La relación de la Generación Z con el alcohol no se parece en nada a la de sus padres ni a la de sus hermanos mayores. Mientras los millennials crecieron entre festivales de música patrocinados por cerveza y noches de shots de tequila o pisco, la Gen Z ha llegado a la adultez con un espíritu mucho más consciente del bienestar, la salud mental y la moderación. Hoy, pedir un vino para acompañar un almuerzo, o explorar entre los vinos en oferta que aparecen en apps y supermercados, ya no es un gesto de adultez solemne, sino una elección compatible con el lifestyle de quienes prefieren experiencias a excesos.

En este nuevo escenario, las preparaciones a base de vino también empiezan a ganar terreno. La sangría, el tinto de verano, el vermut o incluso el spritz se convierten en alternativas que se mueven entre lo refrescante y lo social, en sintonía con la búsqueda de una vida más balanceada. No son solo bebidas: son parte de un lenguaje cultural que habla de compartir, de apropiarse de los rituales, y de reconfigurar lo que antes parecía un panorama exclusivo para mayores.

El giro generacional se nota en cómo cambió la escena del carrete. Antes, las botellas de fernet y whisky eran las protagonistas inevitables en la mesa, sinónimo de intensidad y noches largas. Hoy, la copa de vino aparece en contextos más diversos: desde un picnic en el parque, hasta una juntada en la terraza, un brunch dominguero o una exhibición de arte. El vino dejó de ser un símbolo solemne y pasó a ser un acompañante flexible, capaz de adaptarse a distintos ritmos y sensibilidades.

Este fenómeno también conversa con la cultura pop y digital. Basta abrir TikTok o Instagram para ver recetas rápidas de sangría, playlists curadas para “vino y velas” o moodboards donde la botella de vino natural aparece junto a libros, tote bags y zapatillas blancas. En esta estética, la copa no es un accesorio de lujo, sino un statement cotidiano: algo que conecta con la idea de disfrutar sin culpa y de encontrar placer en los detalles simples.

Otro punto interesante es cómo el diseño y la comunicación del vino se han aggiornado para hablarle a esta generación. Las etiquetas experimentales de viñas boutique, los envases en lata o las propuestas colaborativas con artistas y diseñadores muestran que el vino también entendió que debía reinventarse. Ya no es solo un producto heredado de la mesa familiar: ahora es parte del lifestyle urbano, diverso y consciente que la Gen Z está construyendo.

Al final, lo que cambia no es la relación con el alcohol en sí, sino el marco cultural en el que se inserta. La Generación Z no está buscando eliminarlo por completo, sino resignificarlo bajo sus propios códigos. Menos shots y resacas, más rituales compartidos y momentos slow. El vino, con su versatilidad y sus distintas formas de consumo, logra ocupar ese espacio con naturalidad.

Así, entre playlists que mezclan trap con soul, picnics al aire libre y terrazas con luz dorada, la copa medio llena se convierte en símbolo de un pleasure no tan guilty. Y es que, a diferencia de otras generaciones, la Gen Z entendió que disfrutar también puede ser parte del bienestar.