Porque está claro que ser vegetarianx no es necesariamente sinónimo de “comer sano”.

De todas las cosas en las que he creído (o que actualmente lo sigo haciendo), mi alimentación siempre estuvo al final de la lista. Incluso, aún estando en la universidad y teniendo contacto mínimo con la política de campus, marché un par de veces en el 2011 y eso. Aún no voto, menos he compartido un video de matanzas animales. Quizás, lo que más me ha tocado el alma ha sido el feminismo, pero eso también fueron años de resistencia personal.

Uno se pone nostálgico en los 18, sobre todo porque te acuerdas que una vez al año, en un fin de semana que suele ser largo, eres el miembro cacho de tu familia y tus amigos. El chiste de la lechuga asada se repite todos los años y te llenas de papas mayo con arroz. Han sido unos largos 10 años desde mi primer 18 en el vegetarianismo, e incluso en ese tiempo era mil veces más estricta que ahora.

Hoy, simplemente, mi vegetarianismo vale callampa.

Una joven niña de 16 años quiso ser vegetariana porque muchas de sus compañeras de colegio estaban en la misma. Entre las razones de las chicas estaban: 1) “amo a los animales” 2) “así soy más flaca, porque como más ensalada” 3) “salvemos al mundo de la huella de carbono”. Una razón, que yo hoy me puedo decir con libertad, es muy simple: nunca me gustó la carne. Ni de cerdo, ni de vacuno, ni de cordero. Menos la de pollo; mi mente traumada por el pollo con sabor a harina de pescado del norte aún me persigue.

Básicamente, fue una elección de sabores. Mi primera elección de semi adulta. Un triunfo para la moral y el ego adolescente. Sacadas todas las carnes de origen animal, menos el huevo y los lácteos, los primeros años fueron relativamente fácil. Mi mamá me castigó con no hacerme comidas por separado todos los días y tenía que verla con lo que el casino del colegio me ofrecía, que no era mucho. La ingesta de papas fritas subió por los cielos y las de panes con huevo y mayo o soya y mayo.

Subí cinco kilos en mi primer año de vegetarianismo, y llegué a cinco más en mi primer año de universidad. Entre los 16 y los 19 subí, exactamente, 12 kilos. Y eso no es ni siquiera lo más terrible para mi autoestima frágil.

Cuando dejé de vivir con mi mamá todo se descalibró: sin supervisión adulta, podía comer lo que quisiera y en las cantidades que a mi se me antojaran. El vegetarianismo poco consciente, ni siquiera con respecto a lo valórico que es la forma en como los animales mueren para ser tu comida sino que con el valor nutricional de mi plato, es un arma de doble filo. A eso, lamentablemente, agreguémosle una depresión no tratada y ansiedad por los cielos: las papas fritas y los fideos con salsa se convirtieron en mi dieta diaria.

Antes de hacer siquiera exámenes de sangre, pasé previamente por dos nutriólogos (sí, doctores nutricionistas). A uno no pesqué, el otro lo intenté, pero fue bien pésima su estrategia de dieta. Cuando le vine a hacer caso a uno me dijo que tenía insulino resistencia (que hoy no tengo), porque me asusté. Por primera vez entendí, un poco y de mala gana, que mi relación comida/vegetiarismo/enfermedad mental se me estaba yendo de las manos.

La primera vez que comí pescado, de nuevo, lloré y vomité.

Empecé a comer mejor, a mezclar la comida en base a su valor nutricional. También tenía anemia, por lo que bajé al rango odiado por vegetarianos y veganos extremos de “pecevegetariana”, por lo que necesitaba comer algo, con toda la paja que a uno le da comer bien cuando está en la u. La primera vez que comí pescado, de nuevo, lloré y vomité. No sé que vino primero, si el llanto o el asco. Lo peor de todo era que aferrarme al vegetarianismo era solo por el sueño truncado de ser delgada, cosa que logré por un par de años y que aún puedo ver en fotos, pero con un costo emocional altísimo. Cuan equivocada he estado todo este tiempo.

Incluso, bajo la misma premisa, intenté ser vegana, que duró un poco más de seis meses. Full ensalada, full legumbres, pero veía un pedazo de pizza y sudaba por el deseo de comer queso. Hasta en un arranque de manía fui y me comí unos panes con queso de puro stress.

Hubo un par de amagues, también, en los que intenté incorporar al mil por ciento el cruelty free lifestyle, pero me di cuenta que es un camino sumamente caro. Desde los productos cosméticos hasta el vestuario mi bolsillo semi independiente no podía ser capaz de costear tamaños gastos, porque hay mucho de lo vegano de calidad que cuesta mucha plata.

Y después de todo, hoy, en que mi vegetarianismo mal ejecutado me llevó a tener problemas de proteínas, B12, fósforo, vitamina D y un montón de otras mierdas que no le permiten a mi cuerpo funcionar bien, aún me importa un pepino (no pun intended) el medio ambiente. Nunca lo hice por los animales y no voy a dar la mala excusa de que lo hago por eso. Al final, quien se causó todo eso fui yo.

Una de mis mejores amigas es vegana y probablemente el ser humano más consciente con respecto a su decisión. Lo mejor: no le anda predicando a nadie por qué hay que serlo y por qué tendrías que convertirte. Su visión es filosófica y ética, digna de admirar. Jamás ha predicado en Facebook sobre la matanza de perros para el festival de Yulin, en China. Lo hemos hablado uno a uno, como toda conversación importante debería ser.

Me empelotan los predicadores del buen comer vegano de las redes sociales, que son capaces de perseguir al otro porque no están dentro del selecto grupo. Andan por ahí con los fanáticos religiosos, los pro vida y los racistas/xenófobos que plagan los comentarios de Emol, Biobío y Cooperativa. No tengo por qué, ni tienes tú, que decirme como vivir mi vida, menos meterte en mi plato.

Yo sé que hay varios como yo: amantes de las papas fritas o carbohidratos en general, que por paladar jamás le gustaron la mayoría de los alimentos de origen animal que tomaron un camino que parecía fácil. Muchos desistieron y volvieron a la dieta omnívora en las que fuimos criados por nuestros papás. Yo seguí aquí, intentando que me guste la ensalada y comer de buena forma.

Pero ser vegetariana no quita ser una irresponsable de la comida.

Una vegetariana de mierda.