Cuando el gusto por fumar marihuana se transforma en la apropiación cultural de una corriente social histórica para poder sobrellevar la adolescencia.

Créditos: Trivision Creative

Me sorprende que estemos en abril. Siento que enero fue la semana pasada, pero la relatividad temporal me produce tanta sorpresa como saber que todavía existen personas que dicen “abril cogollos mil” con todo el ímpetu que semana santa les dejó en sus corazones, cuando en realidad, fuman marihuana todo el año.

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Pero esta expresión coloquial usada en referencia a la buena calidad que tiene la marihuana este mes gracias a las características climáticas de nuestro país, me traslada a una época no muy lejana en un contexto diferente, donde sucederían cosas inimaginables con el correr de los años (y volvemos a la relatividad temporal y sus sorpresas)

El amor desmesurado por la marihuana no me molesta en lo absoluto -no tendría por qué- pero me recuerda una época que nos produce vergüenza a la mayoría de las personas que atravesamos por esa etapa: la adolescencia.

Si tienes entre 25 y 27 años y viviste en Chile durante la mayor parte de tu vida, puedes recordar que no hace mucho las tribus urbanas proliferaron de forma exorbitante en nuestro país. Los Pokemones eran dueños de la programación nacional y les debemos la apertura sexual que tanto necesitábamos. Después de todo, su amor por el reggaetón antiguo y el ponceo llegó a desordenar una sociedad que se escandalizaba con cualquier forma de afecto que no fuesen los melosos besos que veíamos en las teleseries.

Las pelo lais por su parte -antítesis de los pokemones por diversas razones-se tomaron las redes sociales con grupos de Facebook como “Tu uniforme lais”, “Tu graduación lais” y “Chicas de regiones que van al rodeo lais” (no estoy exagerando)

Pero dentro de estas dos grandes tribus que se disputaban la atención mediática, nunca se le prestó atención a un grupo al que pertenecí y del que todavía existen exponentes, aunque de forma minimizada: los falsos hippies.

La búsqueda del sentido de pertenencia durante los primeros años que sucedieron mi pubertad de alguna forma me llevó a vestir ropa holgada, tener una higiene deficiente y probar la marihuana -algo que para la generación que creció con el discurso demonizador de la cannabis por parte de Don Graf significaba toda una insolencia-.

Las tribus urbanas en el fondo intentaban agrupar los intereses comunes de un grupo determinado de individuos, individuos lo suficientemente influenciables como para caer dentro de costumbres y prácticas que intentaban romper el establishment social, aunque de una forma bastante inofensiva. En este contexto, ser hippie se acomodaba a muchas personas que no se identificaban con nada y con nadie, pero lo manifestaban de una forma volátil y relajada.

No recuerdo el momento exacto en que me convertí en un adolescente, que escuchaba Los Cafres en Pichilemu, y vestía pantalones de tela mientras sacaba los cigarros de mi morral hecho con la lana más fina de algún animal altiplánico. Pero si recuerdo a mi madre histérica preguntándome qué significaban esos papelillos tan que encontró en mi pieza o por qué de repente llegaba con tanta hambre después del colegio.

Mi grupo de amigos también respondía un poco a ese patrón en mayor o menor medida.

Durante años el reggaetón se comió a cualquier género musical y se transformó en lo único que sonaba en todas las discos, radios y juntas de Chile, por lo que tener en Ares a Janis Joplin, The Beatles o solos de guitarra eternos de Jimmy Hendrix significaba un coolness agregado pese a que con suerte nos sabíamos una canción de corrido dentro de todo ese playlist.

https://www.youtube.com/watch?v=8vFfB22fkl4

Además, toda la ropa que usábamos en ese tiempo se compraba en ferias libres o alguna tienda establecida que supo capitalizar perfectamente este tipo de tendencia, algo que podemos ver hasta el día de hoy en los festivales de música. De hippies entonces, la verdad es que nada.

 Lo que me llevó a tantear en una moda y estilo que partió en los años 70 era el culto hacia la buena onda. Después de todo, cuando eres adolescente la presión te persigue y te lo recuerdan todos los días con ensayos sobre la PSU o preguntas majaderas sobre el futuro. Como si la búsqueda de nuestra identidad tanto sexual como personal no fuese lo suficientemente estresante. Sumemos la enorme cantidad de pelos que aparecen súbitamente.

Ser falso hippie entonces, era vivir de forma pausada un proceso cambiante donde se privilegiaban frases de Bob Marley como ideología de vida que repletaban nuestro fotolog.

Finalmente, y con la llegada de la adultez, caí en cuenta que tan solo había sido un posero y que todos mis ídolos estaban muertos. Tal como los pokemones se sacaron los piercings, me lavé el pelo y me puse un cinturón porque los pantalones de tela no eran convenientes a menos que fueran para dormir o usarlos un domingo.

Además fumar marihuana dejó de ser divertido cuando el efecto llegó acompañado de sudoración fría y crisis de angustia. También replanteé mi plan de vida que hasta los 17 años consistía en viajar por Chile vendiendo artesanías, algo poco conveniente tomando en consideración que no puedo hacer nada decente con greda y mi motricidad fina es inexistente.

Agradezco el legado cultural e intelectual de esos años. Siento que todos quienes pertenecimos a una especie de grupo que buscaba la individualidad finalmente y a determinada edad la encuentra, solo hay que tener la capacidad de reírnos de nosotros mismos, porque siempre estará Facebook para recordarnos que hace años y un día como hoy, estábamos preguntando abiertamente por un porro de marihuana mientras sonaba No woman no cry de fondo en nuestro dormitorio.