La película ganadora del Sundance de este año viene con arena y sol, el mar azul, sudor, abdominales y una fábula de despertar sexual.

Por Fernando Delgado.

Ganadora por su dirección en el Festival de Sundance de este año y también nominada a otras categorías en Hamburgo y Estocolmo, “Beach Rats” expone con muy pocos filtros días de playa y drogas, de cinismo y negación, de calor y de noches arqueadas por la tensión del cruising pactado en un sala de chat. Porque cuando la nude sacada frente al espejo se envía por direct con culpa, el encuentro casual puede tornarse una quebrada ciega, sin posibilidad de auxilio ni de salvación personal.

Frankie (Harris Dickinson, al que hay seguirle los pasos en el futuro), está aburrido, molesto y confuso. Con una casa volcada a las atenciones y cuidados de su padre moribundo, Frankie prefiere escapar y camuflarse en su zona de confort favorita; sus amigos. Un grupo de maleantes mínimos poseídos por la inconsciencia, la anomia y la ausencia de rumbo. Todos hombres de palabras breves y vacías, espiados por una amiga desde lejos, en este caso ese rol le corresponde a la directora Eliza Hittman (It felt like love, 2013). La misma que logra retratarlos en sus caminatas por el borde costero del sur de Brooklyn mientras esperan que algo los sacuda, aunque ese remezón tenga el espesor fugaz de un like en alguna red social.

Definirse puede ser peligroso para quien está en la zona incorrecta según los demás. Por eso para Frankie resulta (in)cómodo aparentar, probar es un acto de riesgo, una maniobra atrevidamente política, y cuando la indecisión se asimila como un error entonces no queda más que callar.

Eso si quieres mantener el orden de las cosas y no desatar un tsunami violento.

Simone (Madeline Weinstein), es su novia y la mujer más cercana a este anti quijote abocado sólo al hedonismo y a tratar (o al menos intentar) de resolver sus propias causas. Simone intuye algo, pero ni siquiera logra verbalizarlo. Es más fácil aceptar que Frankie es un caso perdido antes de asumir que su novio puede mirar, tocar, besar y llegar aún más lejos con otros hombres.

Las puertas del closet no están automáticamente abiertas para todos los sub-20, algunos decididamente no están dispuestos a salir, ni ahora ni más tarde. El encierro es áspero y frío y pronto este torvo adolescente lo comprueba sin anestesias, cuando decide tantear las visiones y posturas de sus amigos con la homosexualidad. Sabe del riesgo que corre, entonces usa una trampa con la excusa de conseguir marihuana a la brevedad. La pandilla lo apoya y se prestan para ese teatro torpe. Todo sea con tal de paliar el agote de no estar haciendo nada con la vida.

El sebo puesto por Frankie queda mal puesto en la trampa y las olas rompen pasándole de costado. Él está intacto, pero a partir de ese ridículo simulacro la incertidumbre de la duda no se moverá de su lado nunca más. Ese es el precio tasado y dispuesto por la mujer que los dirige, puedes mentirle a otros, pero si lo haces contigo, tendrás que cargar (En offline) con una condena privada no menos suave.

A puro realismo sucio se levanta un relato duro y angustioso. Son las horas bajas de un hombre quemado por estigmas interiores en sus primeros años de juventud. Aceptarse era el primer paso, pero Eliza Hittman desvía el camino y entrega una fábula de advertencia respecto del riesgo de vivir disociado de los sentimientos y la sexualidad en una etapa fundamental. Un miedo atávico para esta rata de playa de abdominales marcados, castigada por su cobardía personal.