Hay un problema fuerte de gobernabilidad en Chile y el ejecutivo parece estar sumido en la confusión. Todo parece indicar que si se eliminó el binominal también debiesemos migrar a un regimen semipresidencial.

Piñera
Foto: Sebastián Rodriguez / Presidencia

 

Primero: El hiperpresidencialismo es la condición a través de la cual un Presidente de la República tiene los atributos para organizar la vida cívica en el país. En nuestro caso, el poder Legislativo principalmente vota leyes presentadas por la máxima autoridad. Los ministros de Estado pueden intervenir en los debates legislativos, de forma preferente. Las mociones (es decir, los proyectos que salen de los propios congresistas) deben sortear dos elementos condicionantes: que el presidente les fije urgencia y que el presidente no le dé un veto a la iniciativa. Esto limita la posibilidad que el poder Legislativo tenga mayor potestad en la legislación. De ahí, que muchas veces los congresistas reclamen que son tratados como el «buzón» del poder Ejecutivo.

Esto debió haber sido el tema de la semana pasada. Debió haber sido una polémica importante. Pero no alcanzó. Preferimos los hechos urgentes antes que los importantes, no obstante sean estos últimos contra los cuales terminemos estrellándonos una y otra vez, cada vez que se nos presente una anomalía.

El fin de semana antepasado, dos autoridades oficialistas encendieron las balizas con sus dichos. Pero sigue no siendo el problema. El ministro del Interior se anticipó a que el problema estaba emergiendo y salió a poner paños fríos a la polémica en ciernes, una polémica que no alcanzó a ser suficientemente escandalosa.

¿Y cuál es la polémica?

La resumiré por el final: nos quedó chico el Estado hiperpresidencialista. Nos quedó chico porque nuestro ordenamiento siempre partió de un supuesto: quienquiera que ganase la elección presidencial siempre tendería a tener un Congreso levemente favorable o bien empatado. Esa era una de las garantías del sistema electoral binominal.

Pero se acabó el binominal. A contar de la pasada elección, nuestro Congreso se alimenta de otra distribución de escaños, basada en un sistema electoral proporcional, con menos divisiones electorales y más escaños entre las mismas divisiones. Se acabó la tendencia al empate y el elector tiene un mayor estímulo para votar opciones desafiantes en el Senado y en la cámara baja.

Esto desencadena un problema. ¿Qué pasa cuando el resultado del Congreso queda desacoplado del resultado de la segunda vuelta presidencial?

Entre ambas vueltas, podemos tener un Congreso ideológicamente opuesto a quien gane la segunda vuelta. Y eso no puede ser considerado como “cosas de la democracia”. No es algo para banalizar.

El presidente de la República es quien forma por sí mismo el gobierno, nomina a sus ministros, determina un programa y tiene la función de proponer la iniciativa legislativa o de vetar los productos normativos que salgan del Congreso. Dada esta situación, ¿qué leyes va a poder presentar un gobierno que está en minoría parlamentaria?; al revés, ¿qué iniciativa legislativa puede tener una mayoría parlamentaria que no está en el gobierno?

Cuando las figuras de oposición hablan de “sequía legislativa”, en realidad, hablan de esta anomalía. El actual estado de las cosas nos mantendrá en una parálisis institucional de acá hasta el final del periodo presidencial (que, por cierto, coincide con la legislatura).

¿De qué le sirve a un candidato a la presidencia querer ganar la elección en segunda vuelta si ya sabe de antemano que gobernará en franca minoría? Aspirar a ganar la elección es como aspirar a ganarse un automóvil de lujo, pero sin tener plata para la bencina, para pagar el seguro o para pagar el permiso de circulación. Tienes un automóvil de lujo, pero solo te sirve para ir a descorrer la reja de la casa, soltar el freno de mano del auto, empujar hacia adelante el auto con las manos, hacer que el móvil asome la punta por fuera de la casa, mostrarlo al vecindario un rato, demostrarles a los vecinos que tienes un auto lujoso y, una vez enterados todos, empujas de vuelta el vehículo y corres la reja.

Falta el combustible de la gobernabilidad. Falta la colaboración legislativa en el desenvolvimiento del gobierno. ¿Qué va a hacer un gobierno sin poder de iniciativa legal? Sería irresponsable gobernar a decretazos (eh, eso ocurría cuando Augusto Pinochet no tenía Congreso). También sería irresponsable mandar al Congreso de vacaciones por un cuatrienio en sentencia por haber resultado diferente al resultado electoral de la segunda vuelta.

Las aprensiones están latentes. Como lo dije al principio, dos autoridades oficialistas encendieron las balizas.

El gobierno está enfrentándose a un duelo: el duelo de no poder tener gobernabilidad. Y, como duelo, los relacionados a este duelo pasarán por las cinco fases respectivas; es decir, negación, ira, negociación, depresión y aceptación.

La exdiputada, exsenadora, exministra, expresidenciable y actual alcaldesa de Providencia Evelyn Matthei hizo un acto de negación. “El gobierno puede gobernar sin necesidad de legislar. […] Por ahora, trataría de mandar los menos proyectos posible[s], porque lo más probable es que mandes un caballo y va[ya] a salir un camello”, dijo la autoridad el pasado sábado 14 en La Tercera.

El ministro de Vivienda Cristián Mönckeberg está en la misma negación. “El debate sobre [la llamada] sequía legislativa es absurdo y no ha calado. Veo al Gobierno con abundancia de programas. La sequía de ideas está en la oposición”, indicó el también exdiputado en El Mercurio el mismo sábado pasado.

Vaya galimatías, el de Mönckeberg. Detengámonos. ¿De qué sirve que el gobierno tenga abundancia de programas si la mayoría en el Congreso no está ideológicamente del lado del gobierno, que tiene la iniciativa de ley? Es obvio que el Congreso tenderá a votarte en contra las iniciativas legislativas, por cuanto ¡la mayoría es tu adversario! ¡Es lógico que no piensen lo mismo que tú! ¡Es lógico que te condicionen la aprobación de las leyes!

Cristián Mönckeberg busca tapar el sol con un dedo. Quiere esconder la imposibilidad de actividad legislativa en estas circunstancias. Prefiere decir que “para la gestión del Gobierno en un régimen tan presidencialista la ley es importante, pero no es la clave”. Un cóctel de negación de lo evidente.

El ministro del Interior Andrés Chadwick puso perspectiva a las aprensiones planteadas por sus aliados, el pasado martes 17, luego de la Cuenta Pública del Congreso. Para el secretario de Estado, “no cabe la menor duda [de] que tiene que ser así, es en el Congreso donde se discuten las leyes en democracia y es donde nosotros como Gobierno queremos además encontrar los acuerdos para trabajar juntos y a sacar adelante los proyectos de ley”.

Se necesita una forma para asegurar el potencial legislativo del poder Legislativo. No puede ser el acuerdo por el acuerdo, como lo plantea Chadwick (eso también es imposible: las discrepancias siempre serán inevitables). El problema está y no podemos seguir estrellándonos.

La constante de este gobierno será el estrellarse frente a la discordancia de un Congreso adversario. Pero no podemos tener este desacople continuamente. Pasa algo más: no podemos seguir teniendo un Estado hiperpresidencialista bajo estas condiciones. Se nos agotó el hiperpresidencialismo.

En adelante, un grupo político no puede aspirar a ganar una segunda vuelta presidencial pretendiendo mandar de vacaciones al Congreso. Es irresponsable que un aspirante a gobernar pretenda jibarizar por default a un poder del Estado cuando éste no resulte como lo esperaba: el poder Legislativo no es un cachivache. Además, el gobierno necesita tener la presión de que siempre deberá rendirle cuenta al alineamiento ideológico del Congreso ya elegido. No puede un aspirante a gobernar desear obtener la presidencia como si se tratara de un auto lujoso, pero sin tener plata para bencina, el seguro y la patente. No puede un grupo político aspirar a gobernar solo para lucir un armado de latas para meros fines coleccionistas.

Por ello, resulta urgente migrar hacia un sistema semipresidencial. Si se da la anomalía de que el Congreso y la presidencia sean de signos contrarios, por último, tendremos una solución de gobernabilidad (los franceses le llaman “cohabitación”).

Resulta incómodo vivir cuatro años de nada gracias a “sequías legislativas” forzadas por el hiperpresidencailismo.