Gillermocracia es un blog en blogger de un autor hasta ahora relativamente anónimo, dedicado al debate de ideas políticas, historia y más, con un enfoque bastante pulcro respecto a la historia que aunque posee un pensamiento sumamente liberal, es capaz de sacar ronchas a personajes liberales y conservadores por partes iguales.
Hasta ahora se nos ha hecho imposible dar con él para entrevistarlo porque en verdad es brillante, pero si hemos dado con un puñado de textos repartidos por la web de todo tipo.
Sea como sea, su columna que separa Feminismo y Feminazis da para pensar mucho al respecto:
Las leyes newtonianas dicen que toda acción genera una reacción de igual intensidad, pero en sentido contrario. Esto que vale para las fuerzas mecánicas de un cuerpo, pareciera también valer para la sociedad. Si un grupo social es oprimido por su género, su inclinación sexual, su pobreza, su raza o por alguna otra circunstancia que permita discriminarlos, y dicho grupo social se libera de dicha discriminación, existen buenas posibilidades de que se transformen a su vez en un grupo opresor. Y eso es justamente lo que ocurre con el feminazismo.
Primero que nada, para evitar malos entendidos, precisaré qué entiendo por feminismo y qué entiendo por feminazismo. Feminismo es la idea, filosofía o movimiento social que lucha contra la discriminación femenina en pos de una igualdad o a lo menos equivalencia de derechos entre el hombre y la mujer. Feminazismo por su parte es el movimiento militante que partiendo de la base de la supuesta inferioridad del hombre, o bien de su culpabilidad respecto de la antigua tiranía machista, considera justificado aplastar y oprimir al hombre como único legítimo y factible remedio contra la opresión de la mujer. De esta manera, probablemente cualquier persona sensata es feminista; después de todo, un programa sociopolítico feminista no es otra cosa sino la proyección del ideario demócrata en general, sobre el tópico particular de las relaciones de género. El feminazismo por el contrario es antidemocrático, porque parte de una base contraria a la democracia: la noción de que el varón es inherentemente abusivo y maltratador, y por lo tanto, necesitado de represión y castigo.
Por supuesto que trazar la línea entre feminismo y feminazismo es fácil sobre el papel, pero en la realidad las cosas son más complicadas. En primer lugar, porque mucho de lo que se considera feminismo en realidad es feminazismo, por parte de personas que no saben discriminar adecuadamente entre ambos conceptos. Y en segundo término, porque las propias feminazis tratan de hacer pasar su discurso por uno feminista.
Hagamos un poco de recuento histórico. Las mujeres históricamente estuvieron sometidas y subordinadas al varón. El propio Código Civil chileno, hasta fecha no demasiado lejana, conservaba entre los deberes de la esposa la obediencia a su marido, y la obligación de seguirle a donde quiera que éste fuera (correlativamente, él debía acogerla en su hogar propio). No entraremos en la jungla de razones por las cuales esto es así en casi todas las sociedades que han pasado un cierto umbral de civilización. El caso es que este era el estatus tradicional contra el cual las feministas se rebelaron.
La batalla por el feminismo duró cerca de un siglo. Hubo una partida en falso durante la Revolución Francesa, por parte de revolucionarias que se preguntaron por qué dicha revolución y la subsiguiente liberación de los oprimidos era sólo por y para los hombres. Al respecto, la revolucionaria Olympe de Gougues escribió “la mujer tiene derecho a subir al cadalso, debe tener también igualmente el de subir a la Tribuna con tal que sus manifestaciones no alteren el orden público establecido por la Ley“, y si bien logró subir a la Tribuna, también fue al cadalso para no bajar otra vez, en 1.793. A finales del siglo XIX muchas mujeres repararon en que el sistema democrático seguiría tratándolas como ciudadanas de segunda clase hasta que ellas no pudieran elegir funcionarios públicos que velaran por la igualdad de género; crearon entonces el movimiento de las sufragistas, que remató con la instauración del sufragio femenino en casi todas las regiones del planeta. Luego vino el movimiento por derogar las leyes civiles que discriminaban a la mujer, lo que adquirió fuerza especial en la década de 1.960; esto alcanzó incluso ribetes pintorescos con la quema de sostenes como símbolo del machismo y de la cosificación de la mujer.
Pero lo dice el proverbio: no hay peor amo que quien antes fue esclavo. Dentro de la sicología de todo grupo oprimido que se rebela, entra la idea de castigar y hacer pagar al opresor por sus fechorías. Esta es la razón por la que muchas revoluciones degeneran en matanzas generalizadas de los antiguos opresores. Los privilegiados de 1.789 nunca pensaron que la burguesía iba a terminar llevándolos a la guillotina, y el Zar Nicolás II no lo hizo mucho mejor. Por desgracia ha sucedido con otros grupos humanos: los sionistas supervivientes de los campos de concentración acabaron convirtiendo a Gaza misma en un campo de concentración a escala nacional, surgieron grupos extremistas negros buscando eliminar a los blancos… y las mujeres extremistas que no buscan la igualdad, o a lo menos la equivalencia de derechos, sino la completa sumisión de varón.
Parte importante del problema radica en que el revolucionario no siempre se da cuenta de lo que está haciendo. Bajo el peso de la opresión, la mentalidad del revolucionario se ve quebrantada a veces de manera irremediable. El revolucionario desarrolla impotencia ante su situación, y esta impotencia la puede verter de muchas maneras distintas; las mejores de ellas implican la creación de nuevas formas artísticas como el spiritual de los esclavos negros o los cuentos hasídicos en los ghettos de la Modernidad, pero las peores implican el odio desaforado contra el opresor. Cuando esa energía se libera, y mucho de ésta se ha transformado en odio, el oprimido ha tenido tiempo de desarrollar un discurso en donde ellos son los buenos, y el enemigo es el villano. Es un discurso extremista y maniqueo, pero es una reacción sicológica consecuencial. En este mundo fraccionado por la mitad, cualquier defensa de su propio interés se transforma en “el bien“, y cualquier ataque o incluso crítica contra el mismo se transforma en “el mal“.
Por desgracia, este problema permea de lleno el debate sobre el feminismo. Después de las marchas por los derechos civiles en la década de 1.960 en Estados Unidos, y su correspondiente propagación a todo el resto del mundo occidental, hubo una enorme conciencia culpable acerca de los males del machismo. Hasta entonces, la violencia tanto sicológica como física contra la mujer era algo que oscilaba entre lo tolerable y lo aceptable; basta ver muchas películas de la edad dorada de Hollywood, incluso hasta la década de 1.980 en algunos casos, para descubrir como la cultura popular consideraba justificada esta violencia. Incluso una película tan reciente como Octopussy, la entrega de James Bond de 1.983, presenta una escena en la que 007 fuerza a la chica del título a besarlo: la respuesta de ella es la propia de un filme machista, en que ella se ha negado aunque en realidad quiere, y cuando él la obliga, ella termina por ceder. Hay un subtexto desafortunado aquí: toda chica que se rehusa a los avances de un hombre, en realidad está deseosa de éstos, y sólo está esperando ser forzada para que se liberen sus instintos. Esto es incluso parodiado en tono bastante negro en la película Tootsie de 1.982, cuando Dustin Hoffman en vestimentas de mujer está a punto de ser violado por otro hombre que la cree una hembra y por lo tanto un blanco justificado… y después el mejor amigo de Dustin Hoffman se ríe del infortunio de éste y se lo toma a broma. Afortunadamente, James Bond desarrolló algo de conciencia culpable, y se lleva unos cuantos toma eso en Goldeneye, en 1.995.
Pero sucede que las mujeres son tan seres humanos como los varones. Parece obvio, pero eso es algo que se olvida en el debate, o al menos, que es convenientemente puesto bajo la alfombra por las feminazis. Si los varones pueden ser egoístas, caprichosos, crueles y vengativos, las mujeres también. Un argumento que se ha escuchado en el pasado, y aún hoy con cierta recurrencia, es que si las mujeres gobernaran, el mundo sería un lugar mejor, incluso sin guerras. La evidencia histórica apunta a lo contrario: Margaret Tatcher no fue una debilucha en la Guerra de las Malvinas, Golda Meir lideró sin problemas la Guerra de Yom Kippur, Isabel de Inglaterra contendió con la Armada Invencible, Olimpia de Epiro la madre de Alejandro Magno siguió intrigando después de la muerte de su hijo hasta que acabó ejecutada por el general Casandro, Fredegunda y Brunequilda incendiaron varios reinos francos con su interminable juego de tronos, Cleopatra la reina de Egipto… Los ejemplos sobran y abundan. Hombres y mujeres tienen igual capacidad para sembrar el caos, el pánico, la muerte y la destrucción.
Sólo que la conciencia culpable por los excesos del machismo hace que no siempre sea político referirse a la parte negativa de las mujeres. Mientras que no hay problema en criticar a un hombre por ser egoísta y malvado, pareciéramos estar en una época en donde hacer lo mismo por una mujer es machismo. En cualquier debate acerca del tópico, no falta la mujer, e incluso el hombre, que deja como comentario una frase del siguiente estilo: “Parece que se olvidó de que una mujer lo dio a luz“. O sea, porque cada hombre tiene una madre, ese hombre debería abstenerse de criticar los excesos de las mujeres. Ese argumento olvida por supuesto que ciertas madres, como la mencionada Olimpia de Epiro la madre de Alejandro Magno, ordenó el asesinato de Filipo de Macedonia el padre de Alejandro Magno, entre otras madres. Estos son casos tan excepcionales, o tan poco excepcionales, como los hombres maltratadores.
Una mujer puede ser tan maltratadora como un hombre. Es cierto que el hombre promedio tiene una complexión y una fuerza físicas que son superiores, pero una mujer tiene los recursos del ataque psicológico. Una mujer puede aprovecharse de que la condición de histérica y hormonal es parte de la concepción de lo femenino en nuestra cultura, para justamente desatar ataques de histeria sobre un hombre, y aún así obtener simpatías para su causa. Antiguamente eso podía no ser posible porque el hombre tenía legítimo derecho a pegarle en represalia, y el asunto se acababa. Un cuento de El conde Lucanor, la antología de relatos del siglo XV, refiere la historia de un hombre que se casa con una mujer brava, y en la noche de bodas le da órdenes a sucesivos animales domésticos que por supuesto no le hacen caso, ante lo cual el hombre los va matando uno a uno, para luego darle la misma orden a su esposa, que al ver el ejemplo de los pobres bichos, corre presurosa a acatar a su marido; este cuento hoy en día sería tildado de machista. No quiere decir que esté bien, por supuesto, pero así eran las cosas. En cambio, en la actualidad, una mujer que quiera maltratar a su marido, incluso físicamente, puede hacerlo con mucha más impunidad que un hombre maltratador bajo las mismas circunstancias.
Hoy en día, la principal reacción frente a un hombre maltratador oscila entre mover la cabeza con disgusto por un lado, hasta incluso llevarlo a tribunales; hay situaciones y lugares en donde todavía se aplaude al maltratador, pero son cada vez menos, y sobre todo menos defendibles. Lo que está bien, por supuesto. Pero cuando se trata de una mujer maltratadora, mucho de la reacción habitual tiende a ser el afirmar que algo habrá hecho él para merecerlo. Esto es un doble estándar. Censurar al hombre maltratador, y además censurar a la mujer maltratadora, eso es feminismo, si lo consideramos como opuesto a justificar al hombre maltratador. Pero censurar al hombre maltratador y justificar a la mujer maltratadora, eso es feminazismo.
Por desgracia, nuestra cultura está quizás demasiado impregnada de un ideario feminazi. La conciencia culpable de los últimos treinta a cincuenta años ha llevado a que muchos hombres bajen la guardia frente a la arremetida de las mujeres. Como la liberación femenina venció, muchos hombres se subieron al carro de los vencedores sin pensar que en el intertanto, esas virtuosas mujeres iban a hacer lo que hace todo ser humano, que es tratar de tomar ventaja de la situación.
Las muestras las empezamos a tener en la cultura popular. Hace no mucho tiempo atrás, la serie de televisión Sex and the City fue una glorificación abierta de la comprensión hacia el egoísmo y la superficialidad de las mujeres (y todas las mujeres del programa eran ambas cosas), versus el abucheo generalizado contra los hombres cerdos y machistas que tenían el atrevimiento de querer lo mismo que las protagonistas femeninas: llegar hasta una relación que girara exclusivamente en torno a ellos, sus deseos y sus humores. Descendiendo a Chile, en el año 2.004 se estrenó la película Mujeres infieles. El discurso de la misma giraba en torno a comprender la emocionalidad de la mujer que es infiel. Si un hombre es infiel se le estigmatiza y condena, pero si una mujer es infiel, corresponde comprenderla porque no lo haría si no fuera por un motivo poderoso e irresistible. De hecho, diez años después todavía no ha salido una película que se llame Hombres infieles, e intente comprender en la misma medida la infidelidad de éstos. La película también chilena El chacotero sentimental de 1998 presenta la infidelidad femenina como un asunto de comedia ligera. En una teleserie nocturna reciente que me quedé haciendo zapping se presentaba a dos infieles en dos relaciones también distintas: la infidelidad del hombre se presentaba en tono de comedia, con él arrastrándose para que ella lo perdonara, y con música alegre para reirse del infortunio del pobre desgraciado, mientras que la de ella se presentaba con música plañidera, caras tristes, y un tono generalizado de drama, para que el espectador empatice con el drama emocional que empujó de manera inevitable e irresistible a la mujer a la infidelidad. El mensaje es claro: la mujer tiene licencia para ser infiel porque jamás lo haría si es que no estuviera justificada, mientras que el hombre jamás tiene justificación para ser infiel. En definitiva, los hombres son presentados como monigotes cuyo nivel ético es medido de acuerdo a cuán sumisos son a la voluntad de la mujer sumida, egoísta y absorbida en su propio mundo interior: si ella desea ser amada y él la ama y comprende, es bueno, y si no es el caso, es un bruto cavernícola.
También se está abriendo paso hacia nuestras leyes. Hace no mucho tiempo atrás hubo intensas voces para que se castigara el asesinato de mujeres como un delito aparte. Al final, hablando de legislación chilena, la sangre no llegó al río, porque la famosa Ley de Femicidio (Ley 20.480) es bastante menos revolucionaria de lo que parece. Entre las varias modificaciones que introduce, que no son tantas tampoco, el artículo 390 del Código Penal, que define parricidio, amplía dicho tipo penal a las situaciones en que víctima y victimario es o han sido cónyuges o convivientes (antiguamente sólo a quienes era el actual cónyuge o conviviente, ampliando por lo tanto la protección del tipo penal del parricidio, más severa que el homicidio, a los cónyuges o convivientes que ya no son). La norma no discrimina entre hombres y mujeres porque aunque dice que se llamará femicidio cuando la víctima sea mujer, es un saludo a la bandera: sigue teniendo la misma penalidad que el parricidio, pero con otro nombre. Aún así, es un saludo a la bandera inquietante, porque abre la puerta para justificar un trato especial para un segmento de la sociedad. Crear un tipo especial para el femicidio, eso sí que hubiera sido anticonstitucional, por ser discriminatorio para los hombres. Y si es por argumentar que la mujer es más débil que el hombre y por ello merece protección penal especial, entonces las herramientas legales para ello en Chile existían ya desde el siglo XIX: el Código Penal contempla la agravante que consiste en “abusar el delincuente de la superioridad de su sexo o de sus fuerzas, en términos que el ofendido no pudiera defenderse con probabilidades de repeler la ofensa” (artículo 12 número 6 del Código Penal).
Lo anterior no quiere decir que no se deba hacer nada frente a la violencia de género. Por desgracia, y a pesar de que ha habido bastante apertura en los últimos años, hay todavía importantes bolsones de pobreza cívica en donde todavía se considera a la mujer como pertenencia del hombre, y por lo tanto éste puede hacer lo que quiera con ella como con cualquier otra cosa suya, incluso destruirla como la cosa propia que supuestamente es. Pero eso no se soluciona con leyes que establezcan nuevas discriminaciones, porque un mal no se combate con otro mal. Este mal se combate con campañas educativas a través de los colegios y en los medios de comunicación social, que enfaticen el debido respeto que debe tener el hombre por la mujer… pero también el debido respeto que la mujer debe tener por el hombre. Y esto, dicho tanto en relaciones sentimentales como de amistad, laborales, etcétera. El respeto debe ser siempre mutuo, no porque uno sea hombre y el otro mujer, sino simplemente porque ambos son personas. Por algo, la legislación chilena sobre los deberes de los cónyuges en el matrimonio establece que el deber de respeto existe para ambos por igual, no para uno solo de ellos.
Por desgracia, las campañas en ese sentido son tendenciosas. Todos en Chile conocen la campaña de afiches en la que cierta persona dice que maricón es el que le pega a una mujer. La campaña tiene su ingenio, si se considera que en sectores de Chile todavía es de hombre pegarle a la mujer cuando ella no es obediente o sumisa; por otra parte, incorpora una fuerte desvalorización de los homosexuales, ya que perpetua el uso de una palabra asociada a ellos, maricón, ligándolo a una actitud socialmente repulsiva, como lo es pegarle a una mujer.
Pero el verdadero punto es que la campaña tiende a hacer considerar que la violencia de género es exclusivamente de los hombres contra las mujeres. Y en la realidad, esto no es así. Como decíamos, una mujer puede ser tan violenta contra un hombre, como un hombre puede serlo contra una mujer. Quizás la tasa de asesinatos de hombres a manos de mujeres no sea tan alta como a la inversa, pero hay muchas otras formas de violencia intermedia, de la cual los medios públicos no se hacen eco. Está la violencia o maltrato sicológico, por ejemplo. Como por ejemplo el insulto que tiende a denigrar. O la condescendencia en público que busca transformar al hombre en una especie de niño crecido cuya mujer no es tal sino una madre sustituta. O las ex esposas que se vengan de sus antiguos hombres negándoles el ver a sus hijos, y con esto metiendo a los hijos en una batalla que los chicos no tienen por qué estar librando. O los matrimonios en donde la madre se niega a castigar al hijo, y en vez de eso lo amenaza con acusarlo al papá para que éste castigue y asuma el rol de villano, desvalorizando de esta manera la figura paterna al presentarlo como el gendarme de la familia.
Una sociedad jamás alcanzará la paz y la tranquilidad en tanto elementos de la misma sigan aglutinándose en categorías de héroes y villanos, como si la vida fuera un cómic de superhéroes. Bajo la sociedad machista, el héroe era el hombre, más su esposa obediente y sumisa; la mujer liberada e independiente por el contrario era la villana. En la sociedad posterior a la liberación femenina, la heroína es la mujer liberada e independiente, y el hombre ha pasado a ser, si no el villano, por lo menos sí el que ha de ser mirado bajo sospecha; incluso hombres que son demasiado jóvenes para haber vivido los tiempos anteriores a la liberación están bajo sospecha aunque sean sus padres o sus abuelos, y no ellos mismos, los que se comportaron o vivieron en una sociedad machista. Y esta no es la manera de arreglar las cosas. La manera de arreglar las cosas es asumir que tanto hombres como mujeres tienen capacidad para el maltrato, que tanto hombres como mujeres pueden en determinado minuto ser víctimas de sus parejas, y que a pesar de nuestros mejores esfuerzos siempre existirán relaciones abusivas por uno u otro motivo, y preparar a la sociedad para dar un salto cultural en donde no haya héroes ni villanos, sino sólo personas.
Frente a esto, las feminazis seguirán vociferando de manera airada sus argumentos de siempre. Dirán que la violencia es siempre del hombre contra la mujer, lo que no es cierto. Dirán que la sociedad sigue siendo machista, lo que sólo es cierto a medias; recién en 2.013, en Chile la candidata mujer doña Michelle Bachelet ganó la Presidencia en segunda vuelta a la candidata rival doña Evelyn Matthei, y recibió la banda presidencial de la Presidenta del Senado doña Isabel Allende. Dirán que la defensa de los derechos de las mujeres es un tema de justicia social, lo que por desgracia todavía es cierto ya que hace falta por avanzar en la materia. Dirán que los hombres no necesitan ser defendidos porque o la sociedad es machista o ellos se pueden defender solos, lo que es falso de cajón. Y dirán que las mujeres maltratadoras en realidad sólo se están defendiendo, o hay que comprenderlas en su interioridad, lo que es subirse por el chorro y abusar lisa y llanamente de la buena voluntad ganada a través de su lucha por la liberación femenina. En resumen, las feminazis dirán lo que sea para seguir dividiendo el mapa entre heroínas y villanos; eso no tiene que ver con la verdad, sino con su propia conveniencia de reforzarse a sí mismas entronizándose en el lugar de los ángeles y satanizando a todos sus enemigos. Apoyadas por los varones que sienten la conciencia culpable, que no quieren apartarse de lo políticamente correcto, o que simplemente les guste vivir bajo la sumisión femenina, que también los hay y es su derecho si eso les satisface. Pero sigue estando mal porque incurre en el pecado más infantil de todos: en el de que considerar que se puede trazar sobre las personas una línea divisoria entre el bien y el mal, por una condición ganada por el hecho involuntario de la concepción, como lo es el género. Y además, está mal por hacer lo mismo que le critican a los machistas: discriminar en razón del género.