La novela El Clan Braniff se trata de un ex agente de la Dina reconvertido en traficante de cocaína.
A cinco años del asesinato de Orlando Letelier en Washington, un ex agente de la DINA implicado en el atentado vuelve a Estados Unidos para coordinar una millonaria operación de contrabando de cocaína que involucra a varios militares y civiles partidarios de la dictadura, incluido un hijo de Pinochet.
Bob es consciente de lo peligrosa que resulta esta misión, más aún cuando el respaldo del gobierno estadounidense se ha deteriorado desde que las autoridades chilenas se negaron a extraditar a Manuel Contreras. Sus temores aumentan al saber que en la operación está involucrado Bill, un viejo compañero de armas que trabaja infiltrado en el Consulado de Chile en Los Angeles y que podría estar entregando información al FBI con el objetivo de convertirse en testigo protegido.
Novela paranoica por excelencia, El Clan Braniff reconstruye una época marcada por la violencia, las traiciones y los negocios turbios, alumbrando el destino de dos oscuros personajes marginales, especies de residuos de un gobierno que no vacilaba en hacer desaparecer tanto a sus opositores como a quienes habían dejado de serle útil, sobre todo aquellos que sabían demasiado.
A partir de 15 diapositivas y avalado por una amplia evidencia documental –cables de inteligencia desclasificados, correspondencia, tarjetas de embarque, pasajes, credenciales–, Matías Celedón ha creado una novela inquietante, alucinada, a la manera de un espejo en el que se reflejan –y se multiplican– el complot, las fiestas, el sexo, la soledad, el crimen. Junto con poner en tensión la noción de archivo, El Clan Braniff entrega una imagen vibrante de la locura ideológica y nos obliga a mirar en esa caja negra que es la dictadura chilena.
Matías Celedón nació en Santiago en 1981. Es autor de Trama y urdimbre (2007), La filial (2012) y Buscanidos (2014).
Aquí te dejamos un adelanto del libro
EL SóTANO DE AACHEN
Pasan dos noches en el Hotel Seemöwe, en Einruhr. Los paseos por el hermoso balneario no logran distraer a Bathich, quien espera la respuesta de los alemanes. Dada su cercanía al Complejo Militar de Vogelsang, Einruhr sobrevivió intacta al paso de la Segunda Guerra; pero ni las silenciosas calles o las apacibles vistas del lago consi- guen hacerlo olvidar que al sur de esos bosques, Gerhard Mertins, su intermediario, negocia en la fortaleza la contraoferta por los camiones. Todavía no hay señales de un acuerdo. Bob tenía razón: era material obsoleto, de segunda mano. Pero podía revenderse por partes y sacarle 10 o hasta 15 veces su precio en Chile. La opción era tan conveniente que al bajar la oferta, Bathich temió que lo consideraran un novato tan solo por arriesgarse a negociar. En cierto modo lo era: estaba abriendo nuevas rutas. Cada momento que pasa sin noticias, aumenta su incertidumbre. Su padre no estaría orgulloso de saber con quienes estaba tratando. Pero qué, si está muerto.
Bob escucha lejano el repique de un telefonazo y despierta sospechando que ha ocurrido algo. Llama a la recepción y pide que lo comuniquen con la habitación de Bathich. Nadie contesta. Se incorpora enseguida.
Abotona su camisa y se pone los pantalones cuando gol- pean la puerta.
–¿Estás? –Bob abre sin quitar la cadena; todavía está descalzo.
–Salimos en media hora –dice Bathich. Bob asiente.
En el bar del hotel, Bob lo mira gesticular: manos ner- viosas, se toca el pelo, mira la hora, el trago intacto. Es evidente que a Bathich le preocupa la situación. A Bob, curiosamente, eso lo tranquiliza; la responsabilidad no está en sus hombros –de ahí su sangre fría–.
–No, no estaba encantado con la cantidad –admite Bathich–. Pero dijo que al menos podríamos tener un pie adentro.
–¿Adentro dónde? –dice Bob. –Es un buen contacto. Un buen contacto –repite Bathich, mesando su escasa melena.
Esperan en la barra la llegada de Gerhard Mertins, un empresario alemán que había obtenido la Cruz de Hierro por servir en el brazo armado de las SS en la campaña de los Balcanes de 1941. Después de la Segunda Guerra ha- bía entrado a trabajar en Volkswagen, donde pudo volver a vincularse con los círculos nazis. A finales de los años 50 trabajaba en Arabia Saudita, Egipto e Irán, entrenando grupos de paracaidistas y representando a otras empresas alemanas en el exterior. Mertins se abrió paso gracias a la protección que le ofrecieron el Departamento de De- fensa y el Bundesnachrichtendienst, el servicio secreto alemán, que vieron en él una pieza clave para su propio desarrollo. Dedicado a las exportaciones, su empresa se hacía del material militar sobrante –motores para tanques producidos por Mercedes Benz, refacciones y material de Thyssen-Henschel, IWKA, Moog & Nicolaus, Lürssen-Werft y Wegmann, tecnología de Mannheimer Motorenwerken y Henseler, electrónica de Siemens y hasta créditos del Deutscher Bank– para después revender el stock a precio de mercado. Silenciosamente, a través de MEREX A.G., Mertins había abastecido los arsenales de dictaduras y regí- menes autoritarios de todo el mundo con los excedentes de armas en desuso del proscrito ejército alemán.
Bob tasa el lugar y sugiere observarlos a distancia, pero Bathich quiere que Mertins sepa que no está solo.
–Después te vas y nos dejas –le pide. –Va a querer llevarte a otro lugar; si no me ve, puedo seguirlos.
–¿Tú crees? ¿Por qué? –Ese tipo ya sabe que no estás solo. Fracasan anticipándose a sus movimientos. Con una hora de retraso el que llega no es Mertins, sino Wolff von Arnswaldt, un alemán nacionalizado chileno que fue cadete de la Escuela Militar. Por sus raíces y conexiones, trabajó du- rante años en Frankfurt para LAN Chile y luego para Braniff International Airways. Von Arnswaldt era el contacto con Mertins y había oficiado como traductor en la negociación. Bob lo conocía bien, pues era el hombre a cargo de la agen- cia de noticias adonde había sido enviado meses atrás: una oficina montada por encargo de la CNI para realizar un se- guimiento de los exiliados chilenos.
Von Arnswaldt llevaba 10 años viviendo en Alemania y había conocido a Mertins a través de su trabajo para la aerolínea. Durante un tiempo, despachó periódicamente, desde su oficina a Colonia Dignidad, dos maletas idénti- cas cargadas con equipos y materiales destinados para el Centro de Investigación y Desarrollo de la DINA –Direc- ción de Inteligencia Nacional, predecesora de la CNI– que recibían, cada 15 días, con el remitente impreso de alguna filial de Mertins. La discreta ayuda de Von Arnswaldt había sido fundamental para la implementación del laborato- rio del Centro. Se ganó el aprecio de la agencia dirigida por Manuel Contreras y algunos favores con Mertins, el proveedor, quien se valía de sus vínculos con los prófugos nazis exiliados en América Latina para expandir en la re- gión su red de exportación de armas.
–Pero qué dijo de los camiones –dice Bathich–. ¿No va a venir?
–Antes quiere saber si lo podrían ayudar con algo –res- ponde Von Arnswaldt bajando al seco un corto de whisky.
–¿Por qué no me lo dijo cuando nos vimos? –Bathich se muestra incómodo.
–Surgió en estas horas –dice Von Arnswaldt–. Por eso no los contactó antes.
Lo enviaban a él para tantear si estaban dispuestos a par- ticipar de otro negocio. Bob guarda silencio, tranquilo. La música del lugar impide registrar la conversación entre su jefe y el imbécil de Von Arnswaldt. Los había tomado por sorpresa. Bathich, nervioso, podía cometer un error, hablar más de la cuenta. Von Arnswaldt se da importancia. Espera que le inviten otra ronda para explicar de qué se trata el negocio.
–Me gustaría hablarlo con Mertins personalmente – dice Batich.
Bob asiente con la mirada. No hace falta un movimiento. –Por supuesto –dice Von Arnswaldt ante la obvia negati- va–. Vamos, entonces, los llevo.
Bathich apura el trago y toma su chaqueta. Los ojos de Von Arnswaldt se despiden de un vaso a medias. Propone ir en su auto hasta Aachen y le sugiere a Bob que los siga. A Bob no le parece buena idea. Durante el trayecto ha- blan poco. Von Arnswaldt maneja, Bob finge dormir en el asiento del copiloto y Bathich mira la carretera en el asien- to trasero. Pasan los árboles sin saber adónde se dirige.
–Si resulta –dice Von Arnswaldt– estaría bueno, ¿no? –Intenta entrar en materia para cortar su parte. Bob se acomoda en el asiento sutilmente. Bathich repara en su movimiento.
–Hay que ver si vale la pena –dice Bathich. –Claro, claro que sí. Entre nosotros –Von Arnswaldt baja la voz–, el viejo Mertins los necesita.
Piensa Bob: el trato está cerrado. –Ah, ¿sí? –dice Bathich. –No es como dicen, ¿sabes? A mí jamás me ha fallado. –Puede ser –sonríe Bathich–, pero no creo que haya lle- gado donde está por ser una buena persona.
Von Arnswaldt acusa el golpe, rastrero, celebrándolo. Se ríe y les confiesa haberle hablado bien de ellos. No es que hiciera falta, pero por si acaso. Von Arnswaldt tarda kiló- metros en llegar al punto, sin afirmar nunca, que de salir este nuevo negocio, a él debería tocarle un porcentaje por haber hecho el contacto. Hay un idioma que no se pierde. Bathich lo escucha atento y no se pronuncia. Se desen- tiende de la conversación, vuelve su vista a la carretera.
Von Arnswaldt sostiene parco el volante. Mira el paisaje al alcance de las luces.
–¿Qué piensas, Bob? –dice al fin Bathich. –Es incómodo –sentencia Bob, incorporándose–. Se hace el huevón, pero nos quiere cagar.
Las fotografías tienden a tensar lo fortuito. Hasta la más predecible –por ejemplo, una foto de carnet o de pasapor- te– retiene un aspecto esencialmente accidental. En el caso de la tercera diapositiva, el momento es tan vivo que uno tiene la impresión de estar viendo una secuencia completa en una toma. Llegan a Der Keller von Aachen, el sótano de Aquisgrán, un viejo club nocturno ubicado en el subsuelo de un pasaje comercial sobre Grosskölnstrasse, cerca de la Iglesia de San Nicolás. Muchas de las bodegas y subterrá- neos, cuyas ventanas daban a los pies de la calle, fueron utilizadas por las brigadas de las SS para disparar a las tro- pas norteamericanas cuando intentaban tomar la ciudad. Cayó Aquisgrán, pero el local resistió el asedio y el sótano se mantuvo funcionando sin luces hasta que la galería fue reconstruida. La entrada está cerrada al público. Se lleva a cabo una celebración privada. Von Arnswaldt, que no vuel- ve a abrir la boca, los hace pasar y los conduce al subsuelo por una escalera alfombrada.
Entran al lugar y la celebración ha comenzado. Bob cuen- ta 15 personas, dos de las cuales trabajan en el local. Es un encuentro informal entre las partes. Bob y Bathich se distienden. Al verlos, Mertins se acerca a saludarlos. Son bienvenidos.
–Wir sind sehr zufrieden! Sie haben zugesagt! –dice Mertins estrechando la mano de Bathich, sacudiéndola vi- gorosamente. Mira a Von Arnswaldt– Warum haben Sie so lange gebraucht?
–Ich habe gedacht, dass man sich vorher bei mir meldet –se adelanta Bathich, harto de oír a Von Arnswaldt.
Mertins lo mira sorprendido. Luego mira a Bob, severo, pero al ver a Von Arnswaldt –su cara pálida, bo- queando como una carpa– se larga a reír, como si fuera inevitable, imitándolo de forma grotesca, con una carcajada retorcida que ilumina una zona oscura de su memoria que Bob creía olvidada.
–Mertins –dice estrechando la mano a Bob. –Salúdalo –empuja Bathich–, se está presentando. –Bob. Su agarre es implacable. –Woher kommst du? –insiste Mertins, sin soltarlo. Bob lo mira en silencio. –De dónde vienes –interviene Von Arnswaldt ansioso. Bob se disculpa preguntando dónde está el baño. Deja a Bathich con Mertins y se zafa de Von Arnswaldt, quien enseguida queda solo. Toma asiento en un cubo y sigue sus movimientos a distancia. Mira la hora y pide una cerveza. Se abre la chaqueta algo acalorado. El espacio es reducido: una sala mediana que se hace más pequeña por la pintura oscura de las paredes. El diseño de un dragón abstracto, hecho aparentemente de fuego o de un rayo, atraviesa longitudinalmente los muros, no demasiado altos. Es un sótano, no una bodega. Un keller. Hay cinco mesas bajas con la superficie blanca y los bordes de madera. Las pa- tas en cruz permiten esconder los cubos que ahora están esparcidos por el lugar. Su movilidad resulta práctica, aun- que obstaculizan.
Bob identifica algunas caras conocidas. Los meses que pasó en la agencia de noticias infiltrado se dedicó a desen- trañar las redes y conexiones internas de la propia agencia, indagando en sus acciones y contactos en Europa. Reco- noce a Angélica Radman, actualmente a la cabeza de la agencia periodística, que conversa con Alfred Schaak, representante legal de Colonia Dignidad en Alemania. Pueden estar hablando de las maletas, pues su hermano es quien las recibe en Santiago, en una casona en calle Campo de Deportes perteneciente a los alemanes.
En una esquina, tomando solo, ve a Samuel Fuenzalida, un ex agente de la Brigada de Inteligencia Metropolitana que solía jactarse de haber trabajado al mando de Ma- nuel Contreras en la formación de la DINA. Hacía poco más de un año que había aparecido ante un tribunal en Bonn declarando que era sabido que quienes morían en Colonia Dignidad, eran sepultados cerca de la cordillera. La noticia repercutió al interior de los organismos de in- teligencia, tanto en Chile como en Alemania, y optaron por vigilarlo de cerca. Ahora vivía en el puerto de Ham- burgo coordinando los envíos desde Europa para Bathich Motoren Ltda. Era hincha del St Pauli y de Colo Colo. Lo llamativo era que ni él ni Bathich le habían avisado que debía ir. Fuenzalida conocía bien el laberinto. Se había enterado de este encuentro por sus propios cauces y pro- bablemente se colaba a husmear.
Bob repasa el lugar y el único cabo suelto se trenza en una esquina. Se acerca a Bathich para advertirle: tres ti- pos miran la fiesta alegremente en torno a un cuarto de mirada torva.
–¿Sabías que Mertins participó en el rescate de Musso- lini? –comenta Bathich integrando a Bob en el círculo. –Genau. Mussolini. Als er jung war –sonríe Mertins. Bathich corresponde riendo. –Era joven –le traduce a Bob. –¿Todo en orden? –Tranquilo, amigo. Todo va bien, nos necesitan. –No mires ahora –dice Bob–. Espera. Ahora. Bob le indica la esquina sin necesidad de apuntarle.Era una habilidad extraña; hay quienes aparecen en dos ciuda- des al mismo tiempo. En su silencio era capaz de transmitir su calma o inquietud con la precisión de una gota de mer- curio. Bathich clava su vista en el extraño que lo mira fijo.
–Debe ser el socio –dice Bathich–. Sus gorilas tienen ritmo, es innegable.
–¿Centroamericanos? –dice Bob. –Colombianos. Quiere que le hagamos una gauchada, es su amigo.
La red de Mertins se sostenía gracias a empresas espejo en decenas de países. Si en un lugar se prohibía la exporta- ción de armas a regiones en conflicto, Mertins triangulaba los pedidos en alguna de sus filiales y enviaba la mercancía desde un país intermedio, aprovechándose de los vacíos legales que les ofrecía cada jurisdicción. Se había enterado de que empezaba en Chile la construcción de un labora- torio en la Escuela de Inteligencia del Ejército, en Nos, y de una Unidad Bacteriológica en el Complejo Químico de Talagante. Del mismo modo que para la implemen- tación del Centro de Investigación de la DINA, Mertins se ofrecía ahora para colaborar con la CNI, enviando los equipos y materiales que fueran necesarios desde Ale- mania. Mertins andaba en la búsqueda de “compradores ficticios” dispuestos a firmar como importadores finales del armamento. Les proponía participar en la triangula- ción de envíos, a cambio de una comisión importante. En términos de papeleo, no era muy distinto de lo que Ba- thich hacía con los camiones.
Bob confiaba plenamente en Bathich en materia de negocios. Su misión era estar atento a otras señales. El hombre se levanta y deja el trago sin quitarle la vis- ta de encima. Mertins se acerca a Bathich, lo toma del brazo. Los guardaespaldas reaccionan tarde.
–Komm, ich möchte, dass du Carlos kennenlernst. Bathich sonríe. Le avisa a Bob: –Quiere presentarme a Carlos. Espérame aquí. Bathich se ve confiado. Bob acata y se aleja en busca de otra cerveza. Se cruza con Fuenzalida y este no puede evi- tar alegrarse al verlo.
–Te vas a meter en problemas –dice Fuenzalida–. No me saludes.
–Quién te conoce –dice Bob. –No te creas. Aquí todos podrían haberme visto en algún lado.
–¿Cómo no te han matado? –No sé –ríe Fuenzalida. La improcedente declaración de Fuenzalida en el tri- bunal de Bonn había sido filtrada por la propia agencia de noticias y circuló entre los agentes por medio de las azafatas de Braniff. Fuenzalida había declarado que en el centro de detención Cuatro Álamos, en una ocasión, el jefe de la DINA para la zona Ñuble, un mayor de nombre Fernando –o Fernández, no recordaba bien–, le dijo que iban a llevar al prisionero donde los alemanes. En la entra- da del fundo El Lavadero, los esperaban dos colonos en un Mercedes Benz azul donde subieron al joven. En su decla- ración, Fuenzalida dejaba en claro que después de eso no lo volvió a ver, inculpando directamente a los alemanes.
–Qué viste –pregunta Bob. –Tom y Jerry. Nos llevaron a un comedor y esperamos viendo tele. A la media hora llegó el oficial junto al viejo con un pastor alemán negro. El perro estaba inquieto, ten- saba la correa. Con un gesto dio a entender que el paquete estaba muerto.
–¿Qué gesto? Fuenzalida es burdo en la recreación. Pronto le reconoce haber mencionado a Schäfer y a su círculo para que los ale- manes lo encontraran. Según decía, para levantar polvo. Así estableció contacto y empezó a trabajar para ellos como un perro faldero. Había vivido del soplonaje en Argentina y
Europa desde 1976, hasta que fue desvinculado. Ahora es- taba protegido y coordinaba con Von Arnswaldt los envíos mayores que debían hacerse por barco desde Hamburgo.
–No sé qué es peor. Jugaste al límite –dice Bob. –Era un juicio de mierda por una causa de mierda. Nada de lo que dije se puede comprobar, salvo que un día en Bonn declaré que en esa muerte, no sé ellos, pero al me- nos yo, no tenía nada que ver. Yo no sé qué va a pasar mañana, Bob.
–Yo tampoco –lo mira–. Salud. –Salud, gancho. –Por la suerte del delator. –No jodas, Bob. Sabes que no fue así. –No sé nada. ¿Quién es ese? –Bob apunta al hombre que conversa con Bathich.
–Carlos Lehder, colombiano de madre y alemán de pa- dre. Representante de La Estrella, la filial de Mertins en Perú. Socio de los Ochoa de Medellín.
Bob evita interrumpir y se acerca con disimulo. Guar- da distancia prudente, alcanza a escuchar a sus espaldas. Lehder ahonda en la propuesta: los gastos militares chi- lenos son muy superiores al promedio de América Latina, dice, lo que los convierte en un gran cliente. Lehder tiene apoyo tácito o declarado de alcaldes y hombres de nego- cios, dispone de dinero y una organización calificada en múltiples oficios, pero carece del respaldo oficial. Bathich se hace el desentendido y no menciona que el otro socio de Bathich Motoren Ltda. es Marco Antonio, el hijo mayor de Augusto Pinochet.
–Man muss es nicht aussprechen, aber Sie werden verste- hen, weshalb wir Sie brauchen –dice Mertins.
Bob busca un ángulo. Situarse. Para empezar, quieren coordinar el rescate de un cargamento de una tonelada de municiones varado en Barbados en un navío con matrícu- la holandesa. Bathich sugiere sacarlo por Estados Unidos. –Vamos a necesitar un montón de ayuda. ¿Cuántos tie- nen allá? –pregunta Lehder.
–Uno –dice Bathich. –¿Solo uno? –Un secretario del consulado, en Los Angeles. –En serio, no joda, ¿cómo va a hacerlo? Bathich apunta a Bob: –Él tiene otras conexiones. Nadie se delata cuando todos son cómplices. El flash sorprende, pero no inquieta. Bob toma una foto aparente- mente casual por consejo de Bathich, que no confía en la gente con que está tratando. Una fotografía es lo que mues- tra. Se había prometido no volver a pisar Estados Unidos. No obstante, tendrá que viajar a cargo de la operación. Debe conseguir nuevos pasaportes y otros documentos. Piensa Bob: nadie puede escapar de una fotografía. Pero no dice nada. La orden es inconmovible, marcial.