La segunda temporada de la serie creada por David Simon y George Pelecanos (los mismos escritores de The Wire) está de vuelta.

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Todo vale (y cuesta) en esta segunda temporada para los malvivientes de la calle 42 en Nueva York. Ahora es cuando, -entrados en la segunda mitad de la era setentera- los aspirantes invisibles de la primera temporada, comienzan a acariciar el pegajoso triunfo derivado de la consolidación legal (y de los fluidos) del cine porno post Garganta profunda.

Fueron años de desmadre y también la sala de espera del cinismo material de los ochentas. Para 1977 lo porno ya era material de rutinas de late shows tipo Johnny Carson. Había llegado a cobrar sus royalties y era mejor acostumbrarse a la idea, aunque impedido de postular a los mismos resplandores del jet set. Al menos no del añorado por los don nadies que cercaban la Studio54 para compartir sustancias, pasos de baile y sexo casual con los parroquianos vip en los salones de la mítica catedral nocturna.

El segundo volumen de David Simon y George Pelecanos (autores de The Wire), se mantiene lo más alejado posible de la tropa de estrellas inmortalizada por Warhol antes, durante, después y para siempre. El tiro de cámara sigue puesto en los quintiles de abajo, especialmente en Eileen (Maggie Gyllenhaal) y en los hermanos Martino (James Franco en binomio) La vida les sonríe a su manera. Un descanso palpable como una brisa tibia, previa a la ola de criminalidad y narcotráfico donde estuvo inmersa la Gran manzana.

Relativa felicidad, en especial para Lori (Emily Meade) la joven oriunda de la América interior, ahora convertida en una flamante estrella. Pero aún dominada por el dueño de su cuerpo; el abusivo C.C (Gary Carr), enfrentado ahora al retorno de una vieja conocida; Ashley (Jamie Neumann), una rebelde liberada de su yugo, dispuesta a salvar de los bajos fondos a otras chicas sometidas.

Esto es sin romantizar un pasado urbano escabroso.

Son los triunfos efímeros de un paisaje en expansión, donde la metrópolis es un actor más del casting. Siempre al alza, en permanente búsqueda del deseo de sus habitantes. Siendo lo ilegal/legal una frontera demasiado incestuosa como para tratar de desentrañar su manual de instrucciones. Eso sería desbaratar la plusvalía humana, asumida en sus pulsiones.

Desde ahí, sin miedo, la Babilonia de Simon se erige con sus sets improvisados en oficinas de piso vitrificado, espesas en el racimo ácido de pachuli, tabaco y sudor interracial protagonizado por las primeras generaciones de pornostars. La industria en ciernes exigía de profesionales con los cuales fuera posible soñar y excitarse. Puestos en ese nuevo plano, se asiste a la desventaja del primer batallón de prostitutas y obreros aficionados. Porque el porno también embestía por ser aspiracional, y de ahí su adherencia, su oído agudo, su magnifico olfato.

Esa misma astucia marketinera le permite vivir múltiples reencarnaciones, como una amortajada desnuda presenciando su sepultura para luego despertar en otro formato. Uno que trascendió la sala de cine, el papel y los dvd’s para forrarse entre el látex lubricado de las redes y su merchandising de carne.

Para nosotros -los espectadores de este lado del Cono sur- son imágenes apócrifas vistas desde un cénit tipo móvil de cuna. O en este caso sobre una cama súper king para adultos nostálgicos de una armada chilena triple X. Una anterior a la dictadura. Es tentador imaginar ese story line: Una ucronía ambientada en los primeros años de la UP en Santiago centro. La plaza de Armas, el portal Fernández Concha y los cines y galerías aledañas como tránsitos de putxs, proxenetas y aspirantes a estrellas debutando en el -muy clandestino- cine erótico de entonces. Rostros sin followers buscando ser alguien en medio de la polarización y más tarde, cruzándose con la resistencia y la represión post 11/9/73.

Soñar, desvestirse, ambicionar una marquesina, dejarse corromper. O formas de bajar una escalera sobre los temblores de una ciudad buscando su(s) género(s).

Por ahí va este este ciclo.