Después de perder a su primo, una chica visita a su tía constantemente y comparten historias, cadenas de Whatsapp y sueños donde él se le aparece.

Por Consuelo Olguín.

Visito a mi tía lo más seguido que puedo, que no es tanto como quisiera. Cuando voy a su casa en La Florida sé que estaré al menos toda la tarde noche ahí, y digo tarde noche porque mi tía no es de verse en las mañanas ni a la hora de almuerzo. Es una persona que se activa a esas horas, como si fuera un ave nocturna. Siempre nos sentamos en la cocina, cerca del hervidor y la tetera que tiene té de hoja. Ahí nunca jamás tomamos té en bolsa.

Me gusta escuchar a mi tía. Más todavía si estamos tomando tecito, con un cigarro en la mano cada una. Con ella las cosas son simples. A veces comemos pan, pero lo esencial es siempre tener algo caliente para tomar y una cajetilla cerca. Aunque ahora último mi tía fuma tabaco y tiene su propia maquinita para enrolar. Fuma tabaco con sabor a uva.

Lo que me gusta de verla es que las conversaciones nunca son como se supone que deberían ser. Nunca son obvias. A veces ni siquiera me pregunta cómo estoy y empieza a contarme algo, que puede ser desde cómo está una amiga suya que no conozco hasta una historia remota de su juventud. Mi tía tiene una capacidad de relatarse a sí misma que envidio. Cuando habla, desvaría. Salta de un tema a otro, empieza uno y retoma el anterior. Incluso recrea diálogos y medio los teatraliza, poniendo tonos y caras.

Toma su celular y empieza a revisar algunos de todos los WhatsApp que no ha leído. Le molesta la invasión de la mensajería instantánea. Pero a mí me gusta ver cómo se relaciona con sus amistades por esa vía. Me los lee en voz alta y se ríe. Se burla. Manda emojis. Me dice ya, le puse el mono de la manito. Esas son sus respuestas: emojis o frases cortas. Mi tía es concreta por Internet.

Me cuenta que le mandan cadenas religiosas, de esas que dicen que hay que reenviarlas a otros contactos para que ocurra un milagro. Me la muestra. El
mensaje es larguísimo, y va con una imagen de una virgen photoshopeada. Mi tía
lo encuentra insólito. Mi tía responde si acaso haciendo eso Dios le va a devolver a su hijo muerto hace menos de un año. Nadie responde, aunque ella no quería respuestas, solamente quería librarse de esos mensajes estandarizados que parecen ladrillos, escritos de forma genérica para gente genérica.

Tengo algo siniestro en mí, me dice todavía con el celular en la mano. Se ríe. Yo creo que se ríe de lo que la asombra descubrirse con esa palabra. Estamos las dos solas en la cocina y yo anoto esa frase en mi celular, totalmente impactada por la revelación que me acaba de hacer. Así y todo me hace sentido. Supongo que todos somos siniestros en alguna medida, pero queremos demasiado maquillar esa faceta para ser mejores personas.

Mi tía debe ser la persona más desgarradoramente sincera que conozco. Debido a esa verdad cruda que le sale y que nosotras leemos como fortaleza, muchas veces le hemos pedido que sea intermediaria para conversaciones familiares. Ella habla, el resto se esconde. Dice lo que piensa y lo que siente. No tiene ningún interés en mostrar algo que no es, y a veces eso lo hace desde el cariño o bien desde la rudeza, dependiendo de quién es su destinario. Pero en general mi tía no tiene dobleces.

En su duelo ha estado muy acompañada. No sólo la llenan en Whatsapp con mensajes de amor o apestosas cadenas religiosas, también hay una presencia física permanente. Ahora el nivel de visitas bajó. Y yo me siento menos mal yendo a verla, porque siento que ahora tiene más espacio y no la estoy invadiendo cuando la visito. Siempre me ha confundido el límite de acompañar a alguien que una quiere en su dolor y al mismo tiempo no sofocarlo con mi presencia.

Mi tía me cuenta que está saliendo mucho de la casa últimamente, que no le gusta eso, pero que lo hace por sus amigas. Ellas la van a buscar y dejar en auto, ellas la invitan, ellas le regalan cigarros, por eso me dice que saque no más. Supongo que la gente quiere sentirse útil de alguna forma. He visto que a algunos les cuesta lidiar con el dolor ajeno, que no saben cómo encajar, e inmediatamente se aferran a un rol que les toca interpretar para ese momento: ser funcional, ser amoroso, ser empático, ser el líder.

Todos dicen que mi tía es fuerte, que lo está llevando bien. Yo creo que hace lo que puede nada más. No debe haber nadie preparado para dejar de ver, sentir y compartir por siempre con alguien que ama. Menos si es tan abrupto, de un día para otro.

Ya no le cuento todo lo malo que me pasa. Lo mío se ve demasiado diminuto al lado de lo de ella y creo que es hora de que ella sea sostenida por el resto. Ella se deja. Pero intuyo que el resto es más cauto en esa proximidad. Noto que se incomodan y mi tía, de alguna forma subliminal, se los dice.

Pienso que no debe ser fácil ser tan honesta como mi tía, porque eso implica asumirse y saber que las palabras son tan amorosas como dolorosas. En general la gente es sensible a ella y a las formas, pero a mí me aterra más el silencio y todo lo que se no se dice y queda atorado como un pedazo de comida en la garganta. Eso me hace más daño. Mi tía es así, directa, porque yo creo que se enfermaría si no lo fuera. Pero también sé que algunas veces ha sentido miedo de decir lo que piensa y siente. Lo sé porque ella misma me lo ha contado, porque, repito: mi tía no tiene problemas en mostrarse tal como es, sea siniestra o sea simplemente mi tía que me regala cigarros.

Mientras enrola, mi tía me cuenta su último sueño. Ella estaba sentada en la cocina, donde mismo está ahora, y de repente entró él. Ninguno podía hablar, pero así y todo se podían comunicar. Ella quería darle un beso en la mejilla, pero él le daba a entender que no se podía hacer eso, que ella sabía que no se podía. Pero se acercó igual y sus caras se rozaron. Y ahí desapareció, me dice antes de prender su tabaco.

Mis ojos están un poco aguados. Mi tía lo nota, pero no me delata. Nos miramos sin decirnos nada, como sopesando su último sueño. Me dice que ya está siendo muy tarde para mí, que mejor me vaya pero que vuelva otro día pronto, a esta misma hora, de noche, para seguir copuchando. Me levanto y voy al baño. Cuando entro a la cocina, mi tía se está terminando su último tabaco. Justo ahí donde estás parada, estaba parado él, dice apuntando con la cabeza. Sonrío a medias, y le pido un cigarro más para el camino, porque se me va a congelar el cuerpo y necesito algo que me de calor para cuando me vaya.

Consuelo Olguín es periodista y escritora. 

Ilustración de portada: José Jara


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