Hormigas culonas afrodisíacas, una sencilla librería que hace volar por los aires a las tipo boutique de acá, Camila Gutiérrez y Gabriel Ebensperger leyendo en salas repletas, y una ciudad mucho más europea que mágico realista fue lo que encontró nuestro corresponsal en Bogotá, en la Filbo 2017.

La Feria más grande de Latinoamérica (junto a la de Guadalajara y Buenos Aires) acaba de terminar y entre medio de entrevistas a escritores, editores y las visitas al pabellón chileno, tomé algunos apuntes.

Por J.C. Ramírez Figueroa


Pablo Escobar (y la cocaína) ahora es una pieza de Museo

Estoy frente a una montañita de cocaína y heroína. También hay “LCD” (si, sale con c y no con s), anfetaminas y pastillitas de colores. Las miro y quiero decir algo sobre lo mal escrito del ácido lisérgico. Pero no puedo dejar de pensar en la Harley Davidson con incrustaciones de oro de Pablo Escobar. O su máquina para contar billetes, sus muebles con compartimientos secretos, sus armas, su parka o un pedazo de techo manchado con su sangre. Toda esto puede verse en el Museo de la Policía. Un imponente edificio que alberga los hitos y trofeos de guerra de la institución. Las visitas son guiadas por un amable oficial que insiste en que le hagan preguntas, como para dejar claro que esta historia la cuenta la policía. “Pablo hizo cosas buenas, pero también cosas malas”, dijo en algún momento.”Es que rompió un código que fue el de matar a inocentes, sin importarle nada”. Si hay que elegir un museo para entender a Bogotá, no es el Museo del Oro (hecho con las últimas joyas precolombinas rescatadas, ya que antes si un vecino las descubría las llevaba al banco y las vendía para fundirla) ni el de Botero, sino que el Museo Histórico de la Policía Nacional, que está en una etapa de desmilitarización. Por mientras, claro, hay militares en los barrios elegantes y cada negocio tiene su guardia privada, incluso El Corral, la hamburguesería de la Zona Rosa que abre las 24 horas y donde tuve que refugiarme en medio de la lluvia con cuatro turistas israelíes fascinados de la gastronomía local.


Más Europa que realismo mágico

Bogotá es como un Valdivia o Concepción perdido en el trópico: es muy verde, la humedad embriaga y llueve obscenamente pero luego sale el sol calcinante y después las nubes negras lo cubren todo. Y así. Aparte, el día empieza temprano: a las 4 ya hay gente en la calle, pero el “carrete” termina -al menos en el espacio público- a las 23. Nada de sabrosura, cumbia ni realismo mágico. Al contrario, en sus zonas turísticas o el centro histórico lo que más hay son cafés (desde las cadenas Oma y Juan Valdéz hasta locales de barrio) a restaurantes, malls y librerías. Muchas de alta gama y que dejan en ridículo a las de Providencia o Isidora Goyenechea. “En los años difíciles, la elite de acá se fue a Europa y cuando volvió trató de imitar los saberes de allá”, me dice el “experto digital” Pablo Arrieta, una especie de Elliot de Mr. Robot pero sin depresión. Estamos sentados en el WOK cuya carta es una revista mensual sobre comida oriental. Eran tan bonitas, dicen, que la gente se las robaba y el dueño decidió convertirlas en publicaciones. Aunque también hay centros comerciales que exhiben orgullosos sus H&M, Dolce y Gabbana o Adidas Store, lo mejor es notar la diferencia de caminar por barrios populosos o exclusivos fuera de contexto y sin esa división de clases santiaguinas que seguro que en Colombia también existe, pero que no afecta.


La mejor librería del mundo

Olor a weed en la calle y una pequeña puerta marcan la entrada a Merlín, quizá la librería más fantástica de América Latina. Uno que ya está acostumbrado a las novedades de Penguin Random House o Planeta que repletan nuestras librerías, sienta algo parecido a la calentura al descubrir que la librería en verdad es una casa de cuatro pisos y decenas de piezas -con olor a recién encerado- dedicadas a literatura colombiana, revistas, teología, cine, rock, marxismo o cualquier subgénero que quieras. Hay sillones donde tirarse, siempre hay música y puedes encontrar libros como “Para leer al Pato Donald” en dos ediciones distintas o un especial de la revista Arcadia sobre Truffaut. Nadie te vigila, nadie te apura, que es lo mejor. Puede complementarse la visita con Tornamesa, que vende comic, libros de rock o poleras de Oscar Wilde o Joy Division junto a la cadena Lerner que, por catálogo, supera a casi todas sus homólogas nacionales.


Los chilenos importan, pero no como uno se imagina

https://www.instagram.com/p/BTcIbvcjRUs/?taken-by=joven_y_alocada&hl=es

En Colombia no se sabe mucho de Chile. La migración a Antofagasta es desconocida, Condorito es de Televisa y Los Prisioneros fueron la única banda realmente grande allá. De futbol y de vino si se sabe, pero no hay ni restaurantes chilenos, ni libros de Alejandro Zambra o Rafael Gumucio agotándose. Lo extraño es que en la Filbo las presentaciones de Camila Gutiérrez, Lola Larra, Paloma Valdivia, Sara Bertrand, Gabriel Ebensperger o el tributo a Violeta Parra hecho por la experimental Orquesta de Poetas fueron a tablero vuelto. No sé bien como definir esto, pero es como que hay un mundo off Copesa/Mercurio que si genera interés, sobre todo en la gente universitaria. Más ilustradores, juegos y experimentación y menos egos, guerrillas literarias y generación X digamos. Un fenómeno que habrá que ponerle ojo, ya que de este depende la auténtica internacionalización de la cultura pop chilena. De hecho ProChile, el CNCA y Dirac hacen un esfuerzo por potenciar a las editoriales independientes de todo el país -no sólo las de Santiago- para que aprendan a hacer negocios a nivel internacional. “El chileno quiere todo rápido. Ojalá por e-mail. Pero en Colombia, cuyo mercado es gigante, quieren conocerte, saber quien eres, qué buscas, salir a comer, confiar en ti. A la tercera, cuarta o quinta reunión, recién ahí nacen los negocios. Eso es lo que hay que aprender”, me dice un personero de Gobierno mientras sirven empanadas y vino a los visitantes fascinados con el stand dedicado a Violeta Parra (la otra estrella homenajeada es Bob Dylan). De hecho la revista Diners publicó un reportaje titulado “Francia es el país invitado pero Chile se está llevando todas las miradas”.


Hormigas culonas: un manjar

Cada año, entre Semana Santa y junio en la ciudad de Santander -al noroeste de Colombia- las hormigas reina hacen un vuelo nupcial para generar nuevas colonias. Aladas y del porte de una abeja estos bichos son cazados por los lugareños que soportan estoicos las picaduras de los soldados. Lo han hecho durante 500 años, ante el espanto de los españoles. Luego le sacan las alas, los fríen y directo al plato.

Si bien el plato de hormigas culonas luce como estas imágenes de los cadáveres de la batalla de Placilla, hay que pensar en sus propiedades afrodisíacas, lo conveniente para el cerebro de registrar nuevas experiencias y que -por lógica- si hay gente capaz de ser picada por esto, no puede tener mal sabor.

Y claro, tras morder y comprobar su textura arenosa y crujente, su sabor es de una profundidad nunca vista. Como en esa escena de Ratatouille, uno es capaz de viajar hasta tiempos precolombinos gracias a su sabor inédito. Algo así como un mashup de camarones, interiores de carne y papas fritas. Lo venden en Bogotá frente al Museo del Oro y en Desayunadero de la 42, local clásico para la “caña”. Dicen que hay que sacarle la cabeza y las extremidades, pero hay otra línea de pensamiento que dice que hay que echárselas a la boca enteras, sin pensar en nada. Si el futuro es comer insectos, me apunto.

*FOTO PORTADA: Daniel Mordzinski / FILBo