Javier Salomón Aceves, Marco Ávalos y Daniel Díaz fueron secuestrados, asesinados y sus cuerpos disueltos en ácido por parte de un grupo de narcos de un cartel que los confundieron con miembros de una banda rival.

por Lucas Quintana, director “Hemosestadopeor” y “Monstruo”


Tuvimos una semana agitada en México. Estrenábamos nuestra película “Monstruo” en  el Festival Internacional de Cine de Guadalajara y habíamos escuchado de muchas funciones casi vacías, estábamos nerviosos. La cantidad enorme de películas a veces era contradictoria con la finalidad última del cine: Ser visto.

Guillermo del Toro, el dueño de casa, tenía toda la atención puesta sobre él después de volver con dos pares de Óscar bajo el brazo.

Uno de los primeros días lanzó una frase que se repitió en mi cabeza: “Nunca me había sentido tan acabado en la vida como cuando estaba en los veinte años, pero es ahí cuando uno no tiene que dejar de hacer películas”.

Sonaba orgulloso de Guadalajara, de tener la mejor escuela de cine de México, de que los mejores cineastas salen de ahí.

Y el público escuchaba atento, orgulloso también.

Los taxistas nos preguntaban si es que habíamos visto sus películas, nos recordaban que él era de ahí. Había crecido cerca de donde estábamos. “Ese pinche gordo”, le decían con cariño y orgullo.

En el avión había visto La Forma del Agua y aún no sabía con certeza qué pensar.

Pensé en lo poco que me gustaban sus películas realmente y lo poco que eso importaba estando ahí.

Volvimos a Chile con el corazón extraño, sin saber muy bien qué pensar sobre nuestra experiencia, confundidos.

Un poco acabados.

Dos días después leí que tres estudiantes de cine de Guadalajara habían desaparecido, una camioneta se los había llevado mientras iban de vuelta a casa, después de grabar escenas de un cortometraje. Les habían dicho que eran policías, pero no tenían placas y el auto era privado. Llevaban armas de asalto.

Mis amigos de México ya imaginaban el final de la historia. Sentí un escalofrío.

Un mes después los encontraron. Encontraron también a los que los mataron, porque los mataron. Sus verdugos eran miembros del Cartel Jalisco Nueva Generación. Dijeron haberlos confundido con una banda enemiga, porque esa zona donde estaban grabando era “zona de conflicto”.

Mientras los torturaban para sacarles información murió uno. Entonces tuvieron que matar a los otros dos. Y como sacado de lo que para nosotros sólo está en las pantallas, hundieron y deshicieron sus cuerpos en ácido.

Pensé en Leonardo Henrichsen, el camarógrafo argentino que hasta que cayó muerto no bajó nunca la cámara, apuntando a los militares. A sus caras. Ni un centímetro. El lente de su cámara filmó hasta la bala que lo mató.

Y ese trozo de rollo tiene más peso que todo lo que tenían para dispararle.

Poca diferencia hace realmente lo que Javier Salomón AcevesMarco Ávalos y Daniel Díaz estudiaban. México, por obligación, ya se acostumbró a la muerte. Y acá veo al diputado Urrutia tratando a las víctimas de violación a sus DD.HH. como terroristas. Y a la panelista de un programa de televisión abierta, Patricia Maldonado apoyándolo, porque quizás para ella estuvo bien que mataran a todos los que mataron.

Los tres estudiantes de cine de Guadalajara no volvieron nunca a su casa y eso es todo. El mundo nunca va a ver la película que estaban haciendo. Sus papás nunca más les van a decir que no entienden por qué estudian lo que estudian. Sus mamás nunca más van a pedir que les recomienden una película, y tenían veinte años, y quizás nunca se habían sentido tan acabados, pero a ellos les quitaron el derecho a no parar de hacer películas.