“¿Cómo puedes entender lo que es la adicción, si nunca la has sentido?”, pregunta el director de Casa de la Esperanza.
En un país que cuenta con un solo centro de rehabilitación estatal (aún cuando existen otros recintos de atención ambulatoria), quienes quieren terminar con un consumo problemático y dependiente de alguna droga no tienen muchas alternativas en el corto plazo. Rehabilitarse de una adicción a las drogas es aún más difícil en regiones distintas de la Metropolitana.
Una opción está en los siete centros que pertenecen a la fundación Casa de la Esperanza, iniciativa que nació en La Serena y que se expandió a la Región de Coquimbo en su totalidad. Conversamos con el director técnico del recinto, Jaime Pizarro, y su símil en el primer centro residencial, Marcelo Muñoz. Entre talleres, oficios y una vocación por hacer que los usuarios no sean transformados en robots medicados o en reincidentes eternos, el recinto entrega una terapia integral, pensada para cada caso.
Discreto, de aspecto humilde y hasta imperceptible a los ojos de los transeúntes es la puerta que da a la fundación, ubicada en una céntrica calle de La Serena. Nos recibe Pizarro en su oficina, café en mano. “¿Cómo puedes entender lo que les pasa, si nunca lo has sentido?”, reflexiona en torno a los usuarios de la fundación, deslizando una especial conexión con el tema.
Tenemos terapias alternativas, talleres, oficios y todo aquello de lo que no se hace cargo la ciencia; la espiritualidad, también. Muchas veces se consume droga para llenar vacíos en ese sentido.
La fundación Casa de la Esperanza nació el 3 de diciembre de 1993, bajo la tutela de su fundadora, la madre Paulina Salinas, parte de la congregación Buen Pastor. Al escuchar que fue una orden religiosa la que instauró la fundación, se podría pensar que el tratamiento tiene una fuerte inspiración católica, pero Pizarro es claro en afirmar que el apoyo es ecuménico y transversal. “Tenemos terapias alternativas, talleres, oficios y todo aquello de lo que no se hace cargo la ciencia; la espiritualidad, también. Muchas veces se consume droga para llenar vacíos en ese sentido”, afirma.
Pizarro retrocede hasta el momento en que él fue quien necesitó de rehabilitación: “A pesar de no venir de un entorno problemático, de abuso o de violencia, empecé a consumir neoprén a los 12 años; siempre me gustó la calle. Terminé viviendo cinco años en la caleta Chuck Norris del río Mapocho. De 10 cabros que andaban conmigo, yo fui el único en rehabilitarme”, cuenta. No fue tan sencillo como ingresar a rehab y salir como nuevo: cinco meses después de egresar del centro, Jaime tuvo una fuerte recaída, en el alcohol y la cocaína, llegando a beber hasta 3 botellas de whisky al día.
“No podía enderezar una mano, y estaba muy hinchado. Fui al hospital bien arriba de la pelota y no me pescaron mucho, hasta que comencé a botar sangre por todas partes. El doctor me dijo que me voy a morir y no me va a hacer un trasplante. En la noche me puse a rezar, sentía la muerte muy cercana, y le dije a dios que iba a dedicar mi vida a esto: salí del hospital el domingo y no tenía nada. Me hicieron una endoscopía y no aparecía nada”.
Desde su experiencia en la drogadicción – tanto en lo profesional como en lo personal -, Jaime sabe que lo clave es estar presente. “Si tú llamas hoy día a pedir hora, lo más probable es que en cosa de días te atiendan. Entras a un circuito de evaluación, te hacen un programa de tratamiento individualizado y hecho a tu medida”. Al reflexionar sobre la forma en que se aborda la dependencia a las drogas en nuestro país, Pizarro es enfatiza la contradicción que vive Chile. ”Nuestro país tiene un servicio dedicado a esto, pero nos preguntamos por qué todos los años avanza el consumo: Chile es productor de alcohol; lo restringimos y ¿cuánta gente se queda sin pega?”.
“Se han estancado las construcciones de jardines infantiles, pero no de botillerías. La sociedad no está ni ahí con que dejes de consumir”
A partir de esa contradicción es que se debe trabajar con los usuarios, ya sea desde el programa vespertino que maneja Jaime, hasta el centro residencial para adultos con 20 camas de internación. En el espacio de 5000 metros cuadrados, las asistentes tienen talleres de panadería y tallado (por nombrar algunos), pero también se levantan a trabajar: las terapias empiezan a las 8 los lunes y los viernes terminan a las 5. “El sello de Casa de la Esperanza está puesto en entregar nuevos valores a las personas para que puedan vivir la vida tal cual es”, explica Marcelo Muñoz, psicólogo clínico y director del centro en que estos hombres viven de forma voluntaria.
“De repente vienen las familias y quieren que los encierren, pero aquí los chicos van a salir, son personas que tienen habilidades; pueden hacerlo. Algunos han tenido vidas poco sustentables, pero también hay profesionales y tienen todos el mismo derecho”, argumenta Muñoz, haciendo eco de la filosofía del lugar, fundado en julio pasado.
En la fundación hay un trabajo ocupacional de labores cotidianas: encargados de día, de la cocina o de las habitaciones y van rotando. Eso es importante, les decimos que para ser jefe hay que saber cómo se hace la pega. Esto, sumado a la visión de no hacer sentir a los usuarios como gente enferma o incapaz, potencian su tasa de éxito en los tratamientos. “La culpa no lleva nada, tengo que ser responsable. El consumo de sustancias se basa en buscar la satisfacción en la inmediatez, voy a tener que aprender a estar feliz pero de otra forma”, analiza el psicólogo.
De forma similar a lo que comentaba Jaime, Marcelo reconoce que es difícil rehabilitarte cuando el aparataje social no propicia el mejor ambiente. “Las personas que llevan 30 años sin consumir están claras que, en todo este tiempo, se han estancado las construcciones de jardines infantiles, pero no de botillerías. La sociedad no está ni ahí con que dejes de consumir; tú eres el que te vas a dar una nueva vida. Eso es el proceso de recuperación: optar por la tranquilidad”.
En la línea de las medidas que no ayudan a que nuestro entorno no tienda al consumo dependiente de sustancias, Marcelo profundiza en un caso hipotético en que se legalice la marihuana. “No es la copia feliz del Edén. Las políticas de legalización y autocultivo van a generar algo más peligroso, que tiene que ver con la disponibilidad. Ahí entran los niños: quienes consumen desde más pequeños tienen más posibilidad de desarrollar dependencia a otras drogas, eso me preocupa”. A este respecto, Jaime Pizarro también tiene su visión sobre este tema: “La OMS dice que una droga que produce adicción es la que produce síndrome de abstinencia: no es el caso de la marihuana, pero sí genera acostumbramiento. Lo que sí he visto es la irritabilidad por la falta de marihuana”.
Pese a que tanto Pizarro como Muñoz abogan por no utilizar drogas, reconocen que no todas las personas tienen la potencialidad de ser adictos. El director del centro residencial resume la intención final de la institución: “La idea es que no tengas que tomar para llevarte bien con tu señora, y que no tengas que fumar marihuana para estar tranquilo porque si no, andas como energúmeno. Básicamente, el tema no es tomarte una aspirina a cada rato, sino qué te pasa que siempre te duele la cabeza. Así trabajamos”.