por Valentina Muñoz
No sé si me caí antes o después de que me disparó.
Tampoco recuerdo cuántos segundos estuve en el suelo mientras la gente pasaba por encima mío, escapando desesperada de los disparos. Ni qué tanto le costó al capucha desconocido levantarme para salvarme de los pacos que seguían disparando.
Desde que comenzó la revolución salí a la calle con mi cámara a documentar lo más que pude. Creo que al principio nadie dimensionó bien los riesgos y la violencia que se vendrían, pero ya en la primera semana pedía perdón en un post súper autorreferente de Instagram por abusar de mi buena suerte, ilesa.
Como si hubiera sido una falsa promesa de comenzar a cuidarme más: ahora tengo la cicatriz de un perdigón en el muslo derecho, un hematoma interno producido por una lacrimógena en mi pierna izquierda y otra en la derecha. Se me rajó la piel, presuntamente tengo un desgarro y no puedo caminar bien ni salir de casa. Y aquí estoy, en pleno 2019 como ciudadana de una democracia occidental, agradeciendo mi -todavía- buena suerte.
Me da pudor escribir sobre lo que me pasó porque aún conservo mis dos ojos, mi cara no está herida, no he sido torturada y estoy viva. ¿Qué relevancia tiene mi historia? Me pregunto.
Al rato me respondo: ¿A qué punto hemos llegado a normalizar la violencia para sentir que tener las dos piernas moradas y estar herida de perdigón puede ser quizá irrelevante?
Con mis compañeros de la U nos formamos leyendo libros que contaban historias lejanas sobre periodistas en dictadura, historias que parecían lejanas.
Ahora, los reporteros salen con chalecos antibalas (los que tienen presupuesto), máscaras antigases y casco. Desde quienes ejercemos el oficio de manera autogestionada nos cuidamos con antiparras, pañuelos y el apañe de los que andan repartiendo agua (uwu) con bicarbonato y leche de magnesia.
Ingenuamente -y al igual que mis colegas-, me sentía protegida por andar con una cámara las primeras semanas. Como si fuéramos inmunes a los ataques policiales por estar ejerciendo periodismo, por ir haciendo imágenes. Con el pasar de los días, fuimos viendo cómo fotógrafos eran atacados a quemarropa con balines y otras armas.
A un amigo que revisaba sentado y solo las fotos de su cámara, lo roció un paco con gas pimienta en su cara a plena luz del día en Providencia. Un fotógrafo de Valparaíso fue disparado directamente en el rostro en un contexto pacífico, estando a centímetros de sufrir una lesión ocular. A otro, en Alameda, lo botaron al suelo y le agredieron a lumazos y golpes entre varios pacos. No se lo llevaron, sólo querían hacer daño. Y así fueron cayendo varios: de pronto, ya ningún salvoconducto era garantía de nada.
Ellos, se podría decir que “tuvieron suerte”. Otros no, Gustavo Gatica estaba sacando fotos cuando recibió los balazos que lo impactaron en ambos ojos. Albertina Martínez fue asesinada en su casa y su cámara de fotos con imágenes de protestas y computador robados.
Un informe llevado por el Observatorio del Derecho a la Comunicación registra, durante el primer mes de manifestaciones (del 18 al 18), 15 comunicadores detenidos, dos violentados sexualmente y 72 lesionados por armamento policial (perdigones, bailes y lacrimógenas). Entre ellos, hay un trauma ocular y una pérdida dental. Yo no figuro en esa lista. Ni yo, ni muchos más.
Elementos antidisturbios
Como si la ingenuidad no bastara, después de ir al consultorio a revisar mis piernas (me pincharon, me retaron por no ir antes y me aconsejaron otros exámenes) fui a una comisaría a hacer la denuncia de lo que había pasado. Tengo 23 años y decidí ir con mi mamá (contradictorios conservadores familiacentristas riánse si quieren) por precaución, porque en ese mismo lugar funcionarios habían abusado de dos menores un par de semanas antes.
Le contaba a la carabinera que no me pude revisar las heridas de las piernas enseguida porque FFEE siguió disparando y me tuve que esconder, sin saber qué me había impactado. No anotó esta parte y cuando le insistí, me respondió: “No podemos poner que te dispararon porque no son disparos reales, ya que sólo son balines y perdigones”.
No tuve ánimo de pelear en ese momento así que dejé que pusiera lo que ella quiso: “Carabineros procedió a utilizar elementos antidisturbios”. Claro, porque revisar material en mi cámara es hacer disturbios.
En ese momento recordé a todos los colegas que fueron agredidos con esos elementos sólo por querer comunicar.
Entonces, no son elementos antidisturbios: son elementos antipersonas, antilibertad.
***
Cuando el capucha desconocido me levantó del suelo, me llevó a rastras hacia un kiosko que estaba un par de metros adelante, donde nos escondimos con un grupo de personas entre voluntarios de Cruz Roja y manifestantes que no pudimos correr de Vicuña Mackenna.
Nos agachamos allí unos diez minutos, esperando que Carabineros dejara de disparar. Los chicos llevaban escudos con cruces rojas para protegerse: quienes lo han visto entenderán lo gráfico que es. Después, caminamos hacia la calle Almirante Simpson, donde aprovecharon un pórtico para curarme lo más rápido que pudieron.
Ese día la zona cero estaba más conflictiva que otras noches. Era el aniversario del asesinato de Camilo Catrillanca.
-Tienes sangre y te quedó morado al tiro. Debió ser una lacrimógena lo que te impactó.
-Sí. Vi el fuego.
-Puede doler más que un perdigón.
-Definitivamente me dolió más que el perdigón.
***
Cuando termino de escribir este post, me llega el video de alguien en otro país que muere por una lacrimógena que impacta de espaldas, en la nuca. Muere instantáneamente. A mí me llegó también de espalda, pero en las piernas, gracias a que segundos antes me había subido a una pileta a grabar los rayos láser.
“Tuvo suerte compañera”, me escribe el colega que me lo envía.
Porque resulta que en el Chile de 2019, solo hacerse mierda la pierna es, literalmente, haber tenido buena suerte.