Me acuerdo cuando era el año ’90 y lo único que quería para mi cumpleaños era un Nintendo. Jugaba Mario en la casa de mis amigos, y quería poder jugar en mi casa. Lamentablemente me estaba yendo mal en el colegio y por lo mismo no me compraron el Nintendo. Me levanté para mi cumpleaños y había un sobre que decía “Vale por clases particulares de matemáticas”. Fue el cumpleaños más triste de mi vida, y algo parecido me pasó con la Urbanathlón, que se corrió esta mañana en el centro de Santiago.

Un amigo me había avisado de la carrera en septiembre. Me inscribí de inmediato. 22 mil pesos, la carrera más cara que he pagado pero no importaba, era un esfuerzo que había que hacer, la carrera sonaba increíble. Escalar una micro, un muro gigante, barro, telarañas y todo lo que promete un entrenamiento casi militar estaban entre las cosas que prometía la promo que circulaba en canales y sitios web.

Anoche estaba nervioso. Me guardé de carretear, me acosté temprano, vi la película Bettlejuice y a las 12 estaba durmiendo. Desperté a las 7, era el día de la carrera. Me imaginaba hasta el cuello metido en el barro, intentando escapar con una cuerda, o lanzándome entre millones de tarros de basura, intentando abrirme paso para terminar la carrera.

Me subí al metro y llegué a Santa Lucía. Había unas tres mil personas ya precalentando. Mucha gente con coderas, rodilleras y cascos, aunque lo que más se veían eran guantes. Me acerqué a la línea de partida y empezó la carrera. Empecé a correr. Cada ochocientos metros iba a haber una sorpresa, un desafío increíble, así que la energía era altísima. Estaba ansioso por saber con qué me iban a sorprender los organizadores de la Urbanathlón. Después de todo les había pagado veintidós mil pesos.

Se empezó a frenar la gente y me di cuenta que había llegado el primer desafío. Eran tres filas de bines de fruta que cruzaban la calle. Eso era todo. Salté los bines sin dificultad y seguí. Sabía que estábamos empezando, que las sorpresas vendrían más tarde.

El segundo desafío eran neumáticos. Había neumáticos en el suelo y había que cruzarlos estilo militar, metiendo los pies en cada uno de los hoyos de los neumáticos. El problema es que la gente se atochaba y frenaba entonces nunca se daba la sensación de ir rápidamente, siempre frenado. Una lata. Pero faltaban sorpresas aún, quería creer que me iban a sorprender más adelante.

Seguí corriendo y me encontré con el siguiente desafío. En la página web decía “telarañas”, con cuerdas tensadas en todas direcciones pasando entre medio, dando la sensación de ir atravesando una telaraña. Lo que había distaba mucho de la verdad. Un montón de fierros que parecían andamio bloqueando el paso de la gente. Uno pasaba entre los andamios y listo. Next.

Llegamos a la Plaza de armas y de lejos vi los taxis. En el sitio decían y mostraban imágenes de gente saltando de capó en capó de los distintos autos, casi como en Hollywood. Me puse súper nervioso, me di cuenta que a esto era lo que venía. Me acerqué a los taxis y me di cuenta que no era como lo pintaban. Pasar por tres autos, unos lejos de otros, con gente frenando el tráfico intentando subir al taxi. La gente frenó el tráfico en todos los “obstáculos”, demorando, bajando la intensidad, un guatazo de proporciones. Pero sigamos con mi historia. Los taxis. Pasé el primero después de esperar un minuto que la gente que iba adelante mío se subiera y bajara con miedo. Es entendible, pocas son las personas que tienen experiencia en correr sobre autos. De mala, empezando a enfriarme, me subí al capó del taxi, me bajé, corrí un par de metros, segundo taxi. Y listo, eso era. Siguiente.

Seguimos avanzando por el centro de Santiago. La gente miraba desde las esquinas esta gincana de colegio que estaba interrumpiendo el centro de Santiago. De hecho, las gincanas son más entretenidas. Y con más presupuesto. Iba comparando en mi mente las diferencias de una gincana de colegio con esta carrera cuando mi amigo me comenta que habíamos pasado sin darnos cuenta por el siguiente desafío, los tarros de basura. Miré hacia atrás y efectivamente había unos diez tarros de basura interrumpiendo la calle. Si no me avisan, no me doy cuenta.

Los siguientes obstáculos fueron igual de decepcionantes. Había un camión que había que pasar por abajo, el desafío era agacharse. También había unas malla de kiwi afirmadas con alambres para pasar gateando. El problema era que los alambres se habían soltado y quedaban a la altura del cuello, por lo que había gente organizadora encargada de gritar “cuidado con el cuello y los alambres”. Después vino el cerro Santa Lucía. Subir la angosta escalera fue un cacho. Taco, gente atochada, un fracaso. Bajamos el cerro, salimos a Lastarria y cuando volvimos a la alameda para terminar la carrera sabía que faltaban dos grandes obstáculos, la micro, que en la promo aparecía llena de mallas, con gente escalándola y pasando por encima, y el muro, que en la promo se veía gente subiendo cuerdas y saltando.

Al fondo se veía la micro, pero no tenía mallas por encima. Me acerqué y estaba con las puertas abiertas. El obstáculo era subirse, cosa que en vida real es mucho más difícil que en esta carrera, y bajarse por una ventana. Me subí por la puerta de atrás, me acerqué a la ventana y me bajé. Luego miré adelante y estaba la meta. Del muro escalada nunca se supo. Y así terminó todo, en la meta, donde estaba lo mejor de la carrera, las minas que entregaban las medallas.

No vuelvo más a esta carrera, un guatazo de principio a fin.

(Ojo, la foto de portada no es de La Urbanathlón, es de The Spartan Race, una carrera que efectivamente es dura)