Hay gente que la ha amado, otros que han salido odiándola. Pero no hay opiniones entremedio. Y eso significa que es una película que hay que ver si o si. Aunque la entrada te cueste un pedacito de racionalidad.
Por Fernando Delgado
Catolicismo, teatro del absurdo, caos social, alegorías varias y una potentísima sensación de agobio componen este recetario del desmadre en el que todo puede ser/pasar.
Porque cuesta apagar la cabeza después de ver lo nuevo de Darren Aronofsky (Réquiem por un sueño, El luchador, El cisne negro). Cuesta, puesto que se trata de sumergir el subconsciente en una freidora con aceite hirviendo con el fin único de despellejar y dejar en carne viva las sensibilidades y así permitir que se despierten otras percepciones.
Unas que no se ofendan fácilmente.
Está claro que se trata de cine transgresor en la misma estirpe de Buñuel, Pasolini o Von Trier. Y que en el futuro encabezará los rankings de las películas más polémicas de la historia (Nada mal para cualquier creador).
Como también, puede ser una calculada estrategia de ego que aglutina un arsenal de ideas que solo conducen a un laberinto ciego. Como el arrebato pseudointelectual de un estudiante de cine en primer año. Aún así y pasando por alto lo anterior, esta Madre no pasa desapercibida. -Ok, “El ciempiés humano” o “A serbian film” tampoco pasaban desapercibidas- pero acá hay suficiente sentido estético, ético y riesgo viniendo de parte de un mega estudio como Paramount Pictures.
Un matrimonio del cual nunca sabremos sus nombres pero si sus caras (Javier Bardem y Jennifer Lawrence), pasan sus días en una ultra serena casa de campo, alejados de cualquier estímulo que arruine el neurótico sentido de paz de la pareja. Mientras ella se entrega a reconstruir la enrevesada propiedad, el busca la inspiración para una nueva ronda de escritura que le permita estrenar su poemario. Pero no uno cualquiera, sino uno que logre superar al anterior. Fue una obra magna que cambió la vida de cientos alrededor del mundo.
Una noche, un inesperado visitante se planta frente a la puerta de entrada, tampoco tiene nombre, pero es un hombre mayor (Ed Harris). Luego, al otro día, se presenta una mujer (Michelle Pfeiffer), será este tándem los encargados de descascarar la livianísima estabilidad de Ella a medida que se niegan a abandonar la mansión.
Con notorios ecos a Buñuel y Polanski en la primera hora, todo se tuerce y se vicia con la lógica de los sueños. Las situaciones se hacen fragmentarias, repetitivas, ilógicas. Hasta ahí va bien, perfilándose como una borrosa comedia simbólica, siempre amparada en el vigor de las actuaciones y en lo delirante del relato.
Pero en la siguiente hora del metraje, Aronofsky decide partir con otra película casi a modo de contrabando. Dejando atrás a Adán, Eva, Caín, y Abel. (Cualquiera que haya hecho la primera comunión advertirá las referencias), abriendo la puerta y las ventanas también, para hordas de ideas y figurantes desesperados por la falta de un mesías libertador. Hay rabia, descontento, angustia y la irracionalidad más feroz. Todo se vuelve a torcer, pero esta vez, provocando fracturas expuestas en la historia.
La hemorragia de metáforas no se detiene. Y el desconcierto comienza a mermar en los ojos del espectador.
Enfrentarse a dos propuestas dentro de una puede ser un ejercicio radical, estimulante. Pero siendo consciente de esas tablas flojas en el entramado, era mejor la primera opción, la de esa narración opresiva y derechamente rara de ciudadanos educados, perdidos y erráticos.
La otra, es la de saltar (O ser empujado) por la ventana bajo los efectos de un ácido.
A la hora de los balances y casi por fallo fotográfico, gana Aronosfky. Pretencioso o no; sacude, molesta, invade.
Ese es Darren, el pirómano de su propio reino de Oz.