Un nuevo concepto llegó a derribar lo que creíamos que era la clase media: el precariado. Un grupo que vive en base a la cultura de la deuda y cuya salud mental se ve deteriorada por la infinita incertidumbre de vivir al tres y al cuatro. Estos son los relatos de chilenos y chilenas que en medio de una pandemia que recrudeció la desigualdad, sobreviven como pueden, dispuestos incluso a pagar la morosidad con sus vidas.
fotos por Camila Castillo
Guy Standing es un economista británico, fundador de la Red Global de Ingreso Básico (BIEN, por sus siglas en inglés) y autor del libro Precariado: Una nueva clase social (2012), texto en el que introdujo el término por primera vez para referirse a aquellas personas que “tienen un empleo inestable, y hacen un montón de trabajo por el que no reciben remuneración alguna”. Hablamos en exclusiva con el académico desde Suecia, y nos contó sobre el nacimiento del concepto, su evolución y su relación con Chile.
Es debido a esta incertidumbre laboral que según Standing, esta clase es explotada “a través de sueldos bajos, pero también mediante las deudas”, las que provienen de créditos bancarios y de consumo. “El precariado depende de sus tarjetas de crédito y el pago en cuota para pagar el arriendo, sus estudios y las cuentas”, explica el economista, anfitrión de la Ted talk “Renta básica: ¿Utopía o solución?”
El origen de los estudios de Standing se remonta a la historia de nuestro país: en su texto, la referencia comienza con el neoliberalismo implementado en Chile durante el Golpe de Estado y que se replicó en el resto del planeta. El precariado hoy se refleja no sólo en el tercer mundo, sino también en las clases medias de Europa y Asia, donde el descontento está constantemente en un punto de ebullición.
De hecho, Standing cuenta que para el 18 de octubre, varios chilenos lo contactaron para decirle que su teoría sobre esta clase social se había vuelto una realidad material: “Aquí el precariado frustrado está organizándose en contra del sistema neoliberal corrupto”, recuerda que le dijeron.
A diferencia de la clase media, afirma Standing, el precariado se caracteriza por vivir en un constante limbo económico que tiene consecuencias devastadoras para la salud mental. Deprimidos, frustrados por no realizarse profesionalmente y con deudas que se acumulan, la ilusión de pertenecer a una clase que supuestamente no es pobre, perdura mientras los ingresos lleguen a fin de mes y la capacidad de consumir se mantenga . Sin embargo, una vez que la burbuja se rompe por un despido, una enfermedad o una crisis sanitaria, la ilusión termina.
Aquí aparece un fenómeno que en otras partes del mundo se ha convertido en un problema de la salud pública: las muertes por desesperación. El suicidio, afirma Guy Standing, es un fantasma que acecha permanentemente al precariado y que se presenta como una opción viable en tiempos de crisis. “Este fenómeno ocurre cuando las personas están angustiadas por su situación económica, no tienen esperanzas y prefieren matarse antes que seguir viviendo así”.
El 5 de mayo de este año, el camionero Rolando Henríquez (46) estaba descansando en la ruta 146, en el camino Cabrero – Concepción, cuando detrás de una camioneta vio fuego. Pensó que se trataba de una fogata de basura, pero entre las llamas vio el cuerpo de un hombre. Salió corriendo con una manta, un bidón de agua y trató de apagarlo.
Se trataba de Juan Moreno (55), un trabajador de la VIII Región que, habiendo quedado cesante, se quemó a lo bonzo. Sin mucha prensa, su nombre apenas dio vueltas en algunos portales de noticias y Bárbara Figueroa, presidenta de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), fue una de las pocas autoridades que lamentó el hecho diciendo que “el dolor y la desesperación de los trabajadores es tremendo; no puede ser que estén llegando a esto para hacerse escuchar, en su carta habló de problemas económicos y laborales”.
Efectivamente, mientras el SAMU se llevaba a Juan, con el 90% de su cuerpo quemado, Rolando encontró el cuaderno con las cartas en las que el trabajador pedía perdón a su familia, hablaba de un finiquito que nunca llegó y que las deudas lo habían llevado a cometer esta decisión. “Yo no lo juzgo”, dice el camionero, quien figura como el único testigo en el parte de Carabineros.
“En un momento yo también debía quince millones, y terminar con la vida es algo que uno piensa cuando tienes encima a gente cobrándote y no ves otra salida”, cuenta. “Hablando con amigos uno se da cuenta de que esto es más normal de lo que parece”
Una deuda de por vida
“El precariado es esa clase social que ya no es el proletariado antiguo. Estas personas viven una vida precaria permanentemente. Están en la cuerda floja, viven al borde del peñadero y con la soga al cuello”, explica el docente de la Escuela de Gobierno de la Universidad Católica, Miguel Yaksic. “Hemos construido un discurso en el que si a ti te va bien, es gracias al esfuerzo. En cambio si te va mal, eres flojo. Esto es muy injusto porque hay muchos que se esfuerzan bastante y les sigue yendo mal”, argumenta.
Sofía Lizana (29) estaba junto a su mamá cuando encontraron el cuerpo de su papá en su propia casa. Hernán (62), feriante de la VI Región, decidió quitarse la vida acongojado por las deudas.
Nadie lo vio venir, aunque la semana anterior a su suicidio lo llevaron al hospital por una descompensación: entre la diabetes y una crisis de angustia, la familia de Lizana supo que él se encontraba atravesando por una depresión que se agudizó con la llegada de la pandemia y la imposibilidad que tuvo Hernán de salir a trabajar los primeros meses.
Los tres hijos de Hernán fueron a la universidad: Sofía es educadora de párvulos, Andrés es profesor de educación física y el menor estudió música. Y los préstamos que Lizana había hecho los realizó para pagar la patente de su negocio, mejorar el bazar de su mujer, comprar mercadería para la casa y el resto, según Sofía, fueron puros intereses.
Además, con la llegada del covid y sin poder trabajar, la incertidumbre de no volver a la normalidad lo llevaron a sacar adelantos y créditos de consumo que le ofrecían desde el retail y los bancos.
Los hermanos coinciden en que su papá no comunicaba mucho sus problemas. Sofía dice que en la casa nunca faltó nada, que siempre tenían un hogar lindo y lleno de comida, y que como papá, él se cuidaba mucho de no preocuparlos. “Cuando empecé a verlo decaído le preguntamos qué le pasaba y se molestaba. No quería que nadie pensara en él como una persona enferma o aproblemada”, dice su hermano, Andrés.
“Hubo un momento en él que tuvo que llamarme desesperado para que lo ayudara a pagar una de las deudas de la tarjeta. Yo tuve que conseguirme 600 mil con un amigo en Santiago y saqué 400 de mi propia tarjeta de crédito”, dice el hijo, “cuando mi papá se quitó la vida, con todas las llamadas de cobranzas que recibí, supe que sólo en casas comerciales la deuda supera los 5 millones, pero no sé cuánto en el banco”, cuenta. “Su miedo más grande era que lo embargaran y me lo repetía”.
“A pesar de haber trabajado toda su vida, mi papá apenas tenía 2 millones en la cuenta de la AFP, entonces tampoco pudimos hacer mucho”, agrega Andrés.
El hijo cuenta que Hernán sentía que tenía que cumplir siempre con estar al día. “A él lo mataron las deudas”. Hoy, la familia Lizana cuenta que están disputándose la patente del puesto en la feria con la Municipalidad de San Fernando. “Con su muerte nos la quieren quitar. Mi hermana renunció a su trabajo para hacerse cargo del puesto, porque es el legado que no es queda de él y no lo podemos perder”.
Actualizar la pobreza
Para el sacerdote jesuita Felipe Berríos, lo que consideramos como clase media hoy es una forma de “pobreza disfrazada” que se esconde detrás del acceso a bienes y servicios, más bien, de la posibilidad de conseguirlos a través del consumo: colegios subvencionados, universidades privadas, ropa cara, un auto, un televisor de 50’’ pulgadas: “Esta es una pobreza que ha estudiado, que tienen buen vestir, una casa, pero que vive una inseguridad tremenda, con deudas. Se les enferma alguien en la familia o les chocan el auto y se les fue todo a la cresta”, afirma desde el campamento La Chimba, en Antofagasta.
A Camila Pastene (29, Conchalí), su papá siempre le inculcó a ella y a sus cuatro hermanos que la única manera de salir adelante era estudiando. En séptimo básico la matricularon en el Liceo n°1 Javiera Carrera, porque un colegio emblemático le aseguraría un mejor futuro y así, podría llegar a la universidad.
Ese mismo año, su padre falleció de un cáncer terminal que no pudo tratar porque en su casa no tenían cómo pagar sus quimioterapias, y tanto ella como su mamá cayeron en una depresión. Al mismo tiempo que vivían el luto tenían que hacer malabares para pagar las cuentas, porque el único trabajo formal del hogar era el de su padre, que era camionero.
Cuando se graduó de IV Medio, Camila sabía que quería estudiar Ingeniería. A los 18 años ingresó a Informática en la Universidad Andrés Bello, carrera que pagaba usando el monto máximo del Crédito con Aval del Estado (CAE). Dos años después se dio cuenta de que no era lo suyo y se cambió a Geología. La carrera era mucho más cara, 5 millones de pesos anualmente, y como el crédito no cubría en su totalidad la diferencia, la pagó haciendo clases particulares de matemáticas y con una beca del Estado.
En tercer año de Geología, Camila quedó embarazada y tuvo que congelar. En consecuencia, su beca fue cancelada y cuando quiso retomar sus estudios después, tuvo que pagar al contado lo que el CAE no le cubría. Ahora que está titulada y no ha podido encontrar trabajo en lo que estudiar, a pesar de postular a más de 100 ofertas en el último año, debe 53 millones de pesos por ambas carreras. Sin intereses, dice, la deuda no pasaría los 20 millones. Ante la imposibilidad de saldar ese crédito, decidió evadir: “(El CAE) Es impagable. Espero poder evadirlo para siempre y no tener que pagar”, añade.
Un bicho que mató a un sistema
Alejandra Alegría (63) vivía junto a otras ocho personas en una casa de 44 m2 en la villa San Miguel 4, Puente Alto. Nunca se habían sentido tan incómodos en las dinámicas familiares que sostenían día a día, hasta la llegada de la pandemia, cuando, según dice ella, “todo se fue al carajo”.
Su hijo Carlos y su nuera Camila, que usaban una de las habitaciones junto a los 3 hijos, son auxiliares de aseo de un colegio de la comuna, que cuando cerró sus puertas por el confinamiento, quedaron sin goce de sueldo.
Carla, educadora de párvulos, llevaba cesante hace más de medio año, desde el estallido, y con la llegada del covid encontrar un nuevo trabajo en su área se hizo imposible. Y el único que quedó con un ingreso era Carlos (75), el marido de Alejandra, conserje de un edificio en el centro de la capital.
La rutina de Alejandra era muy desalentadora: terminaba de hacer el almuerzo para todos y prefería dormir la mayor parte de la tarde, porque sino la angustia de saber si llegarían a fin de mes o si alguno se contagiaría la atormentaba. “Acá caía uno y nos enfermábamos todos”, dice. Le aterraba atenderse en el servicio público y perder a alguno de sus familiares. Y la precariedad llegó a ser tanta que no tenían plata ni para comprar mascarillas, ni guantes de látex. Finalmente, ella terminó fabricando algunas con género, y las quirúrgicas las cuidaban como hueso santo: si alguien salía, las lavaban y se reutilizaban.
En las noches el insomnio no la dejaba dormir y en su cabeza no paraba de pensar: “¿cuánto falta para que esto termine? Todos teníamos trabajo, no éramos ricos pero no vivíamos mal, pero llegó este bicho y nos dio vuelta todo”. Lo peor pasó cuando a Carlos lo despidieron del trabajo sin darle explicaciones. “Lo echaron por viejo. No le querían pagar el finiquito, tuvimos que ir a la Inspección del Trabajo y hacer todos los trámites”, cuenta Alegría y agrega que en esos meses, la olla común del barrio los salvó del hambre.
Con el retiro del 10%, Carla, la hija, supo que necesitaba salir de la casa porque se sentían hacinados y usó su único millón, junto al Ingreso Familiar de Emergencia que recibe, para pagar el año completo de un arriendo en un departamento dentro del mismo block. Un piso más arriba.
Alejandra tuvo que salir a buscar trabajo como asesora del hogar puertas adentro. Y hoy sigue trabajando en casas particulares para mantenerse. Junto a eso, más la pensión de 180 mil de su marido, cubren lo básico en su casa. Sumándole el IFE que empezaron a recibir desde enero. “Nos ayuda mucho recibir las cajas de la JUNAEB que le mandan a los niños, mis hijos aportan con eso, ahora que se abrieron los colegios volvieron también a trabajar y fue un respiro”, dice. “No calificamos para nada, ningún subsidio, porque teníamos la puntuación antigua, entonces sabíamos de vecinos que recibían ayuda y nosotros nada”,
Carlos no quiso sacar sus retiros porque le da miedo el daño que eso podría tener en su pensión. Y como si fuera poco, mientras realizaba trabajos informales, hace 5 meses se cayó de un techo y tuvo una lesión importante en el coxis, un accidente que lo dejó semanas sin poder caminar, mientras Alejandra resolvía qué hacer.
Alegría dice que no quiere pensar en las deudas. Sólo ella, en tarjetas de casas comerciales, debe más de 5 millones. Y su marido prefirió olvidar el monto que le debe a un banco porque sino se frustra, le da rabia y ansiedad. Todo lo utilizaron a lo largo de estos años para pagar cosas de la vida diaria y arreglos en la casa. “Es algo en lo que no tratamos de pensar, porque ahí sí que nos volvemos locos”, dice.
Dueños de nada
A diferencia de Camila que creció con la ilusión de tener una vida mejor yendo a la universidad, Nicolás (20, Macul) no quiere seguir estudiando. Actualmente está terminando cuarto medio en el Liceo 7 y hace poco le comunicó a Pamela Ríos (48), su mamá, que prefería seguir trabajando para que ella “no gastara plata” en una carrera que “no le aseguraría nada”. Hasta ahora, está dispuesto a hacer lo que sea para ganarse la vida: “Quiere ser barman, atender locales. Le gustaría tatuar porque dibuja lindo, pero no quiere que yo gaste en eso”, cuenta Pamela sobre su hijo, al que actualmente mantiene sola y con tres trabajos.
A Pamela le faltan horas del día para poder seguir trabajando. Hace años que lleva un ritmo tan acelerado que olvidó la última vez que tomó unas vacaciones. Cuenta victoriosa que durante el día había podido dormir una siesta de 30 minutos, algo impensado para su rutina habitual: hoy trabaja como secretaria bilingüe en una empresa de inversiones desde hace 10 años, es corredora de propiedades, y durante la pandemia armó su propia empresa de transportes. Antes del covid-19, una de sus pegas informales era manejar un Uber pero desistió después de dos años y medio por el riesgo que corría con los pasajeros.
Actualmente con su hijo viven en un departamento de 60 m2 que compró a través de un crédito hipotecario de 75 millones de pesos a 30 años en Macul. El dividendo mensual es de 440 mil, y a eso además hay que sumarle los gastos comunes que son 110 mil pesos más y el arriendo de un estacionamiento por otros 60.
Antes de los retiros del 10%, Pamela mantenía un puñado de deudas en distintas tarjetas de crédito de tiendas de retail que llegaban a los 12 millones. Sacrificando parte de su jubilación, luego de más de tres décadas trabajando, logró saldar una parte de sus cuentas pendientes: “No he podido gozar ni un peso de esa plata”, cuenta. “Todo lo que saqué lo usé para pagar deudas”.
La Universidad San Sebastián, en conjunto con la empresa Equifax, realizaron un informe que determinó que en el último año los deudores morosos, aquellos que están atrasados con sus pagos, bajaron un 7,9%. Actualmente, en total esa cifra supera los 4 millones de personas.
Expertos señalan que una de las principales bajas de esta caída correspondería a los tres retiros del 10% de las AFP, que tal como le pasó a Camila y a Pamela, ayudó a bajar su nivel de endeudamiento. Sin embargo, advierte Gonzalo Edwards, Decano de Economía y Negocios del plantel a cargo del estudio, este efecto no es completamente positivo, ya que mayor poder adquisitivo también puede significar mayor poder de deuda: “Hemos visto que ha aumentado la compra de autos y otros bienes durables a través del crédito y, en consecuencia, puede ser que las personas estén adquiriendo nuevas deudas”.
Si Camila Pastene estaba angustiada cuando revisó su deuda del CAE una vez ya titulada y cesante, hoy su incertidumbre es aún peor. Como no pudo encontrar trabajo en lo que estudió, ya que, dice, en todas partes le pedían un magíster o un doctorado y varios años de experiencia, llegó a un colegio con modalidad Montessori a hacer clases de matemáticas, por las que le pagan 650 mil pesos.
A fin de año y durante los dos meses de vacaciones de verano, el establecimiento debe decidir si renovar su contrato o no. Si no lo hacen, tendrá que arreglárselas en otra cosa porque en los colegios tradicionales (reconocidos por el Estado), no puede ejercer como profesora sin el título de pedagogía.
Cuando es el turno de las visitas del papá de su hijo de 4 años los fines de semana, ella aprovecha para hacer clases particulares. El monto máximo que se ha hecho en un mes sumando su sueldo y los pitutos, son 700 mil. Con eso, paga sus gastos y los de su hijo en la casa de su madre, donde viven de allegados. Por ser deudora del CAE, hay bancos que le niegan el acceso a créditos hipotecarios. “Con el precio de las viviendas en la actualidad, es imposible arrendar y la casa propia es inalcanzable”
El retiro del 10% la ayudó, pero no fue suficiente. Con el primer trámite retiró todos sus fondos: 500 mil pesos, los que gastó en exámenes médicos suyos y de su hijo. A ella le detectaron una rotura del tendón en la rodilla derecha que sí o sí debe operarse o quedará con secuelas para caminar. Al niño de 4 años por otro lado le diagnosticaron problemas en las glándulas adenoides, lo que le dificulta la respiración. Él también debe someterse a una cirugía, y Camila no tiene cómo solventar ambas intervenciones porque no tiene cómo ahorrar.
Esta fragilidad de la vida del precariado, afirma la Directora Ejecutiva de Espacio Público, Pía Mundaca, está asociada a “su nivel de endeudamiento y su incapacidad de ahorro, porque no existen condiciones materiales que les permitan hacerlo”, explica la cientista y economista política.
Muy ricos para el Estado, muy pobres para los bancos
El sueño de Camila Pastene es “estar tranquila”, emocional y económicamente por sobre todas las cosas. Lo que más quiere es vivir bajo el techo de una casa propia junto a su hijo, seguir estudiando, y encontrar un trabajo que le permita desarrollarse profesionalmente y no sólo pagar las cuentas.
No obstante, sabe que como están las cosas en la actualidad, es prácticamente imposible. Lo peor, no es la única de su generación que se siente así de desesperanzada: “Tengo muchos ex compañeros en las mismas: endeudados con el CAE y sin trabajo. A veces bromeábamos y le llamábamos a nuestra carrera ‘la fábrica del desempleo’. Ninguno se esperaba que fuera así”, dice riéndose resignada a un presente y futuro incierto.
A Pamela Ríos le encantaría irse de su actual barrio en Macul, porque ya no se siente a gusto en él. Pero es un sueño inalcanzable: debido a la deuda que mantiene en el banco por el crédito hipotecario de su actual vivienda, pedir otro préstamo es inviable. Su hijo Nicolás, por su parte, no puede esperar para sacar al fin su cuarto medio y ponerse a trabajar para que su mamá “no se desgaste tanto”. A pesar de recibir más dinero gracias a sus tres trabajos, Pamela dice que “puede llegar a un nivel de vida más alto, pero que no puede tocar o disfrutar” por el cansancio.
“En los grupos medios y bajos está el sueño de una movilidad social para que sus vidas sean distintas, y así creyeron en que su capacidad de pago iba a darles más oportunidades”, asegura Pía Mundaca. “El precariado quiere dignidad, ¿pero qué significa esa palabra para ellos? Aunque las respuestas son diversas, el punto en común de los más precarizados está en lo material, lo tangible. Ellos están pensando en aquello que las clases altas ya tienen cubierto”, concluye Mundaca.
Con las tarjetas reventadas, el miedo a caer enfermos y la inseguridad de quedar sin trabajo en el corto plazo, el precariado se mantiene como un náufrago aferrado a una pequeña balsa en alta mar, esperando un milagro. “Lo que quiere el precariado es volver a tener el control de sus propias vidas”, afirma Guy Standing. Y para que eso pase, el sistema de la distribución de la riqueza tiene que cambiar radicalmente: “El capitalismo basado en la propiedad tiene que ser cada vez menos rentable. Y para empezar, todos los ciudadanos deberían tener derecho a un ingreso básico garantizado”. Sólo de esa forma, explica el autor, el precariado podrá volver a controlar su destino.