Entender las razones no implica justificar ni perdonar al abusador. Entonces, ¿por qué es necesario entender las razones del abusador? Porque entre las razones que motivan sus actos, están los demonios que gangrenan nuestra propia convivencia.

Es norma ponerse del lado de la víctima. Es norma entregar las orejas y la empatía al sufrimiento de un abuso perpetrado por un otro.

En esa entrega incondicional de comprensión, ese otro se convierte en un villano unidimensional de telenovela ochentera acartonada: es malo porque es malo, porque nació malo; desayunó maldad y cenó maldad. No hay matices en su vida, pues su maldad es intrínseca. El otro es Eglantina Morrison. 

Descontextualizamos la vida de ese otro porque su vida no nos interesa. Solo nos interesa el escrutinio de los actos susceptibles de derecho penal, para tener con qué acusarlo y seguir hundiéndolo.

Recién ahora, nosotros (invoco la primera persona plural, al estilo de we the people) estamos pensando en cómo fueron las vidas de los chicos que crecen entre los hogares del Sename y que eventualmente terminan desarrollándose como delincuentes: recién reflexionamos en cuanto a cuáles fueron las inestabilidades de sus lazos familiares, la vulnerabilidad económica de sus hogares, las escasas redes de apoyo, las dificultades de aprendizaje escolar y crecer rodeados de contextos violentos.

Recién ahora, entendemos que detrás de los jóvenes marginados que delinquen hay historias de vulneración. Recién ahora, vemos que la delincuencia marginal no es la maldad sembrada en el hígado.

Seguiré con otro ejemplo.

Nos escandaliza que el sacerdote abuse niños. Pero no nos escandalizan las razones detrás de sus ataques, de sus deseos sexuales inadecuados. No hemos pensado que la furia hormonal de ese hombre de cuarenta o cincuenta años se estancó en los catorce años, en esas poluciones nocturnas culposas, en la reprimida mano amiga de Onán.

Nadie pensó en cuántos derechos se le vulneraron a ese niño que se convirtió en cura décadas después. Nadie pensó que ese adulto fue cercenado en sus propias libertades, ¡de la propia curiosidad en torno a su sexo!, porque alguien (sus padres, la comunidad, algún párroco) consideró que era una buena idea consagrarlo a dios. Pues bien, las consecuencias son la seguidilla de juicios canónicos; muchas veces, a falta de juicios penales, dada la prescripción que recae en muchos casos sobre dichos delitos.

Hoy, por ejemplo, nos escandaliza la existencia de agentes de seguridad en una dictadura militar anticomunista; como si de repente nos hubieran echado polvos de deconstrucción en la mamadera. Pues bien, existieron genocidas y torturadores durante la dictadura de Augusto Pinochet porque había gente temerosa del comunismo.

A lo mejor, no se tragaban el cuento de que nos convertiríamos en un satélite soviético, pero sí se trataba de un régimen en cuyo desenvolvimiento desconfiaba relativamente de la religión. De nuevo, hoy nos hacemos los deconstruidos, pero había gente para la cual el ideal de comunidad basado en la iglesia y en la cooperación mutua (es decir, el grupo intermedio) resultaba un bien superior por cautelar, más que la injerencia de un Estado que podía poner en entredicho todo ese catecismo. Hasta la actual decadencia de la iglesia católica, hemos vivido atravesados por esos conflictos de iglesia versus Estado.

Había temor al gobierno de Salvador Allende porque, por ejemplo, la gente tenía una fe que no quería transar; no quería supeditar esa fe al Estado. Y temores como aquel desencadenaron los vejámenes: fueran las persecuciones, las relegaciones, las torturas o el genocidio.

Ahora, el tema son los abusos perpetrados por Nicolás López.

Los abusos del director de cine se quedan en el registro del modus operandi de satisfacción sexual del eróticamente rechazado director: las tocaciones que hacía, del abuso de poder que ejercía y de las tentativas de violación que practicó. Pero no hemos pensado en las razones detrás de su abuso: el monstruo sexual es un producto de las condiciones de exclusión de un erotismo especulativo, de un hombrecito que busca desesperadamente formar parte de un imaginario erótico.

Como ese hombre no puede apañárselas de manera orgánica (quizá, sus conversaciones no son atractivas para las mujeres que desea; a lo mejor, no resulta emocionalmente empático para los problemas de ellas ni mucho menos es físicamente atractivo para las mismas), busca acumular poder e influencias para poder satisfacer sus ansias sexuales reprimidas a través de su posición como director de popcorn movies sudacas.

Quería tomar estos ejemplos porque pareciera que nos gusta volver unidimensional la maldad. Nos gusta quedarnos con la consecuencia de la maldad para poder deslindarnos de ella. Por el afán de sentirnos buenas personas, y por el afán de definirnos en oposición a la maldad que son los otros, preferimos confinar al abusador como un simple responsable de sus aberraciones y nada más profundo que las causas por las cuales podría ingresar a un juicio penal.

Resulta más cómodo para la moral socialmente aceptada pasar por alto las  historias de vida que hay detrás de tales abusos. Aunque sea doloroso, aunque parezca prescindible, es necesario entender las razones del abusador.

Por lo demás, entender las razones del abusador no nos convierte en apologistas del abuso ni del abusador. Entender las razones no implica justificar ni perdonar al abusador. Entonces, ¿por qué es necesario entender las razones del abusador? Porque entre las razones que motivan sus actos, están los demonios que gangrenan nuestra propia convivencia.

Detrás de los chicos que crecen en hogares del Sename y que después terminan en el hampa, están las historias de exclusión social y violencia. Detrás de los sacerdotes abusadores, están las historias de exclusión sexual, amparadas en una castidad forzada que ignora el derecho de los chicos de plantear y desarrollar sus propias sexualidades. Detrás de un sujeto como Nicolás López, están las historias de exclusión erótica de los cuerpos distintos (sobre este punto en particular, recomiendo este texto de Marcela Trujillo), de la impotencia de no poder entrar a los ruedos del amor especulativo sin invocar el abuso de poder.

Detrás de las razones del abusador, están escondidas las condiciones de exclusión que nuestra sociedad fabrica día a día.