El reseteo de Luca Guadagnino (Call me by your name) a la obra icónica de Darío Argento, desborda sofisticación y estilo. La Academia Markos y ese otoño crudo del Berlín occidental de 1977 seducen bien. Pero lamentablemente, este aquelarre -próximo a estrenarse el 7 de febrero- se supera en atmósferas deliciosas y se olvida de conjurar una narrativa limpia.
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Por Fernando Delgado
Siempre es aleatorio. Eso que conduce a un batallón subterráneo de devotos a ensalzar el honor de una película no siempre se mueve por el sentido común. Desde esa cantera se han escrito manifiestos asimétricos como Pink Flamingos (1972), la mítica cumbre del trash de John Waters, o el surrealismo pop del Donnie Darko (2001), de Richard Kelly.
(¿Qué pasó con Richard Kelly después de la olvidable The Box (2009)? ¿Se perdió entre una secta y otra? ¿O dirige una facción ultra secreta?)
Con o sin Kelly en el club, la secta cinéfila postula a sentimientos bravos, siempre discordantes y con una simpatía fija por lo delirante. Sirviendo como un catalizador de pulsiones abortadas por las clases dirigentes de la industria cinematográfica.
En esa dirección se matriculó la Suspiria de Argento (1977), una historia sencilla acerca de algo complejo; La pérdida de la inocencia. Todo empacado como un coming of age operático, adobado por una catarata de estímulos visuales y sonoros.
Era entre el barroco más estridente donde se gestaba el arribo de Suzy Bannion, (Jessica Harper, también presente aquí) a la Academia de danza Markos. Suzy era -y sigue siéndolo en la piel translúcida de Dakota Johnson- una heroína cándida, dispuesta a esclarecer las sospechas sobre sus maestras de danza. Esto mientras sus compañeras de estudios desaparecían a merced de asesinatos expresionistas.
Homicidios en feat con la música de los Goblin y su art rock y una paleta de colores propia del giallo. Esa donde las pupilas derramaban sus vísceras entre rojos, verdes y amarillos. Unos que acá son removidos por unos arrebatadores tonos tierra.
Así de influyente es el legado gestual de la original. Tal vez, imaginado como un cuento de hadas brujas macabro, violentísimo, revestido de technicolor.
Y no es que la de Guadagnino sea una profanación ni otro adjetivo histérico de los puristas de turno. Esta también cautiva desde sus imágenes modeladas en frío, y Thom Yorke, como encargado de la BSO, consigue elevar a las alturas un arco dramático tramposo descrito en seis actos y un epílogo.
(Comienzan las grietas)
Entretanto, para los personajes de Tilda Swinton, Dakota Johnson, Mia Goth y Chlöe Grace Moretz todo se reduce a una cuestión de looks de impacto y de una entrega física demencial. -Entrega inspirada en la obra feroz de la artista cubana-americana Ana Mendieta-. Dejando deambular al grupo entre sesiones de diván, intrigas de pasillo y secretos de cuna no confesados.
Pero no es hasta coronado el tercer acto cuando todas las promesas de horror y misterio comienzan a fatigarse. Es ahí cuando el licuado socio-cultural de esta Suspiria se sobregira con largas cuotas, en un pagaré de huesos rotos y cuerpos dominados por las luchas de poder de unas madres poco dadas al consenso grupal.
Según pareciera, a juicio de Guadagnino y su montajista, todo cabe -y se lee bien- en 152 minutos. Desde brochazos someros al psicoanálisis, al feminismo, a la masonería, a la fe y también al arte. Un mamotreto cosido y empastado -además- con informes de prensa constantes del secuestro real, de un vuelo comercial a manos de la Fracción del Ejercito Rojo. (Grupo de guerrilla anticapitalista alemán, reconocido por estremecer al lado occidental con sus acciones explosivas).
Es un torrente de simbolismos a la fuerza que revelan el ánimo detrás de este reinicio; draguear con datos de almanaque y ensoñaciones macabras algo que, desde su base, era mucho más sencillo de contar; el relato de una virgen metamorfoseada en guerrera.