Valentina Roth transmitiendo en vivo por Instagram episodios de violencia, Marlen Olivari chacoteando 24/7 vía Twitter y Luis Jara convertido en meme, son solo algunos efectos de la mudanza de la farándula desde la tele a Internet.

Situación: año 1999, el mundo se preparaba para recibir un nuevo milenio. La ONU se había comprometido a erradicar la pobreza, el VIH, combatir el cambio climático y defender la democracia en lugares donde todavía pesaban dictaduras.

Y si bien la mirada de los pesimistas vaticinaba la eventual llegada del  cataclismo global cuando junto al 2000 todo artefacto electrónico/digital se volviera loco, nuestro país se las ingenió para que lo más comentado dentro de la opinión pública durante ese año de confusión y escepticismo, fuera la pelea de Titi Ahubert con Daniella Campos en una discoteque por el amor de Iván Zamorano.

Varios periodistas se encontraban en el lugar para mala suerte de la reputación de las modelos, y el bochornoso encuentro es señalado como el origen de nuestra farándula que daría pie a incontables horas de transmisión televisiva cuya tradición es comentar peleas, infidelidades, bancarrotas y colapsos protagonizadas por nuestros famosos.

Desde ese punto hasta ahora nos embutieron farándula vía TV hasta el cansancio: en el matinal, en el programa de medio día dedicado exclusivamente a este tema, en la tarde, en los estelares de “conversación” y finalmente en los realities. Por supuesto los diarios no estuvieron impermeables a ese giraje y por ejemplo LUN y La Cuarta, pasaron de ser diarios de crónica roja a farándula.

Pero es que el formato parecía fácil y no implicaba mayor esfuerzo: no se necesitaban grandes escenarios ni un número significativo de camarógrafos; con la presencia de varias figuras lo suficientemente polémicas como para mantener el ritmo de conversación como si estuvieran en el living de su casa, bastaba.

Pero poco a poco, tras casi dos décadas, la fórmula se desgastó y vimos morir a programas que odiábamos y amábamos en secreto –SQP, Alfombra Roja, SAV, etcétera-, y el último eslabón, Intrusos, la semana pasada marcó cero puntos de rating.

Se ha celebrado el ocaso de la farándula en televisión pero lo cierto es que ha encontrado su nicho en Internet, donde nos podemos enterar de primera fuente qué están haciendo nuestras figuras favoritas y sentir una forma de interacción más cercana y no a través de un opinólogo.

Un caso explícito –y lamentable- fue el de Valentina Roth al realizar una denuncia sobre violencia doméstica trasmitiendo en vivo a través de su cuenta de Instagram. Otros casos más amables tienen que ven con  el resurgimiento de figuras como Marlen Olivari –tiene más de 200 mil seguidores en Twitter- y ni hablar de Luis Jara y sus memes.

https://twitter.com/marlenolivari/status/857363992943222784

El hecho de que Oriana Marzoli –figura de los realities conocida por tratar a la gente con epítetos clasistas y racistas- tenga un millón de seguidores tan solo en Instagram, más que cualquier actriz, político o figura pública, da cuenta de que nuestro amor odio por la farándula tiene para rato y solo cambia la plataforma en que la consumimos.

Sin embargo, Cristián Farías, editor de Glamorama y periodista especializado en espectáculos, difiere de estas opiniones y asegura que “la televisión de este tipo tiene el espacio adecuado. Lo que fue un exceso, ahora es una medida normal. La farándula no está en decadencia”.

Eso sí, concuerda con que el exceso de programas de este tipo has influido en la calidad de los mismos:

“Se le dio espacio a personas que no tenían ni la moral ni la ética para convertirse en líderes de opinión. Hubo libertad absoluta para mentir e inventar tongos y las redes sociales generaron una especie de denuncia colectiva frente a estas malas prácticas” agrega.  

Lo cierto es que antes teníamos el poder de apagar la televisión y simplemente ignorar lo que considerábamos nefasto. Pero ahora, las figuras que tanto nos gusta criticar están donde no podemos hacer caso omiso de su presencia: en nuestras redes sociales que revisamos cada segundo. Mea culpa: somos nosotros mismos quienes les hemos entregado el poder para hacerlo.