Cabo Polonio: crónica de viaje a un lugar tan mágico como Macondo

En búsqueda del mito que había escuchado, viajé al pequeño y tranquilo pueblo uruguayo Cabo Polonio, un lugar donde el tiempo se detiene en el mar.

cabo polonio

Por Francisco Torres Soza

Para llegar al Cabo, como lo nombran cariñosamente los uruguayos, se debe tomar un bus, o hacer dedo, hacia el este de Montevideo, por la Ruta 10 en dirección a la provincia de Rocha, y bajar en la entrada del Parque Nacional Cabo Polonio, área protegida desde el año 2009. Desde ahí, existen dos opciones para llegar al balneario: caminar los siete kilómetros que separan la entrada al Parque del balneario por caminos irregulares de tierra, piedras y dunas de arena o bien contratar un servicio de camiones todo terreno por $5.000, con ida y vuelta asegurada, y que parten a cada hora.

La sensación al entrar a Cabo Polonio es similar a la que sentía al leer a Gabriel García Márquez cuando describía la travesía a Macondo, un lugar surreal, ficticio, mágico. Lo primero que aparece en el horizonte del Cabo es un antiguo faro, monumento histórico, construido en 1881, protagonista de incontables historias de navegación y leyendas del lugar. Desde ahí arriba es posible ver las islas Torres, importante reserva de lobos marinos y el avistamiento de ballenas franca australes durante los meses de agosto a noviembre.  

En el Cabo no hay electricidad, no existe el alumbrado público, el agua es escasa, almacenes de antaño manejan un limitado número de provisiones, ni hablar de cajeros automáticos y antiguamente no había señal de teléfono. Pequeñas casas de distintos colores, con pintorescos murales, puestos de artesanías y austeros restaurantes posados sobre la punta de una tierra desierta donde crece curiosamente un pasto verde, con vista al mar Atlántico, dan vida a éste pueblo único, perdido en el tiempo, dónde el apuro y el estrés no existen.

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Me habían hablado de un amistoso viejo hippie que vivía solo durante todo el año en ese lugar, hospedando a viajeros de todas partes del mundo en su hostal “El Ajo Aloha”, contando historias de piratas, misteriosos naufragios y tesoros escondidos. No fue difícil dar con su paradero, considerando que la población permanente no supera el centenar de personas. Ubicado a pasos de la playa sur del balneario, en una pequeña casa, me recibió “El Ajo”, un hombre que decidió hace varios años cambiar los autos por caminatas descalzas en la playa, el ruido de los bondis, por el graznido de las gaviotas y el estallido de las olas, y la luz de la ciudad por el cielo estrellado y las noctilucas del mar. Con su voz tranquila, serena y su pelo blanco amarrado, me cuenta como ha visto cambiar ante sus ojos este pueblo de pescadores y artesanos, mientras jugamos una partida de backgammon. Destaca la importancia de la llegada de turistas durante el verano, lo que le permite a él y a los demás habitantes poder vivir durante gran parte del año. Sin embargo, al ser un parque protegido y un espacio limitado, es necesario tener consideración con la preservación y cuidado del medio ambiente del lugar.

Uno de los paseos recomendados es caminar a lo largo de la playa hacia Valizas, un pueblo a dos horas, atravesando dunas de más de 20 metros y uno de los lugares preferidos por los pescadores de la zona para la recolección de pescadilla, corvina blanca, bacalao criollo y la extracción de mariscos, langostinos y camarones, principalmente. Los paisajes, y por sobre todo el cielo pintado por un pincel divino donde las nubes son las protagonistas, marcan uno de los más bellos recorridos de la región.

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De noche, el colorido escenario cambia por un pueblo iluminado por velas y por la luz del faro que se divisa en la punta de la península. Todo esto, bajo un inmenso cielo estrellado que te invita a admirarlo junto a un mate caliente o una copa de vino y disfrutar de esa escasa desconexión que tanto nos cuesta encontrar hoy en día.

El Cabo Polonio es sin duda un lugar mágico, enriquecedor en todo sentido, ideal para disfrutar del entorno, dejar de lado las preocupaciones y admirar la simpleza de las personas que lo habitan.

Mi estadía podría haber durado una semana, un mes o un año; sin embargo, es difícil notar la diferencia cuando se está ahí, más aún adivinar la hora. Como bien se puede leer al llegar al hostal del Ajo:“el mejor lugar del mundo es aquí y ahora”.

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