La pena familiar que revivo cada 11 de septiembre

Cada vez que veo que en el Estadio Nacional, lugar predilecto de grandes artistas de pop para hacer sus conciertos y locación en el que el equipo chileno de fútbol ganó su primera Copa América, el mural “Un pueblo sin memoria es un pueblo sin futuro” me abstrae del momento y lugar en el que vivo. Y mi resentimiento biológico, mi pena familiar se obliga a no olvidar.

Como muchos, soy parte de la generación de la vuelta a la democracia. Algunos le dicen post dictadura, o así me lo pasaron en varios de mis cursos en la universidad. Desde pequeña, crecí con historias de mi mamá o de mis parientes mayores en los que abundaban la militancia en el Partido Comunista (obligada o no), el ocultamiento de perseguidos políticos en el subterráneo de la casa de mi bisabuela, en Antofagasta, o la falsa escasez que el bloqueo económico a la Unidad Popular creó previo al golpe.

Para mi mamá, incluso, nacida en plena dictadura, es una historia media ajena. Uno de sus vecinos escondía los camiones de leche que le obligaron a ocultar, y con eso pudo comer sus primeros años de vida. La obligaron a militar en las Juventudes Comunistas por tradición familiar, a ser partícipe del proceso del plebiscito del 89, y tantas otras cosas que aún no me cuenta. Malones y toques de queda. Los Prisioneros como banda sonora de su adolescencia. El resentimiento de una familia cuyas bases están en el miedo a la tortura.

Cuando yo ya tenía uso de mi razonamiento total, en plena adolescencia, un programa que no recuerdo de que canal era (probablemente Contacto o Informe Especial, ambos programas que han tenido especiales sobre lo sucedido en los primeros días después del golpe) pasó un especial de La Caravana de Muerte. En el living de la casa, mi abuela y mi tía abuela atentas al televisor, escuchando cada palabra y esperando a que un nombre en específico apareciera en la boca de los entrevistados. Una memoria tan específica jamás se va a borrar de mi cerebro, porque al terminar el programa, en vez de los créditos, los nombres de los 97 desaparecidos y, entre medio apareció el de un pariente que yo ignoraba por completo.

Años después, mi mamá me contó la historia completa: una de mis tías había tenido que ir a reconocer el cuerpo, cuya identidad me reservo por respeto a todos ellos. El contraste de mi crecimiento, de pasar de vivir protegida hasta los cinco años en una familia de izquierda a pasar a convivir con personas que no lo eran, en uno de los valles de la IV región, me pegó más fuerte que nunca.

La familia de mi padrastro es abiertamente pinochetista. En la entrada de una de las casas, colgada frente a mi, vi una foto autografiada de Pinochet. Mi rechazo era tal, y mi impotencia de menor de edad aún peor. En la mesa me decían la “comunista chica”, porque sabían perfectamente de donde venía yo, mi mamá jamás se lo ocultó a nadie. Claramente, a mí no me hacía gracia en lo absoluto y comenzó a crear en mis creencias políticas un abismo.

¿Qué soy, políticamente hablando? ¿Por quién me tengo que identificar? Obvio, la sangre tira. Tira y tira, sin quererlo. Tira y tira, sin darte espacio a la duda. Porque, por más que la historia no sea específicamente mía, cada 11 de septiembre la imagen de mis mayores llorando, en el desconsuelo total después de más de 40 años del momento en específico en que les cambió la vida, jamás se ha borrado.

No creo, bajo ningún punto, ser la única hija que nació después del fin de la dictadura que creció de esta forma. La dualidad de posiciones políticas las vivimos en todos lados: en el colegio, en los carretes, en el ambiente familiar, con los amigos que vienen de los polos opuestos y las discusiones que se generaron en torno a esto. Al crecer, te encuentras con que tu historia se repite, no es exclusiva; es más bien patrimonio nacional de nuestro educación, con personas que vivieron algo muy parecido a lo tuyo.

Cada vez que veo que en el Estadio Nacional, lugar predilecto de grandes artistas de pop para hacer sus conciertos y locación en el que el equipo chileno de fútbol ganó su primera Copa América, el mural “Un pueblo sin memoria es un pueblo sin futuro” me abstrae del momento y lugar en el que vivo. Y mi resentimiento biológico, mi pena familiar se obliga a no olvidar.

Ojalá así, algún día mi familia tenga un futuro de paz.

Total
37
Shares
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *