Sin serlo, prefiero mil veces el carrete cola que el heteronormado: éstas son mis razones

¿Existe realmente la aversión a las personas de tu sexo opuesto y/o a parejas compuestas por personas de ambos géneros?, me pregunté mientras bailaba tranquilamente hasta el piso -10 sin que nadie me molestara.

Asegurar que, a los 25 años, has pisado una disco heteronormada (es decir, para un público objetivo heterosexual) un par de veces podría parecer una mentira. La verdad es que podría contar con los dedos de ambas manos los carretes que me he pegado en ese tipo de locales nocturnos. También decir que gracias a que la gran mayoría de las veces que me he sentido incómoda en esas situaciones, se podría concluir que se debería a mi orientación sexual. No concluya mal, porque no, no soy lesbiana ni fanática heterosexual, sólo soy un ser humano que le gusta mucho bailar.

La verdad es que toda mi trayectoria carretera se ha hecho en discotecas que serían catalogadas como homosexuales, fletas, gays, etc. A muchas personas les duele que sean llamadas de cierta forma, porque claramente son antros de la perdición como cualquier otro: venden copete, ponen música fuerte y sudas como si estuvieras dentro de una 104 (o cualquier otra micro) llena.

La adolescencia es un tiempo especial en el despertar personal. Se supone que es el momento en que vas definiendo quién eres, que es lo que te gusta y lo que no. La verdad es que para todos no es así. El llamado viene mucho después y no siempre en las circunstancias que se esperan. La primera vez que puse un pie dentro de la difunta Blondie de Valparaíso, en tiempos en que todavía se podía fumar dentro, con más o menos copete en el cuerpo, se sintió como una revelación. Como estar cómoda en el living de tu casa en pantuflas un domingo a las 4 pm.

Parecido a un mashup mental entre “Todos me miran” y “A quién le importa”, de las divas latinas Gloria Trevi y Thalia, creas un personaje intocable dentro de un espacio, que según los cánones de dominio sexual, no te pertenece. Existe una seguridad, personal y geográfica, en que lo más probable es que nadie te acose, no te aborden de forma violenta y te dejen bailar hasta el – 10 si quieres. Hasta aplausos puedes sacar. También varios piropos no agresivos. Esa parte del autoestima que se alimenta de la percepción ajena estaba muy feliz en esos momentos.

Quizá exista un dejo de ingenuidad en mi discurso, pero siempre me he sentido mejor allí que en espacios heteronormados. Mis amigos me acogieron en su mundo y me dejaron entrar a un lugar al que cualquiera pueda entrar pero que no todos quieren o se atreven a ir.

Sin quererlo, y también alimentado por una formación y vida universitaria “pública” (desarrolladas en la Universidad de Chile, la Universidad de Santiago, la Upla, la de Concepción, etc. a lo largo del país), comencé a negar mi propia sexualidad pública y transformarla en lisa y llana “heterofobia”.

¿Existe realmente la aversión a las personas de tu sexo opuesto y/o a parejas compuestas por personas de ambos géneros? Al final, la discriminación solo genera más rechazo. La verdad es que yo lo sentí así en un momento, pero no. La verdad es que no existe, porque no tiene un sentido de odio rechazar la norma, a lo hegemónico. Es más una manera de abstraerse de las etiquetas y algunos cánones sexuales que no nos pertenecen a todos. No estaba, ni estoy dispuesta, a que alguien me trate de mijita rica e insistentemente invada mi espacio personal para “sacarme” a bailar. No me lo estás pidiendo: lo estás imponiendo.

Hasta el momento, mis visitas a discos heteros se resumen, en promedio, a una cada tres años. De hecho, ni siquiera me acuerdo de la última vez que fui. No quiero que me cambien los grandes éxitos de Britney y sus ocasionales reggaetones en Pagano por nada del mundo, ni las piscolas más fuertes de Illuminati o los barman sin polera de Príncipe. Al final, como todo, el carrete es una opción personal.

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