Juramos que es lo último que escribimos de la película de Black Mirror.

Las direcciones narrativas escritas por Charlie Brooker (Creador de la antología Black Mirror) en esta hiperficción de exploración inspirada en las sagas de elige-tu-propia-aventura proponen al espectador convertirse en un marionetista de cuerdas, decidiendo los senderos de tendencia psicótica transitados por Stefan (Fionn Whitehead, Dunkerque, 2017).

De qué va: Un solitario programador autodidacta de diecinueve años preso en un coloso ciego; la adaptación del papel a los bits de un videojuego de una novela de culto bautizada como Bandersnatch, firmada por un autor maldito nivel Phillip K. Dick.

Pronto Stefan, empleado por una corporación líder en el mercado de las consolas, comienza a sentir que alguien más podría estar adaptando su propia existencia mientras cae en la vorágine febril de su proyecto.

Alguien como un ser superior. Un dios afuera de la máquina de 8-bits, un espectador común, por ejemplo.

O algo como la brutal obra de marketing de Netflix y sus publicistas, en estricto rigor.

Y lo que podría haber sido conducido con una carta de navegación tipo Darren Aronosfky, con sus idealistas al borde de una crisis de identidad, deriva en una técnica tosca de tallado argumental.

El pantone de posibilidades se muestra guapo, pero, como se estila en los relatos de avanza-hasta-la-página-xx o vuelve-al-punto-de-partida, la aparente generosidad del autor por llevar al lector a un plebiscito de alternativas no propone escribir una escaleta propia, sino decidir sobre lo ya estipulado. Y en esa transa reside la trampa, un espejismo de rutas invertidas por las altas temperaturas de una sinopsis incapaz de inquietar.

Y ahí sobreviene la deslealtad con su formato, separándose de la tecno fobia y de la paranoia que han hecho de Black Mirror un manifiesto.

Entonces el metalenguaje y la interacción, quedan cooptados. Secuestrados por unas alternancias poco ventajosas, con tendencias a lo estático y a la truculencia de cuchillazos rápidos como punto final. (Insistir con adolescentes disociados ya resulta sospechoso). Y todos los brochazos de pop real e inventado (ni tantos), y los huevos de pascua y otros algoritmos camuflados (de)vuelven al relato dirigido por David Slade (Metal head, temporada 4) a un reseteo obligado. Donde por lejos la mejor operación a realizar, es dejar al relato correr solo durante noventa y seis minutos.

Camino A o camino B, el capitulo intenta quitarse las correas para competir contra piezas sólidas como lo fueron The national anthem, Nosedive o San Junípero. Eso pese a que el cuerpo líquido de BNDSCH ya pasó con mejores resultados y legados por la Rayuela de Cortázar, o por los avatares amorosos de Scott Pilgrim VS the world, de Edgar Wright (2010).

Bandersnatchear como verbo de serendipia y sinónimo de azar, es tal vez, lo más interesante de toda esta granada de hype. Habemus poleras estampadas y teorías a granel con total certeza. Pero lo del altar levantando por Alex de la Iglesia a Charlie Brooker con sus declaraciones, es el desvío a seguir. ¿Qué hacer entonces? Mantener la calma, respirar profundo, aplicar mindfulness de ser necesario y disfrutar según su naturaleza; un evento tibio parido por uno de los cíclopes del entretenimiento en línea.

Y ante la tentación de un brote de entusiasmo; Relax, don’t do it.