Si prefieres un panorama tranquilo, mejor quédate en tu casa porque este no es lugar para los débiles (ahyia).


Mi hermana menor fue enfática cuando tarareaba en mi casa antes de almuerzo: “ya no estás en edad para cantar trap ni menos Bad Bunny”.

Su sinceridad me hizo bolsa. O por lo menos, me aterrizó a una realidad siempre difícil de asumir, y no podría hablar de otra cosa que no fuese sobre la paupérrima transición de ser un adulto-joven a un adulto con todas las letras.

No hay un periodo de nuestra vida en específico que nos lleve a tal momento, aunque muchos consideran que se trata cuando ponemos un pie fuera de la universidad tras recibir el cartón para entrar al mundo laboral.

Para mí, esta transición tiene relación directa con Pichilemu.

La playa es -o era- técnicamente desconocida para el resto de Chile hasta su eventual hipsterización repletándose de cafés americanos y otros servicios que alimentan el espíritu surfer gentrificado de la zona.

Pero para quienes vivimos en la zona central, en ciudades aledañas como Rancagua, Curicó y Talca, Pichilemu era nuestro Jersey Shore.

Yo en Pichilemu

Antes del terremoto, la playa era un lugar donde los adolescentes de estas ciudades podíamos ir en las vacaciones a pasarlo bien por pocas lucas. El plan era el siguiente: salir del colegio en diciembre y trabajar un tiempo en algún rubro facilista -como reponedor en alguna tienda o entregando volantes en la calle con 35 grados de calor- y ahorrar lo suficiente para pasar unos días en la zona.

Y valía la pena porque Pichilemu es increíble: el alcohol es barato, la comida servida en su caleta es fresca y muy sana, además existe un ritmo de vida nocturna potente a pesar de ser un lugar pequeño en comparación con otras playas.

Pero cuando tienes 18 años no te parece una complicación tomar pisco capel, dormir hacinado con 10 personas en una cabañita con capacidad para tres y subsistir a base de tallarines o empanadas fritas a las 3 de la mañana. Porque Pichilemu es la representación semiótica del desenfreno adolescente con un toque medio hippie/zorrón/lana que canta Jack Johnson en inglés ebrio.

Pero todo cambió conforme pasaron los años. El último 18 de septiembre que pasé en Pichilemu no se parecía en nada a las experiencias que había vivido con anterioridad.

Una amiga fue la encargada de encontrar una cabaña para el grupo de siempre. Convencidos por las fotos -gran error- llegamos una tarde soleada luego de viajar toda la mañana a una casa cerca del terminal de buses que nos pareció perfecta para los 4 días siguientes.

Pero no. La casa que nos correspondía en cuestión estaba detrás de la casa donde llegamos. Se trataba de una cabaña de dos dormitorios, apenas se sostenía por los cimientos de su madera corroída y estaba llena de hongos: en el baño, en la cocina, en las ventanas y los colchones.

Entramos sin decir una palabra. No teníamos otra alternativa: todas las opciones a la redonda estaban ocupadas. Una amiga del grupo rompió el silencio y con optimismo dejó sus bolsos en el suelo, pero esto provocó que un montón de pulgas saltasen desde la alfombra hasta el comedor.

Tomando en cuenta que pagamos 230 mil pesos por ese espacio misérrimo sentí tanta rabia que quise dar un portazo, pero no pude porque todas las puertas eran cortinas.

Llamamos a la dueña para que nos diera una solución y llegó con un par de Clorinda cloro-gel para que nos hiciéramos cargo del aseo. Rendidos, tomamos ponche desde las tres de la tarde convencidos de que la noche Pichilemina sería tan prometedora como en años anteriores.

(Dramatización)

Pero llegamos a las fondas repletas de gente y entendí que el secreto mejor guardado de la sexta región se había vuelto mainstream entre un público menor que nosotros que empujaba las puertas en masa para no pagar los mil pesos de entrada.

Nuevamente resignados decidimos tomar chicha hasta morir para convencernos de que nuestro espíritu jovial seguía vivo, hasta que un zorrón dio vuelta una piscola encima de una amiga accidentalmente causando una pelea entre más zorrones que le gritaban furibundos: pídele disculpas a la mina. Buena man.

Al día siguiente, cansados y derrotados por el viaje además de la pésima primera impresión que tuvimos de nuestro hogar provisorio, decidimos hacer un asado para animar las cosas. Pero la idea no llegó puerto porque la dueña nos dijo que el patio no estaba incluido dentro del presupuesto y para hacer valer su palabra, hizo su propia fiesta familiar en el terreno con nosotros mirando desde la ventana.

Pasamos el resto de los días recorriendo la zona tratando de convencernos de que estábamos en un lugar familiar cuando la realidad distaba mucho de nuestras aspiraciones. Pero haciendo una introspección pequeña caí en cuenta de la verdad irrefutable que me trajo hasta idea central de este artículo: al segundo día estaba cansado, pero no porque Pichilemu hubiese cambiado, sino porque me transformé en un adulto que privilegia las comodidades mínimas que una cama sin pulgas te puede ofrecer.

Las etapas se cierran y no estoy de ánimo para arrendar cabañas de precio inflado ni menos pasar una noche tomando chicha porque las cañas ahora son cosa seria. Prefiero ir al Inter de la Reina y volver a mi casa borracho, pero digno (además en Santiago para estas fechas hay menos personas haciendo que la ciudad sea un lugar más agradable).

Quienes quieran pasar noches de desenfreno y si cuentan con la energía suficiente para lograr su cometido, deben saber que Pichilemu es el lugar indicado. Todavía puede ser su Jersey Shore.