Un viaje a los noventa a través de la historia del grupo y la figura más grunge de Chile.

Por Felipe Arratia

Para los que despertamos a la música chilena ante el grito eufórico de Nunca he deseado mal a nadie, No sabes qué desperdicio tengo en el alma o Tengo un aval que es un ladrón hoy fue un día distinto. Había un cosquilleo, una presencia que nos llamaba desde otro lugar. Una clínica, claro, pero también un lugar en el tiempo: nuestra pieza de adolescentes, esos posters y revistas apiladas.

Sí, antes estuvieron Los Prisioneros y Soda. Pero al llegar la democracia, al comenzar la radio Rock&Pop, al multiplicarse los medios, al tomar consciencia de las infinitas músicas existentes, el chico de 15 años que era uno empezaba a tomar partido. Elegir tus bandas favoritas era en cierto modo ponerte de un lado de la cancha. Y en 1994 lo lógico era ponerse del lado de Los Tres.

En esos tiempos raros, donde todavía podían aparecer sapos en los conciertos, escuchar a Álvaro Henríquez tirar tallas contra los milicos era sentirse menos solo. Siempre he odiado las consignas, las órdenes de partido y la extrema solemnidad, y por lo mismo me parecía que el tono sarcástico de Álvaro agarrando para el hueveo a la autoridad de turno era un símbolo mucho más poderoso.

Llegué tarde al primer disco. Me subí a la micro cuando No sabes qué desperdicio… se pisaba la cola con La primera vez en la R&P sonando casi simultáneas. Seguramente me llamó la atención lo rockero del tema, pero al escuchar el nuevo disco completo, como muchos de ustedes, la canción que se me pegó como un tatuaje fue una sin letra, Follaje en el invernadero.

De ahí en adelante, pánico y locura: el pelo naranjo, el video en la iglesia, la presentada de Pedro Carcuro, sus clips en MTV Latino, ese sábado de correr a la casa después de ir al Bravíssimo para poner REC al VHS y grabar ese Unplugged, que todos repetimos como loros: “el primer y único Unplugged realmente desenchufado porque no se ocupó un solo cable”.

Entre el 94 y el 97 vimos morir a Kurt Cobain, a Shannon Hoon, a Bradley Nowell, a Kristen Pfaff, a Jonathan Melvoin, a Michael Hutchence. A Andrés Bobe. Había algo en el ambiente con la autodestrucción, con la incomodidad de estar en la piel de uno.

Y luego, algo de decepción porque el canal sólo emitió 25 minutos de la presentación. Mucho tiempo después lo darían completo.

Recuerdo que en unos Trabajos de Verano comí poco y mal. Me guardé gran parte de la plata que me pasó mi Papá para dos cosas: comprar el disco Vitalogy de Pearl Jam e ir a ver a Los Tres a una semana corrida de enero en la SCD de Bellavista en que Álvaro sorprendió abriendo su propio show pero en formato de dúo junto a una tal Julieta Venegas. Sigo preguntándome dónde podré encontrar esas canciones. Y también recuerdo que el primer trabajo grande que hice sobre música, -en mi año perdido universitario, en la UNIACC-, fue un reportaje extenso sobre Los Tres en que, después de hacerle guardia una mañana entera, logré coordinar una entrevista con el que para mí era y es el mejor: Iván Valenzuela.

Todavía recuerdo detalles de esa conversa y cómo él me decía que estaba seguro que muchas de las canciones de La Espada y la pared, incluso las más rockeras, le parecía que habían nacido desde la guitarra de palo. Creo que ese día de 1996 dije por primera vez en serio: quiero trabajar en esto.

Entre el 94 y el 97 vimos morir a Kurt Cobain, a Shannon Hoon, a Bradley Nowell, a Kristen Pfaff, a Jonathan Melvoin, a Michael Hutchence. A Andrés Bobe. Había algo en el ambiente con la autodestrucción, con la incomodidad de estar en la piel de uno.

Álvaro Henríquez había tomado ese guante, pero desde algo más superficial: la relación con los medios. Los Tres nunca quisieron entrar en la intimidad falseada de un matinal, y su relación con animadores y rostros fue habitualmente desde el chiste interno entre ellos, uno al que los Rafas Aranedas de la época jamás podrían penetrar. Henríquez hablaba desde su desidia, su nihilismo y desde su guitarra. Y el resultado se llamó Fome. Nunca un chileno había convertido las ganas de borrarse del mapa en algo tan bello.

Después de La Espada y la pared vino el Unplugged; después de Fome estuvo La Sangre en el cuerpo. Desafiándose, subiendo la apuesta, buscando desesperadamente no repetirse, no ser parodia de sí mismos. Y cuanto sintieron que estaba pasando eso, apretaron el botón rojo y desaparecieron. Pero aún así, Álvaro no dejó de firmar obras de arte. ¿Han escuchado últimamente Niña de Pettinellis? Dios santo.

Yo nunca le pedí a Álvaro Henríquez que fuera simpático, cercano o amable y no puedo entender que eso sea tema. Lo llevamos en el ADN, parece: le exigimos a nuestros más grandes artistas que además sean estupendos relacionadores públicos de sí mismos. Queremos un pedazo de ellos para llevarnos a casa y ¡ay del que se niegue!

Si no nos da la selfie es un plomo y si no da entrevistas es un divo. ¿Qué clase de artista es este que SÓLO se dedica a hacer canciones atemporales e inmortales? Corrijo: no sólo se lo demandamos a nuestros artistas, sino también a nuestros deportistas. A nuestros ídolos. Los chilenos no le perdonamos a alguien que sienta que lo hace la raja, y mucho menos que lo verbalice.

Los Tres fueron la primera banda que me hizo querer tener una polera de un grupo chileno, que me hizo sentir cómplice de una sensibilidad, que me hizo parte del chiste interno. Me siento afortunado de vivir en el mismo tiempo que Álvaro Henríquez y de todo corazón espero que lo tengamos por acá muchos años más. No me falles, Álvaro.