La palabra “átheos” es griega y parece que la usaron por primera vez con el sentido que nosotros le damos en el siglo V a.C.
Siempre que alguien habla acerca de “los nuevos ateos”, mi estómago truena. Es difícil no pensar en un grupito de hombres blancos y educados de cierta edad felicitándose a sí mismos por su superioridad intelectual por sobre uno que otro ignorante que los rodea. Lo “nuevo” de estos ateístas captura la concepción anacrónica de la historia que Richard Dawkins marcó como objetivo, imaginado en términos de progresión a partir de un pasado primitivo y supersticioso hacia un futuro relucientemente brillante. No es necesario quemarse la cabeza para darse cuenta de lo occidentalista de este tipo de discursos.
El truco del “nuevo ateísmo” también fue adoptado por sus oponentes. Para muchos de los que están por el lado religioso, el ateísmo no es un triunfo del occidente moderno sino que síntoma de su patológica decadencia, su desliz de una práctica santurrona, mecanizada, de una duda capitalizada. En otras palabras, se ajusta a ambos lados para promover la ficción de que el ateísmo es algo inventado hace poco en occidente.
Por cierto que el ateísmo no se limita a occidente, como en 2015 nos recordó brutalmente el asesinato de cuatro blogueros bangladesís. Claro que algunos verán esto como otro signo (bueno o diabólico) de la difusión de la influencia de occidente a través de este mundo interconectado. Pero esta no es toda la historia. Lo que los activistas como Ayaan Hirsi Ali han enfatizado es que los disidentes han estado aquí por mucho tiempo; la comunicación a través de la web simplemente les ha dado nuevas oportunidades de expresión y ampliar sus audiencias.
Tampoco el ateísmo se limita a la modernidad. Me acuerdo de que leía acerca del “nuevo” ateísmo, de las palabras del extraño ateniense, en la obra final de Platón: Las Leyes. Este filósofo era reacio al ateísmo, y presentaba su legislación ateniense en contra de aquellos que no creían en los dioses y su habilidad de afectar al mundo o en la eficacia de instituciones religiosas. En un cambio de dirección a un ateísta joven imaginario, el reconvenía que “¡Tú y tus amigos no son los primeros en tener esta visión acerca de los dioses! Siempre hay alguien que sufre esta enfermedad, en menor o mayor medida.” Claro, el ateísmo no es una “enfermedad” pero sí creo que Platón estaba en lo correcto, que en todas las culturas y épocas ha existido esa gente que, en menor o mayor cantidad, no cree en dioses.
Mi propia área de experiencia está en la cultura y reflexión sobre la Grecia clásica. Pero mi visión es contraria a aquella de la Grecia que se pinta en los inicios de la historia euroamericana, que definiría el surgimiento de la racionalidad occidental. Los griegos no eran parte de “occidente” en la forma que imaginamos: tenían mucho más en común con sus vecinos cercanos, lo que hoy llamaríamos de Turquía, Egipto y Siria, Irak e Irán más que con Alemania, Francia o España. Claro que el occidente moderno, los ha llamado sus ancestros, pero hacemos bien en recordar que su influencia está marcada por las tradiciones intelectuales musulmanas, tal como otros pueblos de oriente próximo desde los drusos hasta los yazidíes (como lo indica el nuevo libro de Gerard Russell.
Los griegos, junto con los chinos, nos ofrecen las mejores oportunidades de probar cuán “modernas” son nuestras ideas porque tienen algo de distancia de las culturas milenarias más conocidas: no sólo existen inmensas cantidades de textos muy diversos, de arqueología, arte, inscripciones y así, de más de 1000 años de antigüedad, y miles de kilómetros cuadrados; pero lo material puede también ubicarse con relativa precisión en rangos de fechas y contextos geográficos.
Cuando recorres el material griego en busca de signos de ateísmo, como lo he hecho, descubres un mosaico de extraordinaria riqueza de gente e ideas. La palabra “átheos” es griega y parece que la usaron por primera vez con el sentido que nosotros le damos en el siglo V a.C. en la Atenas clásica. Las raíces de la idea, sin embargo, viene de antes. Los primeros filósofos de la región, conocidos como presocráticos (del siglo VI-V a.C.), rebatían los privilegios convencionales religiosos. Jenófanes de Colofón famoso por ridiculizar las proyecciones antropomórficas de la religión humana decía que si cada sociedad étnica diferente imagina sus dioses como ellos, ¿cómo pueden estar en lo correcto? Si las vacas y caballos tuvieran manos, representarían dioses como vacas y caballos… La mayoría de los presocráticos daban algún tipo de rol a los dioses, pero usualmente solo en relación con la naturaleza, la fuerza que alimentaba las crianzas orgánicas y el movimiento de las estrellas. Al menos uno, sin embargo, Hipo de Samos, se opuso y planteó que un mundo material enteramente sin deidad alguna.
En Atenas durante el siglo V, algunos de los viajeros itinerantes conocidos como “sofistas” atacaron las creencias de lo divino. Protágoras de Abdera decía que las religiones convencionales surgieron de los miedos primitivos por los fenómenos naturales como los truenos, la naturaleza física que no entendían. Pródico de Ceos aseguraba que a lo que ahora llamamos dioses eran originalmente solo nombres para las cosas que no son necesarias para la vida humana, como el pan (Deméter) y el vino (Dionisio). Un autor que quizá sea el tirano Critias decía que la religión era la invención de un astuto político que quería convencer a una población anárquica de que eran observados por dioses y recibirían un castigo.
Los enemigos de tales teoristas recibieron el nombre de “átheos” o “impíos”. En algún punto del siglo V, sin embargo, la palabra pareció haber tomado un sentido positivo. Mi propia visión es la figura clave de Diágoras de Melos, primer ateísta célebre de la antigüedad, pero desafortunadamente una figura algo desconocido. Parecía tener mejor humor que muchos de sus pares. Según historiadores, cuando amigos, le mostraban los templos dedicatorios construidos por aquellos que sobrevivían a catástrofes en el mar luego le rezaban, él contestaba diciendo: “¿cuántas más dedicatorias habría si estuvieran aquellos que no sobrevivieron?”. Diágoras, yo creo, probablemente se imaginaba a sí mismo un Belefonte de los últimos días, que se remonta a los cielos para asediar las puertas del Olimpo, pero usando argumentos filosóficos para refutar su existencia más que el caballo alado Pegaso. Probablemente él le dio cabida a lo que ahora llamaríamos de “argumento diabólico”; si los dioses son todopoderosos y benevolentes, ¿por qué las perversidades quedan impunes?
A lo largo de la historia, los pensadores griegos han llegado a una gran cantidad de argumentos ateos, incluso si la naturaleza cambiaba como respuesta a las nuevas circunstancias políticas. Pero, ¿qué tan excepcionales eran los griegos al respecto? Cuando se determinan las culturas antiguas siempre estamos tratando con lo que Martin Bernal solía llamar “verosimilitudes competitivas” más que certezas. Mi propia visión es que los ateístas griegos se beneficiaban de una ausencia de sagradas escrituras y del poder relativamente circunscrito del clero. La doctrina religiosa y el dogma fueron entonces no reforzados sistemáticamente, al menos hasta el periodo romano. Sin embargo, discusiones con colegas de Estudios Egipcios, Israelitas y Chinos me han persuadido que inquietudes acerca de la existencia e influencia de los dioses probablemente se esparcieron en el mundo antiguo, aunque la evidencia es poco clara.
Ciertamente el ateísmo varía en naturaleza a lo largo del tiempo y espacio. También, como Platón nos recuerda, en mayor o menor medida de sus adherentes, siempre está ahí, de alguna forma y mientras antes dejemos de engañarnos de que es “nuevo”, mejor.