La humanidad se divide en dos tipos de persona; los que llevan la torta y a los que le llevan la torta; aquellos que aman estar de cumpleaños y esos otros que lo odian. Pero si existe algo que es transversal en la especie y la unifica, es ese fervoroso gusto por el festejo.

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La debacle radica frecuentemente en el escenario preciso para convocar a tu gente; sólo sabes que los quieres a todos borrachos y felices pero a veces la billetera no acompaña las buenas intenciones.

A pocas horas de aquel preciado día en el que incluso se entona un himno en honor al aniversario de mi natalicio (yo soy una birthdaylover) mi mano de vinilos franceses me propuso su local como sede; “celebra tus veintisiete en Goodstock Bar“, tenía sentido. La proximidad a mi oficina y mi ignorancia en bares decidieron por mí. Alcé la voz por Facebook y en cuanto salí de la oficina caminé hasta Rancagua con Condell, donde un Don Ramón te recibe estática pero bondadosamente mercenario y un John Lennon te protege desde el segundo piso.

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En la convocatoria me enteré que el dueño a ojo popular del local era nadie menos que Freddy Stock, por lo que no sorprende el telón con video clips de Bowie o Eric Clapton en vivo en la terraza y el interior plagado de retratos de aquellos viejos ídolos y el edificio del physicall graffiti fondeando el bar.

De 20:30 a 21:00 la escena fue lo más penoso que existe en el imaginario colectivo. La mesa reservada era una L gigante en la terraza con capacidad de treinta personas y la cumpleañera, que por primera vez en su vida había sido puntual, sentada absolutamente sola, sin cigarros siquiera para acompañarla.

El shop de Royal estaba a $2.900 entonces partí por ahí, jurando mientras lo pedía que por lo menos tres amigos sí o sí llegaban en algún momento. A esas alturas ya no sólo me sentía loser, ahora casi un poco culpable. Entonces llegó el dueño a calmar mi cara de excusa y se sentó conmigo hasta que llegó la primera invitada.

Si bien esta crisis capitalista entregaba un guacamole sediento de palta, tomarme el juguito desde el plato indicaba que todo bien con el pebre que venía junto a los nachos. La asistencia estaba perfecta, toda canción que sonaba era buena, nadie tenía un vaso vacío en frente, el goce se sentía cumpleañero, yo misma era una piñata de amor. Al tercer shop ya me sentía bastante borracha, por lo que le di frenética bienvenida a la torta Goodstock cortesía de la casa; una Cucaracha.

Sé que era tequila, sentí una pisca de sabor a anís, había mucho fuego saliendo del vaso y había que beberlo rápido antes de que se derritiera la bombilla. Arma homicida el cáliz de mi sangre. La tercera escena involucra el baño (impecable, debo decir) y cuatro individuos cargando el cadáver de un unicornio cumpleañero.

Perdí mi celular, luca y las llaves de mi casa. Al día siguiente recuperé todo. Entregarme legendariamente a los brazos del rock se sintió como una misión cumplida.
Así que ya sabe, si quiere una buena noche de rock, cualquier noche puede ser festivalera.

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