Es ciencia, peluda y ronrroneante ciencia.


Alrededor del mismo tiempo en el que comencé a manejar Internet con libertad, es decir tener una conexión decente que no esté supeditada al teléfono, es que un profesional me diagnosticó depresión. También, coincide con una época desastrosa para el ser humano y una mala situación familiar.

Diez años después, ya en mi edad adulta, me volví a sentar frente a un profesional, pero por razones muy distintas. Esta vez no fue una obligación impuesta por alguien, sino que fue una decisión propia. Una que cuesta, que está estigmatizada por la percepción social de la salud mental en Chile y las cargas familiares. Pero ya estaba, era el momento.

Dentro del proceso, y en lo absoluto parte de la terapia, es que encontré por primera vez con una columna de una sección de The New York Times llamada “Modern Love”.

Recopiladas desde el 2004, en el sitio del diario están compilados cientos de cientos de historias de amor de muchísima gente; amor en el amplio sentido de la palabra, ya que entre las temáticas se incluyen la pérdida de un ser querido, el amor propio, la amistad, la fraternidad, etc.

Hay algunas que se han vuelto icónicas, como la de una mujer con una enfermedad terminal que describe por qué alguien debería casarse con su marido en “You May Want To Marry My Husband” o la columna más famosa de la sección “To Fall in Love With Anyone, Do This”, sobre una mujer que conduce un experimento con un compañero de laboratorio de 36 preguntas que podrían hacer enamorarte de cualquier persona.

Por ahí también se esconde otra joyita, por lo menos para mi, que se transformó más o menos en una epifanía. En “How A Kitten Eased My Partern’s Depression”, de agosto de 2015, una pareja que vive en una zona campestre. Él tiene depresión y ella está preocupada por su situación inestable. Algunos días son buenos y otros son malos; esa es una realidad para las más de 300 millones de personas en el mundo que viven con depresión, según señala la Organización Mundial de la Salud.

Una de las soluciones que le propuso Hannah Louise Poston, autora de la columna, a su pareja, fue la de adoptar un gato. A él no le pareció una idea del todo adecuada, pero la mujer llevó al gato igual a la casa que ambos comparten.

“Cuando Joe llegó a casa esa tarde, el gatito -una pequeña bola rayada- salió de debajo de la cama. Respiré fuerte, lista para defender mi decisión. Pero ahí vi sus astutos ojos verde de gato sosteniendo la mirada de sus hermosos y tristes ojos, y parecía que salían fuegos artificiales y habían unicornios saltando alrededor, con la aurora boreal descendiendo entre ellos. Cuando el gatito trató de posar, tirarse en su lomo y caminar de lado al mismo tiempo, se tropezó entre sus patas e imaginé a Joe con un par de corazones rosados en vez de pupilas”.

La conexión entre su novio y la gata fue inmediata, tanto que Joe comenzó a tomar decisiones en pro de su salud: dejó de fumar y comenzó a tomar la medicación que su siquiatra le prescribió. Cambió hábitos de su vida diaria que fueron fundamentales para pasar de tener más días malos a tener, en su gran mayoría, días buenos. Al final, ni un gato ni un fármaco pueden curar la depresión, solo se aprende a vivir con ella.

No me da pena ni vergüenza aceptar que mi decisión estuvo casi en un 99% influenciada al leer esta columna. Fue un impulso medio mágico para hacer algo que me estaba rondando la cabeza cuando lo hablaba con gente importante y solo tenía que pasar cuando llegara el momento indicado.

A Princesa la adopté porque vi que en Instagram la estaban dando en adopción. Me contacté con la chica dueña de la gata y, tres semanas después, con harto de accidente entre medio, teníamos a Princesa en la casa, una bola tímida de pelos naranja con blanco.

Los primeros días fueron de acomodarse a ella y la gata a nosotros, y al cabo de unos días el ronrroneo empezó a salir de su pecho. Elizabeth von Muggenthaler, una especialista en el campo de la bioacústica en el Fauna Communications Research Institute in North Carolina (FCRI), descubrió que la frecuencia del ronrroneo de los gatos es igual a los hertz que se emiten las ondas gama, las que son las ondas de la meditación. Esto ayuda a controlar la respiración, lo que ayuda a la ansiedad y mejorar la presión arterial.

Científicos del Centro Nacional de Información Biotecnológica publicaron en la revista Frontiers in Psychology que pasar tiempo con un animal puede incrementar la secreción de la oxitocina. La oxitocina, esa hormona que dicen que se genera cuando estás abrazado con tu pareja sexual después de tener sexo o en un estado amoroso constante, incrementa la sensación de bienestar en las personas con mascotas.

Además, jugar con tu gato o perro puede incrementar los niveles de serotonina y dopamina, esas misma que a aquellos con depresión o desordenes del ánimo producen en menor cantidad. O así lo demostró el 87%, de un total de 600 personas, de dueños de gatos encuestados por Cats Protection que creen que su mascota tiene un impacto positivo en sus vidas.

Una de las cosas que más ayudan de tener un animal en tu casa, sobre todo a la gente con depresión, es tener una rutina. Uno de los síntomas más conocidos de los desordenes del ánimo es la falta de voluntad para hacer las cosas; falta de ganas para levantarse, comer o llevar una vida sana, para ver gente y relacionarse con otros.

El tener que hacerte cargo de alguien más, en este caso un gato, te da un sentido de responsabilidad grande. No puedes dejar al gato sin comer, sin limpiarle la caja, sin peinarlo, sin jugar con él. Incluso en esos días que no quieres hacerlo, te levantas a echarle comida a su plato y le dices cosas tiernas.

Y esa es la parte importante de todo esto: tomaste una decisión importante, que para algunos puede ser muy pequeña, pero que para ti te cambió la vida.