“Lucho Gatica (el terciopelo ajado del bolero)” estaba titulada originalmente esta crónica del año 2005 y que merece ser desempolvada cuando despedimos al cantante chileno más reconocido internacionalmente en la historia.
Por Pedro Lemebel (texto reblogueado Lemebel.blogpost.com)
Alguna vez le gritaron “canta como hombre”, y Lucho tuvo que tomarse un Aliviol para pasar el mal rato. Y aunque trataba de enronquecer la felpa de su garganta, el “Quizás seria mejor que no volvieras” igual le salía amaríconado, aunque intentaba ensuciar el raso opaco de su laringe, el “Quizás sería mejor que me olvidaras” provocaba molestias entre los machos tangómanos, que por esos años, imponían el acento marcial del ritmo porteño. Y era que el Lucho o Pitico, como le decían, era demasiado romántico y su corazón se había inclinado por el bolero, que contrastaba con el tan tan de la virilidad argentina.
Decían que el Pitico era medio raro, con ese terciopelo de voz que arrebataba el alma a las mujeres peinadas a lo Rita Hayworth, las niñas que no dejaban de suspirar cuando él les susurraba: “Sólo una vez platicamos tú y yo y enamorados quedamos.”
Era un bálsamo terso para suavizar las desgracias y el hambre de sus admiradoras populares, que encontraban en la concha acústica de su canto una razón para vivir. Por eso compraban los discos y las revistas Ecran y Mi Vida donde aparecían noticias suyas. Juntaban tapitas de Papaya Brodways o envolturas de cigarrillos Ideal para canjear su foto. Pero en realidad, Lucho nunca fue imagen, porque era un chileno de pelo liso con cara escolar de escuela pública. Solamente su voz lo reconstruía para las mujeres y colizas que lo soñaban a media luz, en la penumbra de sus piezas de cité, en ese Santiago provinciano que dormía siesta con la radio prendida.
Como si fuera esta noche la última vez
Lucho habla llegado de Rancagua, y arrastraba la provincia en la demanda asmática de su acento. Como si en la “Enorme distancia” alargara las vocales en un aliento de carretera que no llegaba nunca a la capital. Pero llegó un día a esa urbe de los cincuenta. Un Santiago cruzado por el carro 36, que corría sobre esos rieles que aún quedan en el asfalto, como partituras oxidadas de la ciudad. Trazos metálicos que fugan un pasado Bilz, acostumbrado a tomar té en los bajos del café Waldorf. Ahí la batería, el piano, y el Lucho aflautado en su terno con humita, dándole a ese “Cómo me falta tu querer”. Mientras el dúo Sonia y Miriam esperaban nerviosas en el camarín que la gente se aburriera de su asfixia melódica, para salir a cantar ellas. Pero los aplausos seguían y el maestro Roberto Inglés renovaba los compases del bolero y al final toda la gente se iba con el “Sabor a mí” en la garganta.
Ya en los cincuenta arrasaba en los shows de radio que precedieron a los recitales televisivos. El locutor, Ricardo García, calmaba a las fans, que se arremolinaban en el auditorio esperando la aparición de Lucho. Y entre el revoltijo de plisados y trajes sastre, más de alguna loca, parada al fondo de la platea de Radio Minería, se hacía la lesa apoyándose en algo duro que la mecía bolereada, “Como si fuera esta noche la última vez”. Y en verdad ésa era una última vez, porque Lucho se fue susurrando esas frases cargadas de pasión. Se marchó de Chile a México para no regresar. Allá se radicó y contrajo matrimonio con Mapita Cortez, una belleza de ojos tapatíos que le dio varios hijos. Así pudo contentar a muchos que en Chile aún dudaban de su sedosa masculinidad.
Cosas del corazón
Decían que el Pitico estaba feliz en el país azteca, que tanto sabe de “esas cosas del corazón”. Y fue México quien le abrió las puertas al mercado internacional. Se hizo tan famoso, que hasta la mirada turquesa de Ava Gardner pidió silencio al público, porque quería escuchar al señor Gatica, en un lujoso club de Acapulco, donde las stars de Hollywood iban a dorar sus esplendores.
Por años representó a Chile con su plática silabeante. Era un embajador que hizo creer a todo el mundo que los chilenos hablamos así. Y no estaban muy equivocados al pensar que acá se hablaba en esa media voz, en ese tonito apequenado por 1a timidez, que algunos le atribuyen al bastión cordillerano.
Así, Lucho se fue por el mundo, y por mucho tiempo lo único que sabíamos de él eran sus triunfos como cantante nacional que habla logrado atravesar la frontera, llevando nuestra frágil conversa por los escenarios internacionales.
Después llegó la avalancha de motos y casacas de cuero del sesenta, y las fans de Lucho engordaron, se hicieron tías, mamás y abuelas de las nuevas generaciones rockeras que odiaron los ecos del “Sabor a mí”. Los discos se fueron quebrando, y Pitico desapareció tragado por los sones vibrantes de la tecnología electrónica. Su melódica queja sucumbió con el alto voltaje, que por contraste, apago susurro de Lucho. Al parecer, el canto se estranguló a si mismo, y mientras más intentaba sacar el sonido, las cuerdas vocales se negaban a vibrar con el pétalo dulce que carraspeaba “Tanto tiempo disfrutamos nuestro amor”, y sólo le salía un ahogado ronquido que se apagó definitivamente junto a la nostalgia.
Alguna vez que volvió a Chile, fue un desastre, la decepción de la memoria. Invitado al Festival de la Canción de Viña, Lucho ya había perdido el guante de su voz. Y fue desesperante verlo por televisión, como una Dama de las Camelias agónica, tratando de impostar la seda de sus notas musicales. La gente tuvo mucho respeto, y aplaudió más el recuerdo que la interpretación del “Bésame mucho”. Y él se fue, llevándose una gaviota lastimera como homenaje bajo el brazo.
Cuando llegaron a Chile las películas del director español Pedro Almodóvar, que sacudieron el ambiente con su filmografía homosexual, la voz de Lucho venía coloreando las violentas escenas sexuales de La ley del deseo. El bolero “Lo dudo” ponía punto final al feroz coito efectuado por un director de cine y un chico que lo amaba, y “Le hizo comprender todo el bien y todo el mal”.
También en la película Entre tinieblas, donde la madre superiora de un convento se enamora de una prostituta, la voz de Lucho es doblada por la monja que le canta muda a su amada: “Cariño como el nuestro es un castigo.” Pero esto nada dice, es sólo un pretexto para recortar el perfume de su flauta en las imágenes de Almodóvar que lo traen de contrabando a Chile. Algo de este cine sucio emparenta el deseo suplicante de Lucho por hacerse oír, cuando el remake lo retorna amplificado en la banda de sonido. Un maquillaje para la cuerda floja de su voz, como alarido náufrago que rebota en el pasado, llamándolo: “Pero no tardes Lucho, por favor, que la vida es de minutos nada más, y la esperanza de los dos es la sinceridad…