Chester Bennington de Linkin Park se suicidó y nos dejó con la cabeza debajo del agua.

Estar comiendo tallarines, que suene tu celular, mirarlo mientras tragas, ver el mensaje “Se mató Chester de Linkin Park” y sentir como que estás vomitando tus propios interiores después de la patada de un caballo en la boca del estómago.

Caminar despersonalizado de vuelta a la oficina. Otro breaking news que es un breaking heart. Pero es un breaking news finalmente. Hay que subir el post rápido. Con la garganta llena de fideos dando vueltas como gusanos. La pega es la pega y acá no estamos tratando de engañar a nadie. No hay nadie más cerdo en este mundo que nosotros los periodistas. Es la guerra de los clicks y esa hueá no da tregua. (Preparémonos para leer y publicar con náuseas “el ultimo concierto/video”, “el mundo de la música lamentó la partida”, “el parte médico”, “el paso por Chile”, etc.)

Apretar publicar y recién empezar a asimilar que lo que acaba de pasar es real. Real como colgarse y morir. Real como entender que además de los millones de fans y los cientos de colegas y amigos todavía en shock, sintiendo la cabeza con el vértigo de estar cayendo en picada desde el cielo, hay seis niños que crecerán fisurados y llenos de dudas e inseguridad porque la persona que más los tiene que querer decidió renunciar a la vida y autoexiliarse del mundo y convertirse en un fantasma que los va penar por siempre.

Se sabe, y si no lo sabes te lo cuento: el duelo de los familiares y cercanos de un suicida no termina jamás. Es una herida que no cierra. A lo más cicatriza a ratos, pero con una infección latiendo permanente debajo que la va romper cada-cierto-tiempo como en un doloroso e inmisericorde loop eterno. Se pasa por diferentes estados: cuestionamiento, pena, dolor, rabia, curiosidad, confusión, pero lo que se llama la aceptación, la sanación, simplemente no llega jamás. En el mejor de los casos, se puede llegar al limbo/nirvana de la disociación o el entumecimiento.

Eso, en una medida, muchísimo menor medida, pero igual, es lo que pesca de las mechas y tira al suelo, o le mete la cabeza debajo del agua, a los seguidores de Linkin Park en estos momentos. Esa sensación de abandono de parte de alguien que varias veces te hizo sentir mejor, o al menos acompañado en la angustia adolescente y/o depresión. Al final, con los músicos que uno ha seguido por tantos años uno siente una profunda conexión emocional. Una complicidad. No sé como decirlo de una forma que no se lea cebolla. Pero obviamente duele y confunde sentirse abandonado.

En el caso de Chester, puta, estamos hablando de un hombre sensible, un artista, que lidió con problemas de adicción a las drogas toda su vida (hace algunos años contó que se llegó a estar mandando 11 dosis de LSD al día, que fumaba crack, y que tomaba todos los santos días). Se supo que fue víctima de abuso sexual también. Y puta, además le tocó vivir primero la muerte por sobredosis de Scott Weiland (recordemos que lo reemplazó en STP cuando Scott estaba demasiado metido en la pasta), y luego, bueno hace dos meses, lo repasó el suicidio de Chris Cornell, que era su mejor amigo.

Es probable que eso le haya gatillado fantasmas y demonios que sencillamente no lo dejaron en paz. Quién chucha sabe. Que sus propios fans también lo hayan chaqueteado por encontrar que el último disco de Linkin Park era “demasiado pop” tampoco debe haber ayudado. Pero quién sabe. Esa es la cosa. Ese quién chucha sabe qué hace o por qué mierda alguien decide matarse. El misterio y la confusión de ver que alguien se pasa para el otro lado por cuenta propia, una cosa tan antinatural, es lo que provoca la sensación intragable de tener fideos atascados en la garganta como gusanos arrastrándose.

Descansa en paz, Chester. Gracias por todo.

Si tienes pensamientos o comportamientos suicidas, o conoces a alguien que haya mostrado alguna de estas señales, no dudes en llamar a cualquier hora del día, cualquier día, al 600 360 7777, línea telefónica de la que dispone el Ministerio de Salud o contactar a la fundación Todo Mejora