Escuchar Björk caminando por Islandia es casi una experiencia religiosa

Hoy Björk cumple 52 años sobre el planeta Tierra.

Hoy Björk cumple 52 años. Es el único cumpleaños que me sé de un cantante porque es la primera artista de que me convertí en su fan y siento que me cambió la vida.

Tenía 14 años, estaba en 1º medio. Fue ese 2004 el año que por primera vez escuché parte de una canción, letra y voz que me llamó la atención y que inmediatamente supe que si la buscaba me convertiría en fanático.

Después de algunas búsquedas en Google, llegué a ella. Llegué a Björk y a Hyperballad, el primer mp3 que descargué de ella y que escuché por primera vez de manera completa caminando desde mi casa al colegio en Coyhaique.

Disfrutaba de su voz extraña, de esa mezcla perfecta entre violines y sonidos electrónicos. Me volví loco en poco tiempo, rápidamente me volví un bicho raro respecto a gustos musicales en una época en que la moda masculina era Mago de Oz, Ska-P y el naciente reggaeton. Mientras muchos me criticaban por tener mi Winamp lleno de Björk o incluso molestaban por ser “música gay” o “desconocida”, yo callaba y seguía dando paseos con mis audífonos con el volumen al máximo logrando sentirme en videos musicales al ritmo de Joga, Pagan Poetry, The Modern Things, Human Behaviour, entre muchos otras creaciones maestras.

Con mis audífonos puestos todo estaba bien, todo iba a estar bien. Era feliz.

Si bien después de Volta no he logrado entender bien su música, para mí Björk fue, es y será parte importante mí. Siento que haber descubierto su música en esa etapa de la vida tan caótica como es la adolescencia definió la manera como veo la cosas, como las siento y como las interpreto. Recuerdo aquella vez en mi última semana como alumno de cuarto medio que juré que de ir a Europa, Islandia sería un destino obligado. Un destino extraño en el que buscaría un paisaje ideal para ponerme mis audífonos y disfrutar de “Hyperballad”.

Después de 10 años de ese juramento que solo yo escuché, llegué a Reikiavik a las once de la noche en un vuelo que despegó de París. A pesar de la gran emoción, tenía un poco de miedo. Temía que tantos años idealizando Islandia podrían significar una profunda decepción… pero no fue así.

Estuve tres días y creo que han sido tres de los mejores días de mi vida. Me junté con dos amigos de Coyhaique que andaban también andaban en Europa y recorrimos las maravillas que ofrece uno de los países más misteriosos del mundo. “Tengo un tema personal con este país”, les dije el primer día que salimos.

Visité lugares impronunciables, cumplí un sueño impronunciable viviendo una experiencia impronunciable en cada segundo que caminé por Islandia.

Fue mientras recorríamos Skógafoss cuando aproveché unos minutos de soledad mientras mis amigos caminaban de la mano unos metros más adelante. Saqué mis audífonos, puse el volumen al máximo y dejé que sonara Hyperballad.

I go through all this before you wake up.
So I can feel happier to be safe up here with you…

La escuché dos veces mientras caminaba observando la fuerza del agua, el gris profundo del cielo como si todo fuera una sola gran nube mientras sentía el viento helado contra mi cara. Me detuve un momento, me subí sobre una piedra negra y me quedé quieto pensando y recordando mientras sonaba una vez más el segundo coro gritado de Hyperballad.

Me acordé de mis primeros años como fanático de Björk, me acordé también de cómo mi mente iba a mil por hora imaginando colores, historias, situaciones y todo lo que mi mente libre al ritmo de Post, Homogenic o Debut crearan en un fluir de la conciencia que me gustaba vivir. Pensé también ¿qué me pasó? Con el paso del tiempo esas libertades y seguridades en mi comportamiento fueron desapareciendo, sobre todo cuando ya estaba instalado en Santiago. No sé si habrá sido la ciudad, y no sé cuanto yo mismo me dejé cambiar en cuanto a las cosas que me gustaban.

Respiré hondo y el playlist siguió con All is full of Love y Joga. Empecé a imaginar con la misma intensidad de esa versión mía de 14 años que caminaba seguro de su música y de sus gustos a más de 12 mil kilómetros de Islandia.

Fue inevitable sonreír, fue inevitable emocionarme un poco y dejar que mis ojos se empañaran mirando glaciares ubicados al otro extremo de una playa negra rayada a su vez por un delta que nacía desde el agua que expulsaba Skógafoss.

Estoy en Islandia, pensé. Estoy en Islandia, repetí.

Volvimos al auto y justo comenzó a llover. Me puse los audífonos de nuevo y, mientras el coro gritado de Björk retumbaba en mis tímpanos, miré por la ventana los paisajes y los colores de la isla. De la misma forma como hace 10 años juré venir a Islandia a cumplir un sueño, volví a jurar que nunca más frenaré mi imaginación y que nunca más me privaré de ser feliz como realmente soy.

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