Es algo que viene acompañado a sentirse mejor en general pero que por algún motivo molesta al resto.


Siempre vi el vegetarianismo desde una tarima lejana e incomprensible. Valoraba las convicciones de las personas que abandonaron hábitos arraigados tan solo por el bienestar colectivo, pero nunca me sentí capaz de poder replicarlo. Nunca.

Porque amaba comer un sándwich con jamón de pavo en la mañana -ni hablemos del tocino- y un pollo frito a la hora de almuerzo. Podría escribir párrafos sobre lo mucho que amaba comer carne en todas sus variaciones -incluso algunas tan poco comunes como el pato y las ancas de rana- pero me enfocaré en cómo logré decirle thank you, next de forma abrupta, y espero, duradera.

No hubo un momento específico que me llevara a tomar esta decisión, tampoco influyó los miles de consejos y datos misceláneos entregados por amigos veganos y vegetarianos. En concreto, ningún momento sirvió de epifanía, pero podría acercarse las ganas que tengo a diario se pararme en la cocina para preparar mis comidas de la semana.

Me gusta cocinar, no lo hago de forma profesional, pero esto me ayudó a que pudiese desprenderme cada vez del elemento carnívoro al utilizar ingredientes que otorgan mucho más sabor que la carne en sí. Prescindí de la carne molida, luego del cerdo y del pollo, hasta que caí en cuenta que la carne no otorga el gusto que le da el tinte característico a una preparación, y ahí descubrí que se hace mucho más fácil excluir la carne animal de una dieta.

Eso me ayudó a entender que el hábito de comer carne es algo completamente cultural, no tiene que ver con el instinto si no más bien en estrategias de marketing que utilizan empresas que te venden pollos maltratados, con químicos y a precios de colusión donde solo se benefician ellos.

Lo mejor de llevar una dieta vegetariana es que los cambios se notan desde las primeras semanas:  mejora considerablemente la digestión, la ansiedad se ve reducida y ni hablar del cambio beneficioso para el bolsillo (algo importante si estás en la segunda mitad de tus 20 y la lucha para llegar a fin de mes es real y cruel).

Estos cambios llevaron a que sintiera la urgencia de comunicarlo a todo el mundo. Algo que odiaba de mis amigos vegetarianos. Porque hay pocas cosas más molestas que un vegetariano recién converso y según mis compañeros de trabajo, soy el peor de todos.

Me convertí en un vegetariano insoportable, esos de cartón que todavía comen huevos y pescado, un converso tibio que además, no puede parar hablar de ello porque ha sido una de las pocas -si no la única- buena decisión que ha tomado en los últimos 10 años.

Mi abuela incluso me preguntó si estaba en una secta, pero le expliqué para su tranquilidad que no había adelgazado un kilo desde ese punto hasta ahora y que estaba feliz con la idea de poder contribuir al bienestar colectivo cambiando hábitos que requieren de sacrificios particulares.

Mood.

En resumen, uno se siente mejor, menos egoísta y más empático al dejar de ser partícipe de una industria cruel con los animales (sobre todo en Chile) pero es muy temprano para cantar victoria, porque gran parte de los vegetarianos reincide (un gran porcentaje, cuando están ebrios y bajonean).

Además, llevar un dieta vegetariana no es sinónimo de estar saludable o alimentarse en base de verduras como escribió una compañera de trabajo en esta columna. Sin embargo, los cambios -que experimentó una persona amante de los asados, del pavo navideño y otros menesteres- son necesarios de compartir a pesar de que suenen persistentes, aunque haciendo un mea culpa tampoco se puede caer en lo monotemático del discurso; lo anterior finalmente lleva a que la gente coma más carne como una forma de protesta frente a gente majadera como yo.