Y de golpe volvimos al vértigo, al estrés y a esa tensa alerta del año pasado. De un despertar violento, de un ruido fuerte que te devuelve a la vigilia mareado y confuso.

Era algo sabido, la pandemia y la crisis sanitaria adormecieron y encerraron el estallido pero de ninguna forma lo anularon. Para nada. Al contrario, probablemente lo volvieron a meter a la olla de presión donde se cocinó durante 30 años, durante algunos meses.

La diferencia, sin embargo, era el factor sorpresa versus el factor cuenta regresiva, y la realidad versus disociación de esta vez. Hace meses que ya se hablaba de un “estallido 2.0” y las opiniones se dividían entre quienes pensaban que la pandemia iba a hacer que la gente se quedara en sus casas, que habría una convocatoria menor en Plaza Dignidad, y quienes esperaban casi apocalípticamente, quizá por morbo o tal vez hasta por un quiebre en la aletargante y repetitiva rutina de la pandemia, un desenlace de caos total este nuevo 18 de octubre.

La realidad terminó estallando como una piñata y dándole a todos un poco de lo que esperaban.

Hubo conmemoración, respeto y homenaje por las personas que han perdido su vida y/o sus ojos a manos de la policía; hubo momentos también para mirar con cierta distancia lo sucedido estos 365 días.

Si en algo hubo consenso total en este país totalmente polarizado es que la percepción del tiempo ha variado incalculablemente. Para todos este año ha avanzado entre más lento o más rápido. El reloj se volvió totalmente loco. Cuesta pensar que el estallido 1 fue hace “tan poco” y al mismo tiempo “que ya pasó un año”.

Es raro, en fin, no vamos a teorizar acá y ahora sobre la relatividad del tiempo.

Entrada la tarde y cuando el sol empezaba a ponerse la locura por su lado se dejó asomar.

Antes los “breaking” habían sido cosas que ya no son lo suficientemente impactantes para un país cuya capacidad de asombro se ha dilatado a límites peligrosos. El monumento a Baquedano en Plaza Dignidad había sido nuevamente pintado color rojo sangre y los integrantes de las barras bravas históricamente rivales pero unidas en la revuelta se habían pescado a palos.

Así que la realidad se puso a la altura de las circunstancias y nos mostró lo que -con una mano en el corazón- todo el mundo quería ver.

Para repudiar, condenar, aplaudir, celebrar, hacer vista gorda, explicar, teorizar, discutir. Todo el mundo quería ver fuego y como si de un decreto sicomágico se tratara, fuego hubo.

No una, sino dos iglesias ardieron (una de ellos centro ceremonial de Carabineros y la otra habría sido un centro de torturas de la CNI) como si Santiago de Chile fuese la locación de un puto videoclip de Black Metal noruego.

El fuego por supuesto se demoró la nada misma en llegar a las redes sociales nublando la vista y la mente de todo el mundo. Con una velocidad bien impresionante salieron memes y videos medio chistosos. Por otro lado rabia y espanto. Después salió que parece que había 100 gatitos que habían muerto en el incendio. Después se supo que no era así. Después que había un marino detenido, item respecto del cual todavía no existe claridad sobre qué carajos hacía ahí. (Actualización: era un cabo segundo y fue dado de baja).

Nadie entendía nada pero todos gritaban como locos.

Que la iglesia se lo merece por sus crímenes pedófilos y etc; que los edificios son monumento nacional; que la violencia solo boicotea los avances sociales; que solo a través de la violencia se logran los verdaderos avances sociales; que la violencia estructural, sistémica, provoca estas cosas; que no es la forma; que si es; etcétera etcétera seguro leíste de todo.

Opiniones afiebradas hubo para repartir a la chuña. Como siempre.

Sin embargo, y por primera vez, hubo casi un consenso, porque claro lentamente ya estamos educados a nivel país de qué lo que significa vivir en un estallido social, que las esquirlas incendiarias no representan realmente ninguna de las posiciones en juego.

Esteban Felix / AP

Nadie con la cabeza bien puesta sobre los hombros tildó a quienes incendiaron iglesias o atacaron comisarías o saquearon como partidarios del Apruebo. Ya se entiende que hay descontentos que operan bajo ciertas lógicas que están fuera de las lógicas en que se mueve la gran mayoría. Existe anarquía, sed de caos, y aunque el termómetro se mueve entre quienes le encuentran una explicación sociológica y quienes quieren colgarlos, casi nadie lo defiende.

Por otro lado el factor “pacos infiltrados” ya es cada vez de mayor conocimiento público y cada hecho de violencia ahora está medio barnizado con esa sospecha.

El verdadero horror, sin embargo, estaba por venir.

Lo peor, por lejos lo más grave de todo- aunque inexplicablemente para algunos sea más terrible un edificio quemado- sucedió hacia el final de la jornada, cuando el joven veinteañero Aníbal Villarroel se convirtió en una nueva víctima fatal de Carabineros de Chile.

Según el Gobierno, el disparo y la muerte del joven ocurre en el marco de un enfrentamiento en la población La Victoria. Para la familia y vecinos, un asesinato a mansalva.

Mientras las PDI investiga qué ocurrió realmente, el país entero vuelve a sumergirse en el estupor a exactamente una semana del plebiscito y a exactamente un año del estallido que lo logró.