Esta mañana despertamos a la pesadilla de que el avión que llevaba a un humilde, esforzado y joven equipo brasilero a disputar su primera final internacional se había estrellado y todos- los que no entendemos la vida sin fútbol- sentimos ese amargo sabor a pasto, tierra y lágrimas que provoca una derrota lacerante.

(FILES) This file photo taken on November 24, 2016 shows Brazil's Chapecoense players posing for pictures during their 2016 Copa Sudamericana semifinal second leg football match against Argentina's San Lorenzo held at Arena Conda stadium, in Chapeco, Brazil. A plane carrying 81 people, including members of a Brazilian football team, crashed late on November 29, 2016 near the Colombian city of Medellin, officials said. The airport that serves Medellin said that among the 72 passengers and nine crew were members of Chapecoense Real, a Brazilian football club that was supposed to play against Colombia's Atletico Nacional Wednesday in the South American Cup finals. / AFP PHOTO / NELSON ALMEIDA

por Javier Manríquez

Escribir de una derrota, escribir de un descenso, de una final perdida, escribir de un empate injusto, de un autogol, de un penal mal cobrado, de un tendón de Aquíles que se rompe, de un camarín quebrado, de un técnico que renuncia. Escribir de la tragedia, del dolor, del peso sombrío que enluta la semana hasta el otro domingo, hasta la próxima fecha, cuando nos sacamos las balas, cuando nos jugamos el honor, cuando nos metemos de nuevo si se dan los resultados, cuando arranca de súbito el grito del 1 a 0 que ahora nos toca a nosotros y que libera la rabia de esa semana hija de puta que muere en el cabezazo nuestro del 9 en plena área rival.

Escribir del domingo. De todos los domingos. Escribir de un domingo en que el Chapecoense saltó a la cancha con Danilo al arco, Felipe Machado, Marcelo, Matheus Biteco, Alan Ruschel, Gimenez, Cléber Santana, Gil, Sérgio Manoel, Tiaguinho, Canela, Lucas Gomes y Bruno Rangel. Al frente el Palmeiras, de local, que terminó ganando 1-0 y celebrando el Brasileirao, el torneo más difícil y escaso, el de Brasil completo, que no ganaba hace 22 años y que una fecha antes del final los volvía el más campeón de todos. Pitazo y en las tribunas y en la cancha llanto y también algarabía y el Chape, huracán del oeste, que había corrido todo el partido, no le quedaba otra más que aplaudir y felicitar porque la Historia, la suya propia, la escribirían ellos el miércoles, en Medellín, con la final de ida en la Copa Sudamericana.

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Escribir sobre el Chapecoense, entonces, era escribir de ese equipo que hace seis años jugaba en la serie D, que quebró y se hizo de nuevo, que en su primer Brasileirao salió cuarto, que clasificó y eliminó a San Lorenzo de Argentina en la semifinal, era escribir sobre un equipo discreto pero ordenado, humilde, físico, escribir sobre la última derrota, sobre el último triunfo, era escribir hasta despertar un martes y no entender nada porque de qué sirven los diarios para entender lo que no se puede entender cuando de golpe se acaba todo.

Quién elige quién, quién elige cuándo, quién elige cómo y por qué. No se sabe. No se va a saber nunca. Lo triste, lo injusto, lo horroroso, juega y aparece cada cierto rato, como un central recio que no perdona y mete un codazo en pleno tabique y después nos toca la oreja, como diciendo “acuérdate”: acuérdate que esto es así, que así se juega acá, mientras que un árbitro invisible levanta los brazos y marca el siga-siga, juegue-juege. Siempre. Como Alianza Lima, que iba puntero y se cayó al mar el 87’; siga, como el Manchester United que se cayó en Munich el 58’, a punto de jugar cuartos de final, juegue, como los rugbistas uruguayos que se cayeron a Los Andes, siga, siga, como la tenista Daniela Seguel que jugaba una final en Santiago y su papá se desvaneció en plena tribuna mientras ella aseguraba el segundo set. Juegue. Como un atropello un día miércoles en Eyzaguirre con Concha y Toro, en Puente Alto, como un grupo de gerentes que no quieren pagar sueldos dignos.

Juegue. Juegue.

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La vida, el fútbol, y de nuevo la vida, que muchos sencillamente no entendemos sin lo otro, es así. Pero también en el fútbol, en el fútbol de Sudamérica, uno se cae y se vuelve a parar, y la deja anotada para cobrar después antes que se acabe. Y la cobra. Se puede perder pero se pierde dejando todo y en eso también hay triunfo, en eso también hay belleza. Quizás más todavía. Escribir de la pena entonces, de la tragedia, es escribir sobre la esencia del fútbol, y eso al final es siempre escribir sobre la vida. Y el fútbol tiene a Colo Colo el 87’, que prestó sus jugadores para que Alianza pudiera terminar ese campeonato trágico, forjando una amistad que sobrevivió odiosidades tontas y xenofobias hasta hoy.

El fútbol tiene a Bobby Charlton, que sobrevivió ese aeropuerto maldito en Alemania para ser campeón del mundo con Inglaterra, ocho años después y de local.

Escribir del fútbol es escribir del gol mal anulado a Lampard, del penal que se le fue Caszely, del palo de Pinilla. Escribir de fútbol es escribir, por sobre todo, de gestas, de la gesta pasada y de la gesta que está por venir, de la vuelta, porque siempre hay una vuelta, siempre hay noventa minutos más, en un campeonato que no se acaba hasta que se acaba. Pero que sí, en algún momento, acaba.

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Que no se nos olvide ese último once, Danilo, Felipe Machado, Marcelo, Matheus Biteco, Alan Ruschel, Gimenez, Cléber Santana, Gil, Sérgio Manoel, Tiaguinho, Canela, Lucas Gomes y Bruno Rangel. Que no se nos olvide ese once, ni ese plantel ni ese equipo ni ese cuerpo técnico.

Porque ellos murieron jugando al fútbol. A nosotros todavía nos queda la próxima fecha. El próximo campeonato. Una próxima final. Y hay que volver a dejar la vida en cada pelota, mordiendo, marcando y aguantando tironeos, codazos, mañas. Apareciendo de sorpresa, a veces sin tanta técnica, pero siempre con coraje.

Porque morir jugando al fútbol es morir para renacer la semana siguiente, porque no queda otra, porque si te pegan hay que pegar de vuelta y para eso es el fútbol, porque las penas del fútbol se pasan con fútbol, y en esa hay que meter, hay que meter con todo. Porque ahí nos sacamos las balas, ahí nos jugamos el honor, nos metemos de nuevo, aunque no lo merezcamos, en ese 1 a 0 que nos tiene que tocar a nosotros, para liberar la rabia de esta semana hija de puta que va morir en el cabezazo nuestro del 9 en plena área rival.