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Villa Frei

por Vadim Vidal*

El 5 de octubre del 88, los cabros del kiosco del Chacho pusieron la radio súper fuerte para el conteo de votos. En un momento gritaron que ganábamos y siguieron en lo suyo, o sea, tomar chelas y escuchar rock clásico. Nosotros vivíamos en un dúplex de la Villa Frei, yo ocupaba el dormitorio chico del segundo piso, tenía un deck doble casetera que me había regalado mi tía (un portento de equipo para la época), y puse a todo dar Para que nunca más y Adiós General de Sol y Lluvia. El silencio era pesado esa tarde. Pasaron horas antes que la dictadura admitiera su derrota.

La Villa es el lugar donde más feliz he sido y donde más infeliz también. Es la grieta y la cima. Viví acá de los 14 a los 27 años: fin del colegio y universidad. Volví hace un par de años, pero los míos permanecieron. Acá vi crecer a mis sobrinas y mi hija grande hizo con ellas sus primeras (de muchas) pijamadas. También vi caer a mi viejo en la demencia senil. Padeció y murió acá, en los meses más duros y tristes de nuestras existencias (mía y de mi hermana). Quizás para sanar esa herida y cerrar el círculo, o quizás solo porque es un bello lugar para crecer, nos vinimos con mi pareja y mi hija pequeña cuando esta tenía solo cuatro meses. Hemos estado acá estas tres semanas tocando cacerolas, asistiendo a asambleas al lado de la cancha y tragando lacrimógenas.

Había algo en la Villa antes que volviera para acá que me gustaba y era distinto a lo que existía cuando viví de joven. Cierto grosor, cierto sentido de pertenencia. En los 90 este era un lugar mal visto por los vecinos de las casas grandotas de Los Jardines o Juan Moya. De hecho, el pelafustán de Sabat dijo alguna vez que él no dejaría que sus hijos se pasearan solos por el Parque Ramón Cruz. Su hija hoy lo hace cuando se trata de capturar votos (nunca más).

Pudo ser el abandono posterior al terremoto del 2010 que llevó a los vecinos a unirse, primero para reparar y luego para proteger. No lo sé, pero hay ahora algo que no había cuando yo era cabro y me escabullía por el parque haciendo stencils y escuchando música alternativa con mis amigos del colegio. Me acuerdo de la celebración cuando la declararon Zona Típica. Yo cuidaba a mi papá y fuimos al parque a una feria de las pulgas que remataba con caldillo de congrio en olla común. Siempre quise volver.

La semana del toque de queda, en vez de esconderse en sus casas, los vecinos y vecinas organizaron talleres, grupos de apoyo sicológico, asambleas, un cabildo multitudinario y ollas comunes todos los días. Mi vieja se alimentó de lo que cocinaban los cabros esos días de incertidumbre. Ahora me doy cuenta que he vivido dos toques de queda acá.

También me doy cuenta que, a diferencia de todes, apenas he subido fotos de Plaza de la Dignidad a mis redes, de los cabros de la primera línea o los ancianos con carteles. Tengo solo de las actividades de acá, que no tienen esa épica brígida de la lucha callejera, ni el ingenio desatado, pero algo de épica e ingenio también tienen. No sé, se me ocurre que de no existir esos comités y asambleas, que si las señoras no tejieran sus arpilleras durante horas en el parque, ni los cabros del club deportivo hicieran sus cursos o eventos urbanos, si nadie diera cara a la represión apiñándose en la esquina; los pacos lisa y llanamente entraban y nos rompían las ventanas a balines. No faltará el que piense que puede ser al revés, pero a mí la gente movilizada me hace sentir más seguro.

El jueves pasado fuimos a la velatón en memoria de Catrillanca. Mi pareja estaba en la marcha del centro. Lo hacemos así, turnándonos. Un grupo de chicas marcharon de negro hacia el Puente de los Mandalas, los adultos nos fuimos a Irarrázaval a poner velas. Reconozco a la mayoría: a las mamás que portan sus guaguas, a la pareja que pinta chacones, a la chica que discurseó en la primera asamblea aleonando a los temerosos, a los mayores, a los que viven cerca y se aparecen. Varios también me reconocen. Nos entramos luego porque las niñas debían cenar y acostarse. Mi hija mayor me dice que quería “seguir luchando” afuera.

Puede que nos tengamos que ir luego. La economía no da para un barrio que se ha ido gentrificando. Nuestra vecina del segundo piso pone fuerte Arauco tiene una pena y la canta a voz en cuello. Lo hace seguido, aunque varía el repertorio. El aire pica aún, pero mucho menos que en noches anteriores. Los vecinos del block de enfrente chelean en la entrada, como casi todos los días. Es raro, tienen un bello jardín interior para recostarse, pero prefieren carretear parados en la reja. Escuchan rock clásico. El gobierno aún no acepta su derrota.

*Periodista, visita su blog “Hombre en Casa”.