Andrea, 46 años, Santiago de Chile.
Tengo 46 años y soy una mujer que ha logrado todo lo que ha querido. Soy una publicista reconocida en una carrera que es particularmente dominada por hombres, y ahí me abrí un camino, me hice un nombre. Empecé a trabajar muy joven y de cierta manera podría decir que me hice adicta al trabajo. El que las cosas salgan bien y te aplaudan por eso te genera una emoción que te abstrae de la vida real. Y debo decir que durante mis años veinte, estuve metida en cuanto proyecto se me cruzó, porque quería aprovechar todas las oportunidades. Y antes de los 30, fundé mi agencia.
Las metas en mi vida eran cada vez más grandes. Conseguir la casa propia. Conocer el mundo. Después arreglar la casa propia. Agrandar la agencia. Dar otra vuelta por el mundo. Pero encontrar un hombre y formar una familia siempre quedaban un poco relegadas, porque para eso se necesita tiempo. Y mucha disposición.
Me habría encantado que alguien, mirándome directo al alma, me hubiera dicho: “El tiempo se pasa rápido. Pero de verdad”. Porque sí, uno escucha eso constantemente, pero no le toma importancia. Los 30 se pasaron volando. En un abrir y cerrar de ojos. No es una exageración: y ahí estaba yo, trabajando, rompiéndome el lomo, pasando de largo. Porque sí, no es un misterio que a las mujeres se nos exige el doble en cualquier rubro. No alcanza con ser buena, tienes que ser increíble.
Muchos de mis pares hombres apenas son promedio y he visto cómo se les celebra hasta la idea más mala. Me habría encantado también que a mis veintes el movimiento feminista nos hubiera iluminado la cabeza. Veo a las chicas cómo son hoy y siento admiración, pero también envidia, porque veo que ya crucé la mitad de mi vida. Y la crucé luchando. Pataleando. Escalando. Apenas. Y de una forma muy poco noble, porque hoy se habla de lo colectivo, antes ni en broma.
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En lo personal: repito, tengo 46. He tenido muchos amantes y buenas experiencias. Decidí en su momento no casarme, por ejemplo. Ni tampoco tener hijos, porque quería ser exitosa. Y pospuse la idea. Y vuelvo a lo mismo: tengo 46 años, casi 47, soy dueña de un departamento precioso, mío, en un barrio muy privilegiado de la capital, y siempre digo “este año será el año en el que conoceré a un compañero”, hasta que se cruza un nuevo proyecto y cada hora libre que queda entremedio se me escapa entre lluvias de ideas, papeleos, reuniones y más viajes.
Mi grupo de amigas siguió las reglas: encontraron un marido, se casaron, otras se divorciaron y volvieron a encontrar pareja, y la gran mayoría tuvo hijos. Sería injusto decir que soy una mujer triste, porque la verdad es que soy muy afortunada. Pero como dice una canción “A house is not a home”, y mi departamento de tres habitaciones lo llena el eco de la soledad, mientras al lado mío duerme el éxito, los premios y los elogios de personas que a veces me dicen “envidio tu vida, eres seca”.
Y la verdad es que no. Más que seca, tuve que decidir en un momento si quería ser exitosa o formar una familia. Porque al menos, para nosotras, el mundo no está diseñado con esas alternativas, y ahí me pregunto ´¿Elegí bien?´ Sé que un marido o un hijo no son trofeos coleccionables, que no dan la felicidad que tanto buscamos, pero si son experiencias que no he vivido. Y que tienen que ver con ceder partes de uno de manera desinteresada, sin mapas, o expectativas. Por eso a veces también me pregunto si he amado realmente o si he logrado salir de mí, de mis tensiones y de mis ambiciones, y he podido entregar algo que no tenga que ver con mi trabajo.
Este año, eso sí, decidí adoptar un perro.