En After Life, Tony (Ricky Gervais) es un periodista de cuarenta y tantos que trabaja en el pequeño diario de un hermoso y enano pueblo a las afueras de Londres. De entrada, la locación parece querer dar una impresión de calma. De un lugar donde todo transcurre a un ritmo cansino y casi en paralelo al acelerado mundo “real”.

Lo que rompe y raja este aparente paraíso es el hecho de que Lisa (Kerry Godliman), la esposa de Tony, acaba de morir de cáncer. Y Tony, que al parecer ya era un tipo cínico, nihilista, medio borracho y sarcástico, se hunde en la depresión. Se hunde al punto de intentar suicidarse.

Ahí queda, con su perra y su trabajo en el diario, donde el editor es su cuñado, o ahora excuñado. El viaje del héroe, o del anti héroe, empieza entonces abajo, en el inframundo. En la oscuridad absoluta. Por supuesto mi intención no es contarte la serie entera, que acaba de estrenar segunda temporada en Netflix.

Si la has visto, sabes; si no, fíjate que es bien difícil encontrar una serie parecida. Una que aborde con gracia y sensibilidad, pero cero cursilería, quizá el asunto más complejo con el que nos toca lidiar como seres humanos: la pérdida, la muerte, el luto. Esa desesperación de echar de menos algo que jamás volverá aunque grites y patalees.

Pero Tony no grita ni patalea. O sí, pero poco. Tony se va para adentro. Y en eso radica lo precioso de esta serie. Tiene que ver, asumo, con el ateísmo radical de Gervais (creador, director y escritor de la serie). Y luego, con otro tema pocas veces abordado con tanta fineza: lo bello, el estado contemplativo y alerta de la tristeza.

Según la psicología jungiana ese estado profundo y en conexión total con la psique y la emocionalidad es algo casi divino. Uno en el que una persona puede abstraerse, disociarse del mundo exterior, y realmente conocerse a sí mismo. No sucede de un día para otro, ni la entrada ni la salida. Y entremedio pasa todo tipo de locuras.

“La depresión es extraordinariamente interesante y un estado mental altamente inteligente” planteaba el maestro budista Chögyam Trungpa. “Es un banco fantástico de energías, mucho más que la agresión y la pasión, las cuales se desarrollan y luego se dejan. Son, en cierto sentido, frívolas, mientras que la depresión es la energía más dignificada de todas”, decía.

Esto en After Life se desarrolla con una elegancia y una ternura que desarma y desnuda. Que toma tus emociones y las hace flotar (y brotar) como un malabarista profesional. Te apuesto todo lo que tengo que en cada capítulo vas a reír fuerte y llorar un poquito en silencio. Pero por sobre todo vas a visualizar, temer o recordar, una pena o nostalgia tan profunda que apaga todo lo demás y te hace estar absolutamente en ese momento. Eso es duro pero finalmente es bello.

Todxs quienes hemos estado ahí, sabemos que eventualmente se sale. Distinto, fisurado, pero cicatrizado y con suerte un poco mejor persona. Porque al final, o no solo al final, en cualquier momento, una muerte o una pérdida nos tira a todxs de sorpresa a ese lugar. Ese es el camino que transita Tony de manera simple pero épica en cada uno de los diálogos.

Con calma y sin apuro, contemplativamente, After Life te toma de la mano y te hace ver de frente como quien mira un atardecer una verdad tan real como que no hay vida sin muerte y que todo esto no es más que un extraordinario paseo en el que tienes la dicha de poder sentir una fuerza tan poderosa como el amor, que trasciende incluso la vida misma.