Ha pasado un año desde el 18 de octubre.

365 días desde el “estallido social” o la “revuelta popular”.

El día que nadie esperaba, pero que la mayoría necesitaba. Sin lugar a dudas es y será la fecha más importante de nuestra historia reciente.

Se pueden enumerar muchos factores de por qué el país se volcó a las calles a reclamar su dignidad. A pesar de que muchos intelectuales y políticos trataron de darle un significado a las manifestaciones por medio de largas entrevistas o ensayos, hasta libros, nadie pudo sintetizarlo tan bien como la frase: “no son 30 pesos, son 30 años” o “hasta que la Dignidad se haga costumbre”.

Fueron 30 años de gobernar de espaldas a la gente, de tomar las decisiones entre cuatro paredes, entre los mismos rostros, entre los mismos intereses.

Muchos afirmaron con pudor “no lo vimos venir”, sin embargo, los gritos por avanzar hacia un país más justo se comenzaron a escuchar en las calles desde el año 2006 cuando los “pingüinos” exigieron el cambio a la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza.

De ahí en más, los movimientos sociales comenzaron a tomarse el debate y a representar los intereses de las personas comunes y corrientes.

Los partidos políticos tradicionales, por su parte, nunca entendieron que su propia mezquindad terminó por destruir la legitimidad del sistema que defendían con uñas y dientes, en complicidad con una fuerza pública que finalmente develó ser básicamente el brazo armado de la injusticia.

El 15 de noviembre, la gran mayoría de los partidos firmó el “acuerdo por la paz”, que incluía un histórico plebiscito para cambiar la Constitución de Pinochet.

El objetivo de este pacto era calmar las enormes protestas en las calles, tirarle una aspirina a eso que diagnosticaron como una leve cefalea pero que a todas luces se asemeja más a un voraz cáncer terminal del sistema y por ende, a casi un año de esa fecha las tensiones están lejos de bajar.

Tan solo hace algunos días, el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) dio a conocer que desde el 18 de octubre se han presentado 2.520 querellas por violaciones a los DDHH y el 93% de ellas están dirigidas a Carabineros, institución que está fuertemente cuestionada en este minuto por lanzar a un joven al río Mapocho e infiltrarse en organizaciones sociales en Lo Hermida buscando de manera absurda aumentar la violencia en su contra.

Nadie debiese asombrarse de que la respuesta del sistema a quienes intentaban derribarlo o por último emparejarlo sería violenta, pero las imágenes y las historias, las caras y los nombres de las y los asesinados y mutilados han terminado por profundizar aún más la rabia con el ardor del dolor y el horror.

Se suma a esto la dura situación que viven miles de trabajadoras y trabajadores que han perdido sus empleos durante la pandemia.

Según cifras del Banco Central, la deuda total de las familias chilenas calculada como porcentaje del ingreso disponible escaló al 76,4% en el segundo semestre, alcanzando un máximo histórico.

Y a pesar de que la gente recibió un salvavidas con el 10% de sus fondos de las AFP, la verdad es que la crisis la están pagando los más pobres con sus propios recursos, los insuficientes bonos por parte del Estado y las ollas comunes que se han organizado a lo largo del país.

Ante esta situación de evidente desamparo, las personas están volviendo a salir a las calles y el problema es que ha pasado un año y las problemáticas que generaron el estallido social siguen presentes e incluso se han intensificado.

Entonces, ahora muchos ponen el grito en el cielo porque, luego de varios meses, las protestas están volviendo a la Plaza de la Dignidad. Pero estos son discursos para tirar la pelota al corner, porque la pregunta es ¿Dónde están las soluciones?

De eso poco se discute porque hay muchos que saben que el neoliberalismo en Chile tiene los días contados y están viendo hasta cuando les va a durar el tanque de oxígeno.

Aún se esperan soluciones y hasta ahora sólo tenemos garantía de un plebiscito, que si bien es un avance histórico, es tan solo el primer paso para resolver el problema de la desigualdad, y tal como en el cuento del hondureño Augusto Monterroso, apenas salimos del letargo del confinamiento nos dimos cuenta que el estallido seguía allí.

Foto portada: Pedro Ugarte / AFP