por Pablo Acuña
Decir que la pandemia ha sido dura para este país es una obviedad. Miles han muerto, millones han perdido empleos o visto reducidos sus ingresos. Hay una especie de depresión emocional endémica en la psiquis nacional, un gobierno sin capital político insiste en hacer un simulacro de gobernabilidad, y los camioneros intentan ser relevantes antes de ser reemplazados por robots.
En estos meses alguna gente aprendió a hacer pan, otros sólo apenas logran dormir luego de teletrabajar y atender a sus familias, y finalmente una minoría se asentó en un ritmo relativamente agradable, personificando el trabajador post industrial que se presenta de ejemplo pero estadísticamente es una anomalía.
En Chile lo estamos pasando muy mal.
Una industria particularmente afectada por el cierre de la vida social física es la gastronómica. El Covid-19 pareciera ser, teorías de conspiración aparte, diseñado para destruir este gremio.
Esto es críticamente serio no sólo para chefs y empresarios gastronómicos, sino que para el grueso de la fuerza laboral que levanta esta industria, la que ya era antes de cualquier pandemia precaria laboralmente. La Asociación Chilena de Gastronomía -ACHIGA- advierte que un 89% de las empresas gastronómicas están trabajando bajo una capacidad del 15% o han cerrado sus puertas. Ante esta situación, más cercana al colapso de la Unión Soviética que a una crisis económica tradicional, uno perdonaría y entendería emociones y actos propios de la desesperación.
La estrategia del Gobierno de Chile para enfrentar el Coronavirus ha sido deficiente. Nunca realizó cuarentenas reales, sólo reforzó el pilar hospitalario, y orientó la mayoría de sus esfuerzos en salvar la economía sin recordar que esta se constituye por humanos con sistemas inmunológicos y pulmones.
Hasta el día de hoy, insisten en reabrir ante la mínima señal de progreso positivo, abdicando la responsabilidad filosófica de otorgar seguridad, ya sea física o fiscal, en las y los individuos y su capacidad de sobrevivir en una cancha desigual. Las industrias gastronómicas no están exentas de esto.
Las grandes cadenas de comida tienen capital suficiente para sobrevivir este periodo, no así emprendimientos que viven de mes a mes. En una ciudad en cuarentena es más fácil pedir un Cuarto de Libra con una aplicación de delivery, usando además un cupón de descuento, que apoyar una churrasquería de esquina. La hamburguesa en sí no es perversa, pero la desigualdad de condiciones que ya era problemática antes hoy es insostenible.
Aquí es donde destaca que el gremio gastronómico muestre significativamente más criterio que el gobierno o muchos intelectuales públicos que escriben delirantes cartas a los diarios antes de ser cancelados.
En vez de exigir furiosamente el permiso de reabrir, simulando seguridad detrás de mascarillas y metros de distancia, la ACHIGA, bajo la campaña #7MedidasParaLaGastronomía ha presentado una serie de medidas de carácter fiscal que atienden la situación de fondo más que los síntomas de la crisis.
Las propuestas, que incluyen una serie de subsidios, exenciones tributarias y programas de adaptabilidad laboral, no serían ambiciosas si no fuese por el desamparo estatal que vivimos ciudadanos y empresas sin agencias de lobby.
Más importante aún es el argumento económico de fondo. La industria gastronómica hace explícito que su salvación no está en reabrir irresponsablemente ante un país crónicamente enfermo, sino en un estímulo directo a su economía a través de la reactivación de la demanda. Tal perspectiva, no muy alejada de quienes hoy ambiciosamente proponen un ingreso universal garantizado, es más cercana a la doctrina económica posterior a la segunda guerra mundial, un ethos keynesiano, donde el Estado a través política fiscal monetaria nos permite a todos un razonable y burgués vivir.
Ante la prematura apertura de la capital estas medidas propuestas se vuelven más evidentes.
La autoridad sanitaria ha dispuesto un funcionamiento limitado de ciertos establecimientos, con mesas en el exterior, público restringido y distancia social. La errática transición de las recientemente inventadas fases en las ciudades, cuyos criterios gelatinosos dan espacio para continuar la irresponsabilidad del gobierno, dejan claro que reabrir no es la solución absoluta para el gremio gastronómico.
El funcionamiento esporádico, no muy distinto al retiro del 10%, es sólo una medida temporal, riesgosa y de corto plazo. Lo más probable es que Santiago eventualmente vuelva a limitar el movimiento, y cuando eso ocurra el gremio quedará en un desamparo igual o peor.
Es prudente indicar ciertas cosas. Decir “industria gastronómica” evoca imágenes de restaurantes de Alta Cocina, de esa distancia elitista con la que cierto segmento gastronómico se mueve en el mundo, y hay algo de cierto en esa asociación. Los rostros de esta campaña pertenecen a ese mundo, uno que más allá de ciertos gestos guardó un incómodo silencio en octubre cuando el gobierno al que hoy le piden subsidios dejaba ciego a sus ciudadanos, y en extremos inmorales incluso levantaban la voz para pedir un macabro orden.
Sin embargo, y como en el arte, una esfera cultural es más que su élite. Más allá de la imagen folclórica del local de mercado regional que sirve cazuelas y caldillos de congrio, hay miles de empleos directos e indirectos en el comer, y la propuesta del gremio no es rescatarse a si misma o su élite, sino toda una red de personas que en buenos tiempos nos da felicidad.
Algún día nos vacunaremos, y cuando eso ocurra planeo celebrar en el bar que hoy extraño pero no puedo visitar. No hay compra solidaria, campaña de buena voluntad o hashtag que pueda garantizar ese escenario. Una economía no puede ser rescatada con vulgares teletones, y una industria gastronómica sólo puede sobrevivir cuando las personas que dependen de ella también respiran, tanto física como fiscalmente.