Ugh. Toda esta historia es bastante extraña y aceptar esta invitación sólo puede tener sentido si entendemos que no es que me guste tomar malas decisiones, pero sí las tomo con la curiosidad de saber qué es lo que pasará si acepto.

Todo era ya lo suficientemente raro. Tenía muchos mensajes en esa bandeja de Facebook que nunca tomaba en cuenta. Uno de ellos era de un Bastián. También me solicitó amistad, pero de eso hacía meses y el mensaje era incluso anterior.

Acepté la solicitud de amistad de un perfil que no tenía fotos, que no publicaba hace años, bajé y llegué hasta un tiempo en el que publicaba o subía una que otra foto. Algunas de sus publicaciones recordaban su estancia en el colegio, con sus compañeros rubios y primermundistas, blancos, ojos de color, una esfera de clase protegida por sus valores cristianos de colegio mixto progresista.

Nos saludamos. Me invitó a salir después de una corta conversación. No le respondí hasta que días después me insistió de nuevo. En las fotos no podía saber quién era él, dónde estaba, eran sólo niños y niñas de 16, 17, 18 años con el mismo uniforme en diferentes locaciones del colegio. Me llamó por webcam y mientras él manejaba en su camioneta conversaba conmigo en el trabajo. Me sentí un poco más tranquilo. Me invitó a salir y caminar.

Vivía en esos sectores en los que el metro empieza a tener olor a jabón y la gente es de un comercial de Pepsodent, limpia, higiénica, con un look de tranquilidad que sólo se ve opacado cuando sus papás, los políticos que nos gobiernan, se ven enfrentados a demandas por corrupción en sus empresas millonarias.

Verlo era como recordar todas esas novelas de Canal 13 con cuicos desagradables, camisa celeste, pantalón caqui, zapatillas deportivas, cinturón café y voz segura, de esas voces de Seremi apitutado.

Llegamos a su casa después de pasar a comprar algo para tomar. Fue divertido estar en un lugar en el que nunca había estado, por un momento me perdí así que compartí por whatsapp mi ubicación en tiempo real con unos amigos. Era el departamento de su hermana, o eso me dijo, estaba todo recién comprado, envuelto en plásticos, limpio, espacioso, tres departamentos de Estación Central caían y dejaban espacio para una terraza fumadora.

La conversación no fluía, sus preguntas se remontaban a justificar la soledad en la que estaba inmerso por vivir en secreto su homosexualidad. De esa y muchas otras cosas me iba enterando, estaba sorprendido, pero seguía estando allí y quería seguir escuchando pero no responder ni tener que esforzarme hablando yo.

Sus hermanos mayores, todos empresarios, vivían lejos con sus familias heterosexuales, claro que sí. Sus papás, ubicados en una ciudad costera, lo reciben los fines de semana mientras trabaja como freelance de ingeniero gestionando actividades empresariales desde su computador.

Estaba muy pendiente de su teléfono, conversaba desde el escritorio de su smartphone. Odiaba entrar a whatsapp porque sus amigos, molestos, le reprochaban estar en línea y no responder sus mensajes, entonces con esta técnica podía responder sólo lo que quería y no tener que darle explicaciones a nadie.

Ya con su tercera cerveza, me preguntó si podíamos compartir un abrazo en su pieza, en su cama, con la luz apagada.

Nos despedimos la mañana siguiente en su camioneta con su teléfono y vibrando y sonando con mensajes de Whatsapp e Instagram. Me subí al metro, llegué a mi casa y tenía diez minutos para llegar al trabajo. Caminé hasta la oficina y uno de sus mensajes me invitaba a comer pizza.

Durante la tarde otro mensaje hizo vibrar el teléfono y era otra vez él, pero esta vez con un “Te quiero” que no respondí. Primero pensé que se había equivocado de chat.

Ok. No debí aceptar esta vez. Nos juntamos en Plaza Italia, estaba en medio de la calle en su camioneta esperando y recibiendo bocinazos de todos los autos que querían pasar, pero no podían porque él estaba esperándome en medio de la calle formando un largo taco a las 9:00pm en Plaza Italia. Todo mal.

No conversamos en todo el camino, él molesto porque yo no llegaba y lo hice recibir gritos por su acción idiota.

Llegamos a un karaoke de Ricardo Arjona. ¿Qué?. El lugar estaba lleno de gente que quería cantar karaoke, era gente feliz, de más de cuarenta años. Comimos pizza. Le gustaba verme comer, me pedía que comiera más y las pizzas seguían llegando a la mesa. “Me sorprende que comas tan lento, pensé que eras más glotón”, dijo.

Me criticó no responderle el “Te quiero”, pero le dije que yo no lo quería y que era incómodo hablar de eso.

Cuando pensé que ya nada podía ser peor me di cuenta que estaba comiendo pizza con un feedista. El feedismo es un fetiche sexual que consiste en el disfrute, y más, de ver a un otro comer o engordar. Este fetiche no es nuevo, en el Renacimiento era común este tipo de practicas sexuales que relacionaban el cuerpo gordo con la belleza, incluso Rubens pintó Las tres Gracias demostrando la belleza de las mujeres gordas como absoluta.

Su cara, su discurso, su estilo, su cuerpo flaco, su soltura de opiniones que rozaban el fascismo ya me hacían querer salir de ahí corriendo. Así que lo hice, después de esto.

Yo estaba revisando mi teléfono, me toma el brazo y dice “Mira con quién me encontré el otro día en la calle”, y yo “Uh, ¿con quién?”, veo el teléfono y era él con Sebastián Piñera, presidente de derecha chileno millonario tras robar un banco y hacer negocios con información privilegiada durante y fuera de la dictadura por la que pasó el país desde 1973 hasta 1989, y con cuya constitución nos seguimos rigiendo, lamentablemente.

Ahí estaba yo, saliendo con un facho, de derecha, que amaba la imagen de Sebastián Piñera como un empresario famoso de esfuerzo, con una celebridad de la política. Me dijo que no le interesaba la política, que eran todos iguales y que Sebastián Piñera le caía bien por ser quién era.

Además de ser feedista que se estaciona en medio de la calle, que piensa que un karaoke de Ricardo Arjona es un buen lugar para ir a comer pizzas, que además es de derecha y se toma fotos con Sebastián Piñera, en un momento me comenta que tiene un amigo y está triste por él.

Ok. Hablemos de eso, pensé. Me contó que lo conoció por Instagram y que es de una ciudad costera, me dijo que no se quería juntar con él y que él lo quería, pero que el niño tenía miedo porque estaba pasando por un mal momento o que al menos eso notaba en sus estados de Whatsapp donde escribía sin ningún tapujo “Me quiero morir, estoy aburrido, sáquenme de aquí” y otros mensajes muy infantiles así que pregunté por su edad.

15 años.

Tenía 15 años el niño con el que él se quería juntar, al que quería y al que conoció en Whatsapp con el que se escribían mensajes tipo “Si fuera menor serías perfecto para mí”.

Sufría por no poder verlo, por no poder “ayudarlo”, porque no quería juntarse con él.

Como si todo lo demás no fuera suficiente, ahora me daba cuenta que era un pedófilo. Salí de ahí lo más rápido que pude y nunca le volví a responder ningún mensaje.