Como el Estado no le da sueldo, pero Uber sí, el conductor decidió inclinar la lealtad a donde le carga el bolsillo y arriesgarse a las consecuencias. Estos son los desencuentros que nos deja un Estado subsidiario que está corrompido de origen.

Pasada la medianoche de este miércoles, un carabinero baleó a un conductor de Uber en la entrada del aeropuerto. El chofer creyó que el policía iba a amedrentarlo excesivamente y decidió grabar cualquier cosa que pudiera comprobar sus aprensiones. El chofer, al mismo tiempo, quizá sintió miedo de ser incautado por el policía: estaba ofreciendo un servicio de transporte de pasajeros que no es legal y que, mientras no lo sea, debe arriesgar una multa y la incautación del vehículo, el cual queda adentro de un corral municipal.

El chofer creía que podía ejercer abiertamente su servicio por el hecho de trabajar en un servicio de facto aceptado. En efecto, Uber se publicita con vallas monumentales en las calles y pone su marca en lonas que cubren pisos de edificios; sin embargo, llenar de avisos publicitarios la ciudad no hace en sí mismo legal el servicio.

A lo más, puede ser un consejo de alguna agencia de comunicación estratégica (ejem, lobby) para ejercer presión ante el Congreso, a fin de que logren tener una legislación favorable a la prestación de su servicio: dar a entender a la comunidad que, por estar publicitando el servicio, no son un servicio de suyo ilegal.

Volvamos al incidente del aeropuerto.

El conductor de Uber se presenta a sí mismo como víctima de un sistema que lo está oprimiendo en su libertad de trabajo. El chofer se graba a sí mismo como si su violación a la ley fuera un happening de desobediencia civil. Ocupa su teléfono para atestiguarse como un héroe de una fantasía anarcocapitalista versus un estado totalitario: esto es como si Axel Kaiser se pusiera a escribir historias de ciencia ficción (!).

El chofer no quiere obedecer la ley porque Uber le ofrece la promesa de la libertad de trabajo. Intuyo que en su cabeza no hay un Estado al cual respetar ni un Estado sobre el cual también es soberano: no hay un concepto de derecho en esa cabeza, sino que un concepto algo vago de “libertad”. Sin ese concepto de derecho, supongo que su cabeza lo puso frente a una disyuntiva sobre a cuál señor (el señor Uber o el señor Estado) deberle respeto: una lógica hacendal al servicio de la ley.

El mismo aeropuerto había sido escenario de una protestas de taxistas que dejó a un turista muerto. foto: EFE

Como el Estado no le da sueldo, pero Uber sí, decidió inclinar la lealtad a donde le carga el bolsillo. Estos son los desencuentros que nos deja un Estado subsidiario que está corrompido de origen.

No podemos dejar a los grupos intermedios (los taxis, los Uber, etcétera) ponerse a determinar sus propias reglas. No podemos autorizar a que dichos grupos intermedios se sientan por encima de los agentes reguladores por la pura fantasía de creer que ellos mismos conocen-su-propio-trabajo y, por lo tanto, de que está bien que los grupos intermedios pretendan fijar sus propias reglas (es decir, que sean jueces y partes de sí mismos), por encima de los intentos de un Ejecutivo y de un Legislativo por ponerles cauce a los posibles excesos.

El presidente Sebastián Piñera defendió el actuar del policía tirador, afirmando que “nadie tiene derecho a oponerse o a resistir por la fuerza una detención, porque esa es una facultad que tienen nuestros [sic] Carabineros”. Asimismo, el mandatario avaló “sin ninguna ambigüedad” la labor que cumple la policía.

El presidente, mediante esta frase, no está defendiendo el cumplimiento de las reglas, sino que el derecho de una organización (es decir, la policía) pueda ejercer su autoridad

¿Por qué planteo esta diferencia?

Este martes, el presidente presentó el plan Todos al Aula. Se trata de una iniciativa del gobierno a través de la cual un grupo consultor, encabezado por Mariana Aylwin, determinará acciones para “simplificar la burocracia” del sistema escolar y así hacer que los profesores y administrativos de las escuelas de este país (según esta iniciativa) ocupen su tiempo en el aula, más que en el papeleo.

“Simplificar la burocracia”, dicho así de simple y a boca de jarro, es peligroso.

Aún no tenemos procedimientos estándares en el ámbito de la gestión educacional y el gobierno ya busca eliminarlos. ¿Por qué? Haré una suposición razonable: quizá este gobierno pretenda suprimir una idea de estandarización regulatoria por temor a que algún ente regulador fije a futuro, en administraciones de otro signo político, reglas que algunas escuelas no quieran sentirse obligadas a cumplir. Pensemos en potenciales normativas educacionales como protocolos de educación no sexista, cumplimiento de laicidad en las escuelas públicas o una consejería de prevención del embarazo adolescente que contemple el aborto como posibilidad.

En consecuencia, el programa Todos al Aula se basa en un discurso político corporativista (ya hable algo al respecto la semana pasada). ¿Por qué? Porque parte de la base que cada colegio debe velar por cuáles reglas son mejores para sí mismo y que es mejor que el Estado no intervenga, aunque las reglas que cada centro educacional fije para sí mismo queden muy laxas, muy draconianas o muy extemporáneas.

Contrariamente a lo planteado por Piñera, el problema no está en la falta de respeto a la autoridad (porque eso es tratar a Carabineros como un grupo intermedio), sino en la falta de reglas. Las reglas no están al alcance de las personas porque no tenemos una Constitución que las consagre.

¿Cómo así? Tenemos una Constitución que avala un Estado subsidiario; por lo cual, vivimos en un país donde prestadores privados tienen derecho preferente para solucionar problemas públicos. Esto vuelve las regulaciones a la medida de los prestadores privados, con el objetivo de ahorrarles conflicto con lo público, que debe conformarse con la ley de la selva, corriendo en desventaja. Encima, esta condición se vuelve una odisea para los agentes reguladores, quienes quedan con menos reglas que perseguir y con menos atributos para ejercer su fiscalización.

Tanto el llamado de ayer a ahorrar la burocracia como el baleo de hoy son las consecuencias de una vida cívica donde hay reglas que no rigen, de la fantasía de los gremios que quieren inventar sus propias reglas. Ojalá empiece a quedar claro que nos hace falta tener reglas en donde no hayan intereses creados a la hora de fijarlas.

Ojalá empiece a quedar claro que el Estado subsidiario no funciona.