Bienvenida a casa es la recopilación de los textos autobiográficos de la escritora Lucia Berlin, en los que la autora de Manual para mujeres de la limpieza y Una noche en el paraíso estaba trabajando antes de su muerte.

Como si de una confidencia se tratase, Berlin muestra los espacios más personales y secretos de su vida, la de una misteriosa escritora que ya ha alcanzado el estatus de leyenda. Este volumen lo completan cartas y fotografías que hacen que el lector pueda conocer de primera mano a Lucia Berlin como escritora pero sobre todo es el descubrimiento de un ser humano excepcional.

A continuación te dejamos con un extracto del libro en el cual repasa su niñez, tiempo que la artista española vivió en su mayoría en Chile.

Hernando de Aguirre 1419, Santiago, Chile, Sudamérica

Una casa de dos pisos y estilo inglés en una gran parce- la esquinera. Tenía césped, un jardín, que lucía especial- mente en primavera, con azaleas, glicinias e iris. Fragantes árboles frutales y narcisos a los que sucedían los caracoli- llos, los alhelíes, los delfinios, los lirios y las rosas a lo lar- go del verano, hasta que llegaban las dalias y los crisante- mos del otoño. Manuel cuidaba del jardín, su hijo se pasaba el día entero quitando las flores muertas.

Vivíamos cerca de la avenida Las Lilas, y de la iglesia arrebatadoramente moderna de El Bosque. Era una parte preciosa de Santiago, en aquel momento, cerca del colegio internacional donde estudiábamos Molly y yo.

La casa era pequeña y elegante, con puertas vidrieras que se abrían al jardín. Tenía suelos de parqué y una chi- menea revestida de mármol. Desde la ventana de nuestro cuarto veíamos el límpido cielo azul y los Andes cubiertos de nieve, y daba a la avenida arbolada. Nuestro cuarto siem- pre olía a jacinto, aunque eso debía de ser solo durante unas pocas semanas.

De camino a Santiago, 1949

Los Andes no parecían tener estribaciones. El pico del Aconcagua se disparaba hacia arriba, a una altura increíble, entre otras regias cumbres, donde la nieve cambiaba de co- lores todo el día, magentas, rojos, corales o amarillos suaves refulgiendo cada noche.

El mobiliario era un estilo francés antiguo, vulgar. Mi madre se echó a llorar cuando lo trajeron. “Ay, ya sabía que no encajaría”. Los cuadros tampoco encajaban, pero en el buen sentido, una especie de Corot desenfocado. Ha- bía muchos espejos gigantescos con marcos dorados, por- que le ponía muy nerviosa elegir cuadros. En la sala de estar y el comedor resplandecían las arañas de luces, aterra- doras con su enloquecido tintineo durante los frecuentes terremotos.

María y Rosa dormían en un cuartito contiguo a la co- cina. Mi padre les decía lo que tenían que hacer, al principio, pero a medida que aprendí español enseguida acabé siendo yo la que se hizo cargo de la casa, les daba las ins- trucciones, elegía el menú, les daba el dinero de la compra, revisaba las facturas, las regañaba…

No lograba convencer a María y a Rosa de que usaran la lavadora del garaje, así que yo hacía la colada y ellas ten- dían la ropa a secar. No había compresas desechables en esa época, así que, al igual que todas las demás sirvientas, se pasaban horas sentadas en el jardín con un barreño y una manguera, lavando trapos ensangrentados.

Había una campana en el suelo, debajo de la inmensa mesa del comedor. Yo comía allí sola; me encantaba hacer- la sonar cada vez que terminaba un plato. Mi padre comía fuera, o viajaba a visitar minas en Bolivia o Perú o el norte de Chile. Molly cenaba temprano con María y Rosa, en la cocina, y mamá siempre comía en la cama.

Ahora se quedaba en la cama casi todo el día. La inti- midaba la vida social de Santiago, solo se sentía cómoda jugando al bridge con una pareja inglesa, los Mortimer, o al póquer con un grupo de curas jesuitas.

Detrás de las escaleras de la planta baja había un cuar- to amplio que daba a una terraza enlosada. Lo llamábamos la salita familiar, pero yo era la única que lo utilizaba, para montar bailoteos cada semana con mis amigas del colegio, chicas chilenas e inglesas, y chicos del Grange, una acade- mia elitista al estilo de Eton. Bailábamos tangos y rumbas. «Night and Day», «Frenesí», «Adiós, muchachos», «La Mer» de Charles Trenet, «My Foolish Heart». Nunca bailábamos pegados, nunca nos dábamos la mano y, por supuesto, nun- ca nos besábamos a menos que estuviésemos pololeando, o sea, yendo en serio.

Yo era muy bonita, llevaba ropa preciosa y todas mis amigas eran igual de frívolas y consentidas. Íbamos a la modista y a la peluquería y al zapatero, salíamos a almorzar en el Hotel Carrera o el paseo Ahumada, a espléndidas me- riendas en el Crillón o en casa de uno o de otro.

Molly y Lucia, 1952

Esquiábamos en Portillo todo el invierno, pasábamos los veranos en Algarrobo y Viña del Mar. Veíamos parti- dos de rugby y críquet, jugábamos al tenis y al golf, nadá- bamos en el club de campo Príncipe de Gales. Los fines de semana había cine y salas de fiesta y bailes; a menudo aca- bábamos en la primera misa de El Bosque con ropa de no- che. Cuando Molly y yo nos despertábamos por la mañana, llamábamos para que nos trajeran el desayuno.

Un timbra- zo era para el café con leche, dos para el cacao, con fruta y tostadas. Por la noche, Rosa ponía ladrillos calientes bajo las sábanas, al pie de cada cama, y dejaba listos nuestros uniformes del colegio para el día siguiente. Lana verde os- curo con rígidos cuellos y puños blancos almidonados, me- dias de color carne y zapatos recios, chaqueta marrón y sombrero redondo de ala con una cinta de raso.

Un guarda- polvo blanco limpio y almidonado, más parecido a una bata de laboratorio, que llevábamos encima del uniforme en el colegio. Cargábamos con las carteras de los libros en el largo camino hasta la escuela por las calles arboladas, pasan- do por casas hermosas y jardines preciosos. Fue muchos años antes de la revolución; la opulencia y la holgura en- volvían nuestro mundo.

El Colegio Santiago era un soberbio edificio de piedra, con tres alas amplias bajo tejados rojos. Tenía unas arcadas cubiertas de glicinias, suelos de baldosas brillantes en las ga- lerías, construidas alrededor de una vasta rosaleda con ban- cos y senderos rastrillados. En un nivel más bajo contaba con un teatro y un gimnasio, una pista para jugar al hockey y al bádminton. Había muchos olmos y arces, así como árboles frutales, y otro gran jardín con una fuente delante de la es- cuela superior.

Trabajábamos mucho en clase; todo se daba en espa- ñol, excepto Inglés. Salvo en la asignatura de Literatura Española, no teníamos libros. Los profesores dictaban la lección sin descanso durante una hora, y nosotras anotá- bamos hasta la última palabra. Durante meses me dedi- qué a copiar y luego corregir lo que había escrito con el libro de otra chica, para escribirlo palabra por palabra en las pruebas. Aprobé los exámenes de Historia y Filosofía mucho antes de entender lo que escribía. Los temarios eran muy difíciles. Estudiábamos Inglés y Francés, Química, Matemáticas y Física. En la clase de Literatura Espa- ñola leímos más novela y poesía española y sudamericana de las que leería luego en la universidad. Dedicamos dos años al Quijote, comentando los capítulos en detalle cada día. Una vez, en clase, leí un pasaje donde uno de los per- sonajes de Cervantes, en un manicomio, dice que puede hacer que llueva cuando le plazca. Entendí en ese momen- to que los escritores eran capaces de lograr todo lo que se propusieran.

Hacíamos simulacros de terremoto una vez al mes, en los que nos poníamos el sombrero y los guantes, formába- mos en fila de a dos y marchábamos a paso ligero y en silen- cio hasta el patio de la rosaleda. Cada dos o tres meses tenía- mos un terremoto de verdad, nunca uno grave, pero todos los profesores se acordaban de uno que había causado estra- gos. El señor Peña, el profesor de Física, me derribó una vez al salir disparado hacia la puerta.

Años más tarde varias de mis compañeras de clase mu- rieron durante la revolución. Algunas murieron luchando en ella, otras se suicidaron después porque el mundo que conocían se había desvanecido.