Hay un momento —entre la adultez funcional y la bancarrota emocional— donde se empieza a apreciar con cariño la belleza del carrete decadente. No hablamos de rooftops con negronis de autor ni de DJ sets en terrazas con código de vestimenta implícito. Hablamos de lo otro. De la previa en casa con luces quemadas, playlists rescatadas del 2015, y una bolsa de hielo goteando en el lavaplatos como en rituales paganos previos al descontrol.
En ese contexto, encontrar cervezas en oferta o una promo de oferta pollo se siente como una señal divina. Y no, no es ironía. Es logística emocional: tener chela fría y algo que poner en la parrilla mientras suenan Los Prisioneros, Bad Bunny o Alex Anwandter, dependiendo del mood colectivo, puede ser la diferencia entre un martes cualquiera y una noche legendaria.
Más allá del humor, hay algo políticamente hermoso en no pretender. En abrazar lo ordinario sin pedirle permiso a la estética. En elegir una caja de latas porque está en 2×1, y compartir una bandeja de tutos de pollo asado en un sillón que cruje, mientras alguien revisa su carta astral con un cigarro en la mano. Es una estética. Es una ética. Es una declaración de principios contra el algoritmo que te dice que todo tiene que ser perfecto para valer la pena.
La generación que se crió con Tumblr, memes, MTV y autoficción ya no le tiene miedo al cringe. Lo ha abrazado. Y el carrete decadente es parte de eso: lo real, lo económico, lo que no está hecho para Instagram pero igual se postea, con un filtro feo y un pie de foto irónico. Es también un ritual de amistad: compartir lo que hay, hacer rendir la promo, quemar una pizza de paquete a las 3 am y jurar que fue la mejor decisión de la noche.
Entonces sí, esto es un homenaje. A las promos de supermercado que salvan el finde sin pedir nada a cambio. A ese amigo que llega con un pack de chela barata como si trajera champaña. A la cocina convertida en pista de baile. A las conversaciones borrosas con olor a papas fritas. Al desorden como lenguaje. A la improvisación como arte.
Porque el goce no siempre es gourmet. Ni el plan tiene que ser digno de un carrete de TikTok o de un reel viral. A veces, basta con una promo de pollo, una chela helada y las personas correctas para que todo tenga sentido. Y eso, en este mundo, ya es un lujo.