Soy de provincia y como muchos, asistí al colegio que quedaba más cerca de la casa: no al que fueron mis padres, ni el religioso o de nombre inglés; uno normal donde todos vivíamos cerca y podíamos ir a pie hasta nuestra casa. De ahí han pasado 8 años, y mi época escolar fue un trámite. No me interesaban las alianzas, o participar en alguna actividad extra programática, porque todo se resumió en cuatro años de llenar facsímiles para una prueba de algunas horas que a la larga, ni siquiera definió mi futuro como tantos profesores decían haciendo que cientos de adolescentes experimentasen con ansiolíticos producto de esa proyección absurda.

Ocho años después, la pregunta “¿De qué colegio saliste” sigue en boga: de alguna forma en Santiago, esto tiene otra connotación. Porque quienes lo preguntan se justifican para ver si “existe alguna persona en común y así entablar una conversación de forma más fluida”. Pero vamos, estamos en Chile, y sabemos perfectamente a qué va la interrogante: el colegio es un código de barra donde en un click los interesados saben tus orígenes, contactos y el poder adquisitivo de tu familia y con ello los lugares de veraneo y sitios de interés de una élite profundamente clasista.

Es absurdo que en el gabinete del oficialismo todos los ministros estudiasen en al menos 4 establecimientos en el sector oriente y que la mayoría asistió a la Universidad Católica (o como no, alguna en el extranjero).

Las bases del clasismo en Chile parten desde la cuna, ese no es un misterio, pero lo que indigna es que los sectores privilegiados ni siquiera se lo cuestionen cuando aparentemente, tienen la educación necesaria para replantearse la vicios de nuestra idiosincrasia. Pero su educación se limita a generar dinero en lugar de buscar la solución hacia el bien común a través de la ciencia, la cultura, la historia o alguna manera de desarrollo que apele hacia la colectividad.

Lo que vimos ayer en el Portal la Dehesa, no es más que la seguidilla de una élite agresiva que de élite la verdad, no tiene nada. Lo Barnechea tuvo su apogeo durante el boom económico derivado de las políticas neoliberales durante la dictadura quedando como una isla dentro de una ciudad que lucha por integrarse. Aislados, su vecinos se sienten seguros al vivir con el temor infundado de que el resto de los chilenos les queremos “quitar sus privilegios” viendo cualquier indicio de movilidad social como comunismo y por ende, el acabo de mundo.

“Lárgate a tu población” “roto de mierda” “negro” “cuma, picante”, epítetos que escuchamos ayer en el Portal la Dehesa no son nuevos y son respaldados por quienes defendieron a John Cobin tras disparar a un manifestante en Reñaca, quienes se opusieron a la construcción de las viviendas sociales en Las Condes, los chalecos amarillos en Vitacura, y como no, por parte de Matías Pérez Cruz echando a la gente del Lago Ranco.

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Las bases de las personas con mayor poder adquisitivo en Chile tienen origen entre la extracción de minerales y el campo, derivando en una contracultura de relación entre “patrones y peones” completamente arraigada hasta hoy en día. Una prueba de ellos es ver como todos los años las personas con más dinero se apropian de la cultura campestre como una lucha para reivindicar lo que según ellos, siempre les perteneció.

Estas personas carecen de pensamiento crítico y atacan a cualquiera que no sea de su estirpe completamente imaginaria: “negros, fletos, maracas, feminazis, rotos, comunistas” y un largo etcétera de difamaciones que el grueso de los chilenos ha intentando erradicar sobre todo en un contexto como el que vivimos ahora. La revolución social tiene como bandera la empatía, la dignidad y la reivindicación de una clase media asfixiada por una élite que se enfurece ante la más mínima amenaza de ruptura en sus sistema de castas.

Chile está cambiando, se han unido millones contra la causa común del abuso. Los privilegiados en cambio siguen igual, usando los mismos argumentos de 1970, justificando su violencia con noticias falsas sobre Maduro y Venezuela, atacando a otros latinos en un país completamente mestizo y roteando a quien no vive en una comuna horrible construida de hormigón sin un ápice de identidad.

Lo que indigna de la situación -como muchas otras- ocurrida en el Portal la Dehesa, es que seguimos viviendo en un pueblo detrás del cerro, a la orilla del mundo, con una clase poderosa en lo económico pero precaria en inteligencia que se arma contra su propia gente, amenaza y no escucha. Mientras el país cambia, se une y acompaña, los patrones de fundo continúan defendiendo la reminiscencias de las glorias ficticias de un Chile que permaneció mucho tiempo dormido.