Una interesante co-relación entre evolución de las especies y la sociedad.

Una historia de penes

Parece un tema divertido para la sobremesa. Y por supuesto que lo es, pero tiene más relevancia de lo que parece; y al final verá como a la mesa se suman biólogos evolutivos y políticos. Y que ya no es necesariamente divertido.

Vamos por parte. En este mundo todo tiene una primera vez. Y el primer pene del que se tiene registro es el de un crustáceo que vivió hace 425 millones de años. Su nombre científico es Colymbosathon ecplecticos, que significa asombroso nadador con un largo pene.

Este crustáceo se diversificó en 70 mil tipos de especies. Una reciente investigación publicada en la revista Nature por Maria João Fernandes y otros (hay una muy buena crónica sobre este estudio en The Atlantic) examinó restos fosilizados de algunas variedades de este crustáceo que vivieron, prosperaron y murieron entre 84 y 66 millones de años.

El estudio de María João determinó algo interesante: que aquellas especies de Colymbosathon ecplecticos que desarrollaron machos con penes más largos, se extinguieron más rápido que las que invirtieron menos energía en la reproducción.

Diez veces más rápido.

Cuando decimos largo, es un decir. Estos asombrosos nadadores con un largo pene medían pocos centímetros; pero en aquellas especies más dotadas, cerca de un tercio de su concha estaba ocupada por el pene.

Las autoras de la investigación argumentan que esta desproporción fue el resultado de una intensa selección sexual: aquellos mejor dotados tenían más oportunidad de reproducirse y su éxito llevó, con el tiempo, a que todos los machos de esa especie desarrollaran grandes penes. Se trata del mismo mecanismo de selección que produjo las suntuosas colas de los pavos reales o los abundantes cuernos de los alces.

La paradoja que muestra el estudio es interesante: un crecimiento que buscaba asegurar la perpetuación del individuo más dotado llevó a que su especie se extinguiera antes.

Peter Turchin, un biólogo y zoólogo que estudia la historia mundial usando modelos matemáticos y análisis estadístico (sus investigaciones y conclusiones dan para otra sobremesa por sí solas), cree que esta investigación es una bomba, porque obliga a repensar cómo opera la evolución.


Evolución egoísta

En términos generales hay dos formas en que los biólogos han comprendido el mecanismo de la evolución, que por primera vez describió Charles Darwin en el Origen de las Especies de 1859.

La primera interpretación viene directamente de Darwin y dominó en la ciencia hasta la década de 1970. En esencia sostiene que los rasgos y comportamientos individuales pueden evolucionar no solo porque ayudan al individuo a asegurar su propia sobrevivencia, sino porque benefician la supervivencia de la especie.

En esa perspectiva, si las especies tienen que enfrentar lo que Darwin llamó la lucha por la sobrevivencia, los individuos tienden a ser peones sacrificables en el interés del conjunto. Esto conlleva pensar que la evolución habría instalado en el individuo una suerte de altruismo innato.

Una teoría competidora comenzó a imponerse en los años 70 con el libro de Richard Dawkins, El Gen Egoísta.

Dawkins sostiene que en el mecanismo de la evolución el individuo es más importante que la especie. Afirma que las personas y los animales somos máquinas creadas por genes que han sobrevivido millones de años en un mundo altamente competitivo. Si alguna característica tienen nuestros genes es que son “implacablemente egoístas”, escribe Dawkins. Argumenta que aún en un grupo ideal dominado por el altruismo, habrá siempre un grupo que se rehúse al sacrificio en pos del colectivo. Esos rebeldes, preparados para explotar el altruismo del resto, tendrán más posibilidades de sobrevivir y de engendrar. Cada uno de sus hijos tendrá ese inherente rasgo egoísta. Después de varias generaciones de selección natural, el grupo altruista estará dominado por individuos egoístas.

Richard Dawkins

– ¿Cómo entran en esta discusión los asombrosos nadadores con un largo pene?

Turchin lo explica citando las reflexiones de Darwin sobre un alce que pastó hace unos 8.000 años. Bautizado como Alce Irlandés tenía una cornamenta espectacularmente grande. Darwin lo atribuía a la selección sexual, que en su especie se da a través de la lucha de los machos chocando sus cuernos. Dado que el ganador podía reproducirse, tener un arma más grande en la cabeza mejoraba las posibilidades de traspasar sus genes a la siguiente generación.

Si eras un alce hace 8.000 años o un crustáceo hace 80 millones, definitivamente el tamaño importaba.

El punto, dice Turchin, es que la ventaja la da un “tamaño relativo”. En un mundo de penes pequeños, el crustáceo de pene mediano prospera. Pero ese éxito hace que, en pocas generaciones, todos tengan penes medianos. Si la competencia sigue, la especie necesitará ocupar más energía en penes, cornamentas o colas. En el caso del Alce Irlandés, explica Turchin, el crecimiento de las cornamentas significó, además del gasto de energía, aumento del riesgo de quedar atrapado entre las ramas y no ser capaz de escapar de los predadores debido al peso que cargaban.

La competencia sin límite entre los individuos pudo haber vuelto a toda la especie menos capaz de adaptarse a su entorno.

Escribe Turchin: “Si los machos conversaran y le pusieran un límite a sus cuernos, todos estarían mucho mejor… En cambio, cada individuo persiguiendo su propio beneficio redunda en un resultado colectivo muy lejos de lo óptimo”.

Para Turchin el estudio sobre la extinción del asombroso nadador con un largo pene es clave desde el punto de vista de la discusión biológica porque muestra que la evolución opera en varios niveles. “En el nivel individual la selección fuerza a cada macho a invertir en la competencia sexual el máximo que pueda. Pero en el nivel de la especie, aquellas donde la competencia entre los machos va muy lejos, tienen una posibilidad mayor de extinguirse. Como resultado de eso, muchas especies se ubican a sí mismas en un nivel intermedio de inversión en sexualidad masculina”.

Llegado a este punto es claro, como diría un dirigente de centroderecha, que la sobremesa se politizó. Parece que habláramos de penes, pero el lector atento habrá sentido el tufillo de las ideologías.

En las teorías que ven al individuo como un peón sacrificable de la especie, es fácil ver la justificación de estados totalitarios como el comunista o el nazi, cada uno con su campo de exterminio de disidentes y rebeldes, o simplemente distintos, cuyo asesinato se justificaba por ser enemigos de la patria o del pueblo.

En el caso del Gen Egoísta ocurre lo mismo. El propósito de ese libro es examinar “la biología del egoísmo y del altruismo” y dado que sobre ambas actitudes hacia el otro se han construido sistemas políticos, el trabajo de Dawkins aporta argumentos para afirmar que el sistema político basado en el egoísmo coincide con nuestra biología.

Escribe: “Mi sentimiento es que una sociedad humana basada simplemente en la ley del gen implacablemente egoísta es una sociedad horrible para vivir. Pero, desafortunadamente, aunque uno deplore mucho algo, eso no lo hace menos cierto… Tenga cuidado si usted, como yo, quiere crear una sociedad en la cual los individuos cooperen generosamente hacia un bien común: puede esperar muy poca ayuda de nuestra naturaleza biológica”.

No por nada El Gen Egoísta, publicado en 1976, se volvió un best seller mundial. En la época del ascenso del neoliberalismo, mientras los economistas afirmaban que el comunismo, el socialismo o la socialdemocracia eran ineficientes, Dawkins mostraba, además, que privilegiar las necesidades del conjunto limitando las posibilidades del individuo, era contrario a nuestra biología.

Por supuesto, en la importancia que Turchin le otorga a esta investigación sobre los asombrosos nadadores, también hay una justificación política. En su libro Guerra, paz y guerra, y en sus más recientes Ages of Discord, Turchin documenta que la historia humana no transcurre como una línea hacia un final determinado (como lo sostiene, por ejemplo, Francis Fukuyama en el Fin de la historia) sino que es afectada por una sucesión de olas, de ciclos seculares, donde se alternan la cooperación y el conflicto. Épocas de cooperación humana, dice Turchin, en los que las sociedades se expanden, comercian y prosperan, terminan cuando surgen problemas estructurales que hacen que los recursos no alcancen para todos. Se inicia entonces un ciclo de destrucción.

A diferencia de Thomas Malthus, quien asociaba el colapso de las sociedades a un aumento geométrico de toda la población (más allá de la capacidad de producir alimentos), Turchin sostiene que el problema es la expansión de las elites, con sus consumos elevados y exclusivos. En determinados momentos los recursos sociales no alcanzan para sostener a tanta elite y tantos postulantes a la elite: esto produce que el grueso de la población se estanque y se empobrezca; pero lo más importantes es que las elites se fragmentan y luchan para mantenerse arriba y seguir acumulando.

Desde un punto de vista evolutivo se podría entender que las elites que acumulan, simplemente responden al llamado genético de conseguir las mejores condiciones para sí mismas y para su prole de modo que sus genes prosperen.

La riqueza exorbitante sería así un símil de la cornamenta del alce y del pene del crustáceo nadador. Pero desde un punto de vista histórico y social, lo que Turchin nos advierte es que esas luchas sin freno llevan a colapsos sociales. La investigación de los crustáceos muestra, por primera vez, que eso ocurre en la naturaleza.

En este contexto se entiende bien la frase de Turchin sobre que la “conversación de los alces” para poner límite a la competencia de cornamentas, los habría salvado.

Hoy suenan tambores de guerra en un planeta sobre calentado, con sus mares llenos de plástico y con la riqueza más concentrada que en ningún otro momento de la historia humana. Pero tal vez lo peor es que el examen de los liderazgos mundiales no da para creer que “la conversación de los alces” sea posible.

Qué triste se puso la sobremesa. En algo nos parecemos a los asombrosos nadadores. Y no es en sus penes.

Juan Andrés es co-autor de Empresarios Zombis, la mayor elusión tributaria de la elite chilena , que tiene como apéndice el blog Paraisos Tributarios.