La siguiente es una historia muy real y muy brutal respecto de cómo la pobreza, la desigualdad y el abandono tienen consecuencias devastadoras.
Por Luis Tabilo
Antes fue hijo, hermano, nieto, sobrino, primo y amigo. Cuando lo asesinaron, el “Manzana Chico” era líder de una banda de lanzas y homicida de otros cuántos cabros igual de desprotegidos que él, nacidos en distintos rincones desiguales de San Pedro de la Paz.
El César de niño, ese que fue mi amigo, era un mecha de clavo un poco más alto y delgado que yo, de tez blanca, ojos claros y vestía ropa nueva pero sucia. Para que se lo imaginen, era algo así como el Papelucho de las portadas que todos conocemos. Incluso con una sonrisa similar. No le importaba ensuciarse. No le importaba nada en realidad. Solo necesitaba atención. Necesitaba que alguien lo escuchara y le diera los consejos correctos en el momento oportuno. Eso nunca ocurrió. O quizás sí pero no fue suficiente. Nunca es suficiente si se trata de superar y enfrentar la pobreza.
No tenía una familia y una red de apoyo que alertara todas sus conductas. Tampoco un sistema integral que velara por su formación en la infancia. Todos fallamos. El César no tenía nadie que le enseñara a abrocharse los zapatos. No tenía nadie que le detallara lo fundamental de aprender a leer y escribir. No tenía nadie que le explicara que las matemáticas son mucho más que sacar las cuentas a fin de mes para pagar las boletas de luz y agua. Menos le enseñaron de respeto, equidad y justicia.
Su casa era de cemento, fría y de un piso. En no más de 52 metros cuadrados vivían unas cinco o seis personas. Tal vez más. Su largo patio daba a “Las Vegas”, un extenso, fértil y verde humedal –hoy casi extinto producto de las inmobiliarias- que nos separa de Boca Sur, la otra población pobre de San Pedro, donde precisamente el César murió en su ley. La entrada al hogar era un comedor con pañitos tejidos a crochet, un montón de figuritas de loza, algunas flores de plástico y recuerdos fotográficos de tiempos mejores. La panera y los individuales en la mesa estaban listos y dispuestos para las comidas diarias. La tele siempre estaba encendida y el sonido salía de un gran equipo componente de audio.
A medida que crecimos nos fuimos distanciando. La adolescencia nos hace buscar nuestra identidad y la mía precisamente no estaba en la calle hasta altas horas de la noche. Siempre mantuvimos el saludo cordial, aunque ya nuestros rostros no eran tan angelicales como cuando pendejos. El César tenía un aspecto duro pero gentil. Caminaba rápido y con la cabeza gacha. Estaba siempre alerta a los peligros (o balazos). Los buzos Adidas y las Total90 eran su vestir cotidiano. Las cumbias villeras y el naciente reguetón salían a todo volumen por las ventanas y puertas de su hogar. Las drogas duras y alcoholismo se apoderaron de Candelaria. En las esquinas aún siguen vecinos pidiendo una chaucha para comprar una dosis por ahí. Eran los 2000 y no se había acabado el mundo. Acá todo seguiría igual. Lo que vino después para el Manzana fue un largo etcétera de situaciones negras que no vale la pena profundizar.
Cuando me enteré de su muerte, a fines de agosto de 2015, me quedé silente. Recordé cuando jugábamos al trompo, lo bueno que era para ganar tazos, para el “chorti paga tres” y para encumbrar volantines. Se me vino la imagen de nuestras pichangas con los otros chiquillos de la cuadra o las patadas voladoras en el “chorita patá”. Me acordé de nuestros paseos organizados por el Tío Parrita camino a Coronel solo para divertirnos. Me acordé de tantos momentos de mi infancia que se me hizo imposible mantener el arquetipo de la delincuencia reflejados en él. Nacimos y nos criamos en la misma tierra hostil llena de dignidad, pero yo seguía con vida y su muerte evidentemente no era en vano. En Chile nadie sobra. Me habría encantado despedirme de él.
Según cuenta mi madre, el velorio y funeral tenía balazos por doquier. Era su forma de despedirlo. Tenía que ser vistoso, con parafernalia. No era un vecino cualquiera. Sus soldados le rindieron honores y hasta le entonaron un hip hop. Vaya que merecía los vítores, porque vivir rodeado de enemigos que quieren matarte en cualquier lugar durante años no debe ser fácil. El temor y la violencia te debe hacer cagar la cabeza. Nadie quiere convertirse en ladrón y asesino cuando chico, eso se los firmo.
La historia del César de seguro se repite en gran parte del país. La desigualdad nos pone ciego y me esfuerzo a diario para no olvidarlo. El saber que hay pobres más pobres que uno no nos vuelve ricos, sino egoístas. Ocultar la basura debajo de la alfombra es lo más fácil. Por eso no da lo mismo por quién votar, por ejemplo.
Acá puedes leer la misma historia contada desde el otro lado.