Ignacio Fritz (1979), luego de publicar media docena de cuentos y novelas, entre ellos Hotel (2009), La Hermandad Halloween (2012) y La Indiferencia de Dios (2016), decidió que había que corregir su historia y revisar/reeditar su debut literario: Eskizoides.
Por JC Ramirez-Figueroa
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Publicado originalmente en 2002 por Cuarto Propio (ahora por la flamante editorial PAN) cuando era una especie de golden boy de la literatura chilena, ex cuentista del taller de la Zona de Contacto, con columna semanal en The Clinic, padrinazgos de gente como Pablo Azocar y borracheras con Pedro Lemebel, era el único joven en una época sin Furias del Libro, ni Twitter, Instagram, ni editoriales independientes, ni jóvenes en patota escribiendo sobre ser hijos de la Dictadura en primera persona.
De hecho, de un día para otro desapareció de la vida social y sus únicas señales han sido libros, centrados en el horror, lo policial y la violencia.
“Pocos han leído este libro”, reconoce Frtiz. Y explica que esta reedición carece de una “Nota final” y un cuento epistolar titulado “La plaza del enfermo” (“hoy lo considero mediocre, decididamente malo”), pero que suma cuatro cuentos que aparecieron a fines de los años 90 en la extinta Zona: “Lealtad”, “Factores discordantes” y “Nubes que amenazan”.
“También agregué uno inédito, pequeño, llamado Roterío, que en cierta forma prefigura lo que es el clasismo imperante en la sociedad chilena, esa que te pregunta dónde vives y en qué colegio estudiaste. Vale decir, todos los males de la idiosincrasia chilensis de barrio alto, que hoy hacen arder las manifestaciones actuales en búsqueda de plenos derechos”.
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¿Cómo definirías esta nueva edición de Eskizoides, especialmente para alguien que no leyó la edición original?
Creo que Eskizoides, si bien es un libro de temáticas ligadas al pulp fiction, por un lado, un cruel reflejo de la humanidad chilena de las últimas décadas, conectados con la TV con Don Francisco, el computador, el celular, y el bombardeo esquizofrénico de información repetida y analizada e interpretada desde distintos ángulos, todo de acuerdo a la Agenda Settig. Pero también Eskizoides te puede contar la historia de un boxeador de población. Gracias al elemento mutante de la interpretación, podemos contar lo mismo de siempre pero de otra manera, como moldear diferentes figuras con la misma plasticina. También el libro juega mucho con los rótulos, las etiquetas, de manera que se establece una verdad oficial pero que en la voz de la conciencia de los personajes demuestra que lo expuesto, visto, no es tal, es solo una mentira, chamullo; algo así como la política imperante, tan retórica y vacía. Rótulos y apariencias desmitificadas en el fuero íntimo y en lo que realiza el personaje equis de cada historia. Lo entretenido es que en los diecisiete cuentos de esta nueva versión, hay cameos de personajes del mismo libro, que juegan con otros personajes y se añade como si estos diecisiete cuentos fueran piezas de una misma historia. Varias historias sobre una misma historia. Es decir, por ejemplo en un cuento equis está tal personaje que también aparece en un cuento zeta. Los finales son abiertos, y creo, en lo personal, que el libro es hiperbólico, oscuro, como un cómic, en clave Hardboiled. Debo reconocer que cuando lo escribí tenía veinte años, sufría de estar entrampado en un corsé estilístico que me impedía desarrollarme, tal vez fue lo que aprendí en los talleres de narrativa a los que asistí.
¿Cómo así?
Lo peor que puede hacer un escritor de verdad es meterse a un taller: te castra literariamente. Claro, siempre y cuando sepas escribir. Si no lo sabes hacer, el taller es una buena escuela, sobre todo para armar redes, que en algunos casos se saca provecho. Yo nunca saqué provecho de ningún taller. Es más, siempre metí la pata y me destapé a destiempo. Sorry a la gente que dicta talleres.
¿Por qué dices que tus personajes e historias se «adelantaron» al estallido social que estamos viviendo?
Te comentaba en la respuesta anterior lo clasista y fascista que es Eskizoides como objeto cultural y comercial. Pero, ojo, no es facho el término, ya que, como todos saben, facho es un modismo coloquial despectivo que se relaciona con elementos estéticos y convencionales de lo que estila realizar una persona adinerada, entre comillas, cuica o con plata o cómo diablos se denomine. Aunque ahora que lo pienso también puede ser un libro facho y cuico, y creo que lamentablemente eso jugó en contra, ya que a diferencia de una buena teleserie, nadie se identifica con nadie, absolutamente nadie en este libro. Charles Manson se identificaría con Eskizoides. No sé. El Chacal de Nahueltoro, después de aprender a leer.
¿Cómo has vivido personalmente los acontecimientos actuales de Chile?
Estos acontecimientos eran de esperarse. No soy ciego. Cada cierta cantidad de décadas siempre queda la escoba. Ahora, con los elementos actuales del Homo digitalis, se ha dado cuenta de lo represivo y poco humano de lo realizado por las fuerzas del orden, de manera que aquí se graba y no hay impunidad. Curioso que una sociedad que abre los ojos, despierta del sueño, pierda los mismos ojos cuando marcha y trata de establecer una comunión entre todos. Pero aquí no puede haber algo como lo dicho en la letra de la canción Burning Heart, de Survivor. Aquí vale Víctor Jara. No puede haber un cambio radical volviendo a la cantinela de sistema usado y superado, sea comunismo o capitalismo o cómo diablos se llame un sistema económico. Con lo sucedido creo que hay una comunión entre todos los que somos ciudadanos de a pie, como si el asunto fuera un Woodstock. Lo que lamento es la gente muerta, herida y los destrozos. Espero que los cambios vengan de gente que realmente quiera el Bien Común y no la mula charcha de siempre, que está desde la Transición.
En general aquellos jóvenes irreverentes de los 90 —desde Gumucio a Pato Fernández, desde Fuguet o cualquiera de los que estuvo contigo en la «Zona de Contacto»— no entienden bien lo que está pasando, algunos incluso se autodefinen como «amarillos» o son muy moderados. ¿Cómo ves a esa generación noventera?
Está demás decir que esa generación noventera tenía el Síndrome del Nuevo Rico. Claro, después de casi veinte años de Dictadura Cívico Militar, que no podís salir a la calle en toque de queda, ni podís hablar más de la cuenta, que de un momento a otro te podían detener en la calle, torturarte y hacer desaparecer tu cuerpo en pedacitos y tirarlo al mar, claro, llegan personas con la idea de una liberalidad individualista expresada en esa famosa frase del Chino Ríos, el No estoy ni ahí, que es como decir que me da lo mismo lo que te interesa. Y digo el Síndrome del Nuevo Rico para ejemplificar que cuando nunca tuviste libertad ni lucas, y de pronto la tienes, haces lo que nunca pudiste hacer. Entonces aparecen personajes, que se usan en la pauta, son opinólogos, les dan carta ancha para hablar de lo que sea, como si a la gente le importara que alguien se circuncide o no. Y está bien, no digo lo contrario, pero si queremos cambios reales, pero reales, no metamos en el saco a los mismos lateros de siempre. Ampliemos el abanico, por favor. Hagan algo democrático, no oligárquico ni de la wiskierda. De hecho, me sorprendió negativamente hace algunas semanas unos microtextos de diferentes escritores, de la plaza, sobre la situación actual, publicados por La Tercera, o sea, el Grupo Copesa. Me dije: Otra vez lo mismo. Una pena. No se cambia. Era como decirle al pueblo: Miren, les preguntamos a los nuestros qué paja mental se figuran con el sufrimiento de ustedes, que tienen que salir a perder los ojos para que los pesquen. No estoy diciendo que sea malo la trillada y archimanida iniciativa de La Tercera, pero amplíen el tablero, señores, no les estén siempre preguntando las mismas huevadas a la misma gente. Si amplían el espectro, habrá más gente deseosa de leerlos y comprar el diario… De solo pensarlo me encabrono, sí. Y no faltará el gil que diga que estoy envidioso porque no me llamaron. Pico.
Háblanos sobre el extracto que presentarás en Pousta.
Se trata de un cuento titulado ¡Bang bang!, que me lo pidieron en 1999 supuestamente para una antología que nunca se cuajó, y trata de establecer una visión romática, incluso patética, de un pistolero melancólico y solitario. En su momento el cuento me gustó harto, consideré que ya estaba escribiendo como corresponde, pero aun así utilizando una narración con cierta pulsión poética, pero ligada al cómic. Eso.
¡BANG BANG!
Con el veranito de San Juan atrincherando a Santiago, Fuentealba despertó con una resaca que le pegaba la lengua al paladar y gracias al zumbido ensordecedor del timbre. Se asomó con cautela al corredor, ofuscado por el mal sueño, y notó que había correspondencia bajo el quicio de la puerta de entrada a su departamento de un ambiente.
El sobre gris claro contenía un papelito que decía con letra manuscrita y bien delineada: Contactémonos en el café de la esquina. Hoy, al mediodía. Urgente. Sinceramente, El Viejo.
Su vista se posó en un póster del filme Once Upon a Time in America, de Sergio Leone, junto a otro del largometraje The Texas Chain Saw Massacre, de Tobe Hooper, que él exhibía (ambos) al lado de su catre de hierro forjado. Un momento después, Fuentealba espió hacia la calle por la ventana de su departamento del segundo piso. En su cara se estampó una sonrisa cuando un anciano de lentes gruesos, bastante miope, larguirucho, flacuchento y de pelo ensortijado, le meneó el brazo desde el asiento de la terraza del establecimiento de la esquina.
Para no dejar correr el tiempo, Fuentealba encendió el papelito con la llama de su encendedor a bencina, dejando que se chamuscara en un papelero de bronce. Anudó su corbata, corrigió la postura de sus pies en sus pantuflas, y caminó como si padeciera dolores reumáticos. Mientras alcanzaba una botellita de agua mineral para beberla a gollete, vio que el reloj digital del velador, con sus numeritos y letras fosforescentes, indicaba las 11:58.
El sol en su cénit golpeó los cristales de sus gafas de carey. Se mostraba bien parecido con su indumentaria: un sombrero de fieltro, un traje a la medida y una camisa de lino. Ahora marchaba como si fuera el plenipotenciario de una empresa transnacional, con la diferencia de que en vez de un portadocumentos atosigado de contratos llevaba en su sobaquera una Magnum 44 y una Beretta bien amarrada a una de sus canillas.
Atravesó la calzada eludiendo los automóviles y se sentó a la mesa, frente al contacto. El Viejo, saboreando un Ruso Negro, fue el primero en hablar. Mientras con sus dedos agarraba el trago a medio acabar, emitió un sonido raro, desbocado, como salido de un gramófono con altavoz de lata:
—Mujer madura —dijo—. Cuarenta años. Se llama Pamela. Es trigueña, algo rolliza. Vestirá una blusa floreada con bordillos verdes que seguramente reconocerás en el acto, pues tienes años en el oficio y siempre le has achantado. Pamela es madre de tres adolescentes descarriados y mujer de un ingeniero que no quiere vivir con ella porque está con otra. Ha querido separarse, pero Pamela le niega tal posibilidad. Ella lo va a estar esperando en un pequeño restorán chino ubicado en Esmeralda con Miraflores. Estará allí a la una y media, porque supuestamente almorzará con el ingeniero para los efectos de una reconciliación. Ahí entras a tallar tú… Harás el papel de un delincuente común. Nada de trajes ni sombreritos. Te vestirás como obrero de la construcción. Antes que todo, te taparás la cara con una media. El ingeniero no llegará todavía al restorán, claro está, sino que lo hará más tarde, a sabiendas de que el trabajo se haya efectuado. Tienes que meterte al restorán y llenarla de plomo con sumo cuidado antes de la una y media. Si no hay nadie en el local, porque no es muy concurrido y los mozos se demoran mucho en atender, espera sentado. Te repito que, eventualmente, deberás esperar sentado aunque ella no esté —dobló con decisión un diario para dejárselo bajo el brazo derecho. Y alzando su brazo izquierdo, flectándolo en ángulo recto y descubriendo su reloj bajo la manga de su vestón a rayas, consultó la hora—. El método de aniquilación será el de siempre: dos en la cabeza y uno en el pecho. Mañana nos vemos aquí, a la misma hora. Tendré la paga.
El puente de informaciones de Fuentealba terminó su trago sin respirar y dejó un billete azul sobre la mesa.
—Siempre me ha gustado el work in progress, viejo. Sin embargo, quiero dejar las faenas —alertó Fuentealba—. Haré ésta última porque necesito el metálico. Ya sabes cómo andan las cosas a cuatro años del cambio de siglo, ¿no?
—Hemos hablado de eso —el silencio hizo un breve acto de presencia. El Viejo continuó, con la voz enronquecida hasta el exceso, y una sonrisa agitó su mandíbula —: ¿Te han dicho que dejar el negocio es casi imposible y muy peligroso?
No contestó. El Viejo le indicó la dirección exacta del pequeño restorán chino y le sonrió malévolamente a modo de despedida. Con paso altanero cruzó la calzada para pillar un taxi atusado con ampolletitas de colores y calcomanías de dibujos animados. Mientras, Fuentealba anotaba con maestría los detalles del trabajo por realizar: las piernas cruzadas y las manos ocupadas con un taco de papel y una pluma fuente.
Luego de registrar los pormenores explicados por El Viejo, como la ubicación precisa del pequeño restorán chino y la cantidad de balas a usar, Fuentealba quedó estupefacto por las coincidencias de la vida: se había acordado de su único y perdido amor, que también se llamaba Pamela. Con la mente enquistada por la delicada imagen de aquella moza de mirada sincera y ceño despejado, a la que una vez amó con furor y a quien dejó en un acto de cobardía químicamente pura, se levantó bruscamente de la silla del establecimiento. Le quedaban menos de treinta minutos para cambiarse de prendas e ir a la calle mencionada, pero estimó que no sería necesario. “Para qué”, se dijo. “Si es Pamela, quiero que me vea elegante.”
Retornó a su departamento y no revisó las armas que portaba y debía cargar, sino que de un baúl añoso y polvoriento retiró un álbum de fotografías polaroid en las que él mismo aparecía de la mano junto a Pamela, antes de que los aplastara el desencanto.
Era tragicómico ver a un pistolero con los ojos lacrimosos, tumbado en el suelo y escudriñando fotografías que rememoraban un pasado tormentoso, cercano al umbral del reino de las sombras. La imagen de Pamela le quedó nítida en la sesera, una instantánea sin fisuras claroscuros. “Un presente sería lo correcto después de lo que hice”, pronunció. “Sería el comienzo de una reconciliación.”
Con un pañuelo en que estaban bordadas sus iniciales, secó las lágrimas que bajaban por sus mejillas macilentas hasta el hoyuelo de su barbilla. Caminó hasta un Alma y adquirió una caja de bombones con licor de cassis. Ni siquiera pidió que envolvieran la caja en papel de regalo: faltaban pocos minutos para que dieran la una y veinte.
Salió corriendo con el paquete entre los brazos y se dijo que ése sería un momento para recordar en la posteridad, cuando tuviera nietos y todo el asunto pudiera ser contado como una anécdota más. Sin duda, se trataba de la misma Pamela, y a pesar de que la voz del sentido común le decía “hay muchas Pamelas en este mundo, pedazo de bruto”, Fuentealba se autoengañaba imaginando que los rasgos descritos por El Viejo eran idénticos a los de su antigua cortejada.
En Esmeralda con Miraflores, aproximadamente a las 13:25 de la tarde, Fuentealba dio con el pequeño restorán chino. Procuró esperar en la vereda del frente. “No la ejecutaré”, se repetía; “puede que no sea mi Pamela, pero aun así no la ejecutaré”.
Se dio cuenta de que no era necesario penetrar en el restorán, pues un vistazo experimentado le indicó que estaba casi vacío. “¿Dónde estará ella? ¿Sentada adentro?”, se preguntó. “¿Será la misma Pamela que conocí años atrás? Seguramente salió a vitrinear para hacer tiempo. Siempre le ha gustado hacerlo.” Sacó un cigarro venezolano, un Gruderaño corto como un cigarrillo pero del grosor de un dedo: parece ligero mientras sueltas el humo, pero luego empiezan a latir tus sienes, te sientes fuerte, feliz de haber nacido, contento de todo (es prácticamente una droga, pero se vende como cigarro en el mercado negro).
Fuentealba se puso a fumar, eufórico. Hacía volutas de humo, esperanzado por primera vez en mucho tiempo. “No te voy a mentir, Pamela. Te diré por qué estoy aquí. Pero el ingeniero nada te hará. Ni siquiera El Viejo que me da las órdenes. Nos iremos juntos y nos casaremos, quizá en otra ciudad. Quiero dejar esta inmundicia.”
Iba a ser una manera de atar los cabos sueltos que enturbiaban su conciencia y la desmembraban como a un pajarraco descuartizado para la cena. “No es ella”, masculló al ver la descuidada silueta de una trigueña de edad madura, con una blusa floreada con bordillos verdes, que tras salir del pequeño restorán chino junto a un hombre bajo, de nariz roma, tiritón y fofo, subió a un Jaguar azul eléctrico manejado por un anciano de lentes gruesos, bastante miope, larguirucho, flacuchento y de pelo ensortijado, al que le dijo severamente y con acento español, después de un bufido de agobio:
—No pudimos matar al so bruto.