiones entre sí, casi como si fuera revelación, una cosa que nunca han hecho en la vida, pero que han hecho desde que aprendieron a leer.

Estos espacios, que parecen proliferar hoy en el Chile del 2018, llevan mucho tiempo ahí y hoy han vuelto a ocupar los espacios que, en este país, se remontan a la época colonial. Asociados principalmente a las mujeres, que se juntaban a leer y comentar libros para mantenerlas alejadas lo más posible de la universidad, un espacio que por mucho tiempo fue exclusivo de hombres y religiosos, para no levantar el enojo de una sociedad que relegaba a la mujer al quehacer doméstico.

Amanda Labarca.

 

Un siglo después, en la década de 1910, Amanda Labarca, la primera mujer chilena en ser profesora titular de una universidad, vio en el modelo de los club de lecturas gringos una posibilidad de crear el suyo propio y que bautizó como “Círculo de lectura” y que se sumaba al “Club Social de Señoras”, la versión para clase alta de su tertulia. Ambos, sin importar clase social, tocaron temas que antes solo estaban reservados para el poder hegemónico y que permitió, incluso, provocar cambios sociales tan grandes como el poder votar por primera vez en una elección presidencial en 1949.

Después de haber conseguido todo esto, gracias a la incasable lucha feminista, de volver a la democracia, de retomar y resignificar nuestras raíces literarias, muchas personas comenzaron a ofrecer, muchas veces en el living de sus casas, talleres de lectura. Hoy, se imparten hasta el librerías importantes, como Catalonia y Lolita, o autores importantes los imparten.

Yo llevo dos ciclos de un taller de lectura en mi cuerpo.

La última experiencia previa de leer con más gente y discutir libros fue en la universidad, después de pasar cuatro años por Literatura. La obligación de leer constantemente cansa y te aleja de las letras. Tiempo después, una publicación en Facebook de una querida amiga llamó mi atención: estaba impartiendo un taller de lectura. Al primero que hizo en Chile llegué tarde, pero esperé al siguiente ciclo y me metí.

Lejos de estar juntas en ese proceso, quise conversar con ella para saber su experiencia como moderadora y la forma en como se crea un taller de lectura. “Después de terminar la universidad, perdí el ritmo de leer y quería ponerme como meta retomar esto. En una publicación en redes sociales pregunté a quién le interesaría asistir a un taller y la respuesta fue positiva. Al principio fue desorganizado, pero ya con la experiencia de los años eso se ha ido profesionalizando”, explica Carolina Mouat, quien es moderadora de talleres de lectura y Licenciada en Literatura Hispánica en la Universidad de Chile.

“Lo que se da en los talleres es algo muy especial, que no he visto que se da en otros lugares, que se devela a través de la lectura. No solo es una interacción de cómo yo leo, de dónde pongo la mirada, que es sumamente importante, sino que también tiene que ver con que cada persona se identifica con algo y lo muestra cuando se genera una discusión en torno a algo. Las interacciones que se dan en entre talleristas son bien interesantes y se genera un lazo bien especial, al final uno termina siendo un poco una hermandad porque uno se termina conociendo cosas intimas de los otros. Mi rol es moderar, pero también me dedico también a escuchar y me siento parte de lo que se forma en el grupo”, agrega.

crédito: El País

La escritora argentina radicada en Berlin Samanta Schweblin se formó como escritora y lectora en talleres literarios. Es un oficio que ella también realiza hasta el día de hoy, al dictarlos al otro lado del océano Atlántico. “Lo que uno aprende en un taller en realidad no es nada extraordinario. Son cosas muy simples. Pero yo creo que lo mejor que te puede dar un taller es aprender a leer lo que de verdad dice el texto. Eso es todo y es difícil. Cuando uno lee, lee lo que el texto quisiera que dijera. Hay que aprender a leer lo que exactamente un texto dice y ahí uno tiene control sobre ese texto, se pueden tomar decisiones, se puede afinar al lector. Es un trabajo de hormiga”, explica.

Para Carolina, a pesar de que la lectura sea una acto individual, la gente se acerca a estos espacios para encontrar puntos en común con otras personas y de socializar la lectura a partir de un colectivo: “Siento que igual al conversar sobre cosas que ya están escritas se está creando algo nuevo y eso es fundamental hoy en día. Por eso que ha tenido harto éxito los talleres de lectura o de lectoescritura, porque la gente tiene ese interés por el papel, por el comunicarse de otra forma además de la tecnología. Espero que no muera pronto y de hecho eso me da mucha esperanza”.