En 2017 la ONU publicó un informe lapidario: en la comuna de Monte Patria, en la región de Coquimbo, la falta de agua obligó a parte de sus habitantes a abandonar la zona, convirtiéndolos en los primeros migrantes de la crisis climática en la región. Al mismo tiempo, un puñado de mujeres mayores forman parte del fenómeno conocido como la población atrapada o rehén. Y entre los ríos secos y la falta de oportunidades laborales, intentan sobrevivir en condiciones difíciles provocadas por el estrés hídrico y la desigualdad en el acceso del agua.
Fotos por Gerardo Muñoz.
Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), los migrantes climáticos se definen, desde 2007, como la población móvil que se desplaza de su lugar original por “motivos de cambios repentinos o progresivos en el medio ambiente, que afectan su vida o sus condiciones de vida”. Y de acuerdo con proyecciones del propio Banco Mundial, de aquí al año 2050, el cambio climático podría generar el desplazamiento de cerca de 140 millones de personas que habitan en regiones densamente pobladas del mundo. Y en nuestro continente, el número podría alcanzar los 17 millones de desplazados.
En 2017 Chile fue elegido como caso de estudio por la Organización de Naciones Unidas (ONU) y quedó documentado en el informe “Migraciones, medio ambiente y cambio climático: estudio de casos en América del Sur”, el cual destacó que, en Monte Patria, una comuna de la IV Región, cerca de 5 mil chilenos y chilenas, el 15% de la población total de ese lugar, habría abandonado su hogar original como consecuencia del estrés hídrico.
Estos migrantes dentro de su propio país, quienes renuncian a su identidad local, con un hogar, una economía y la salud mental completamente fragmentada, han llamado la atención de las autoridades. De hecho, a comienzos del año, la Oficina Nacional de Emergencias (ONEMI) trabajó en una mesa intersectorial que se encuentra elaborando un documento pronto a publicar y que reflejará los lineamientos para tratar esta temática de ahora en adelante.
Como parte de la mesa estaba la socióloga Catalina Castillo, del Centro del Clima y la Resiliencia (CR)2, quien efectivamente hace hincapié en la sequía extensa de la zona y que se ha prolongado por más de diez años. Desde el 2010, los caudales de los ríos principales en las regiones de Coquimbo y Valparaíso experimentaron un déficit de hasta el 70%.
Pero la experta llama a otra razón: “No se está haciendo una distribución de acuerdo con, por ejemplo, los principios de justicia social. Hay una lógica privada de los derechos de aprovechamiento, donde los grandes agricultores son los que acaparan en estanques inmensas cantidades de agua, en lugar de repartirla”, dice.
A nivel regional, según datos del Centro de Estudios Avanzados en Zonas Áridas (CEAZA), 24.260 personas reciben agua potable a través de camiones aljibe en toda la IV Región. Y de ese número, el agua se divide entre los ciudadanos comunes y corrientes, pequeños productores y otros privados más grandes.
Rehenes en su propia casa
El problema, y la esquina que las autoridades no estarían viendo, no son sólo los migrantes en su propio territorio, sino las personas que se quedan y que se denomina como población atrapada.
La organización noruega Internal Displacement Monitoring Centre lanzó este año un informe sobre los grupos en movimiento por violencia, desastres y clima: dentro de los 55,1 millones de personas que se encuentran en desplazamiento interior, a la cola, con sólo 2,6 millones del total se encuentran las personas sobre los 65 años.
“Quienes migran en primer lugar son los hombres y lo hacen por motivos económicos”, agrega la experta, “y el cambio climático aumenta la vulnerabilidad de grupos como mujeres o personas de tercera edad y cuarta edad, y las afecta en el sentido de que impide que puedan migrar para buscar otras oportunidades”.
O sea, el cambio climático limita los procesos migratorios y las vulnerabilidades se intensifican más. “Las ofertas laborales, generalmente en agricultura o trabajos pesados, no son aptas para la corporalidad de estos grupos y los disminuye”, dice Castillo.
Y esta masa de personas, conocidas también como rehenes climáticos, podrían llegar a 140 millones en 2050, según el Banco Mundial. Y mientras los estados del mundo estarán buscando diferentes soluciones para los que migran, como encontrarles un nuevo hogar; los que no pueden huir quedarán completamente varados y, eventualmente, tendrán que ser evacuados. No tendrán alternativa.
Una lucha que se escapa entre los dedos
El Embalse La Paloma es lo primero que se ve al llegar a Monte Patria. Pero pese a tener agua, está con déficit. Sin embargo, esa imagen es un contraste impresionante con el cordón de montañas amarillentas y secas alrededor. En algunos puntos hay territorios eso sí, conocidos como oasis, con hectáreas amplias de plantaciones de arándanos, parronales, mandarinas y paltos, que denotan de manera explícita la desigualdad del acceso al agua.
Sólo dos veces al mes Nancy Contreras (80) puede subir hasta el canal que pasa por detrás de su casa a buscar agua para el riego. Muchas veces, el celador del canal abre la llave pasada la medianoche o en la madrugada, y ella con una linterna y pala en mano sale de su casa para abastecerse.
El último riego fue el domingo antes de la publicación de este reportaje y duró solo 15 minutos, pero al otro día la tierra de su huerta ya estaba seca, como si nada hubiera pasado. Este derecho al agua le significa a ella diez mil pesos que debe sacar de su pensión solidaria, porque la producción de su huerta con la que lo costeaba ya es nula.
Hasta hace un par de años atrás de su jardín sacaba higos, brevas, damascos y paltas que vendía a sus vecinos y gente que transitaba por el sector. Pero hoy, producto del estrés hídrico, los árboles están secos y los frutos no alcanzan a madurar, sino que caen al suelo, se descomponen y se pudren. No sobrevive nada.
“Ya el huerto no nos da para pagar las cosas del día a día, no sacamos nada”, cuenta. Actualmente, ella recibe una pensión solidaria por 187 mil pesos, y lo mismo su marido, un hombre de 80 que padece alzheimer y mal de chagas.
En el caserío de Cerrillos de Rapel, Nancy vive hace más de 50 años: en este lugar crió a sus tres hijas que abandonaron la ciudad para irse en busca de nuevas oportunidades, quedándose únicamente con su marido, que por su deterioro cognitivo está bajo su cuidado. Sin embargo se niega a abandonar el pueblo.
“En el campo no hay progreso”, narra ella. “Pero aquí está todo lo que conozco: yo no sabría cómo expresarme en otro lugar, acá hay otras personas de mi edad y está mi casa”, dice. Cuenta también que mucha gente se ha ido del lugar debido a la sequía y las malas prácticas de algunos de los encargados de administrar el agua a los vecinos.
Con su cabeza llena de canas, sentada en su terraza comenta: “Hay gente a la que no les cierran las compuertas, pueden regar sus huertas, llenar sus pozos varias veces a la semana y se nota la diferencia entre los campos. Acá es así, el pez grande se come al pez chico, porque los que pueden pagar 25, 30 mil pesos, son los que hacen lo que quieren con el agua. Nos pasan a llevar y eso nadie lo habla”.
Hoy en día Nancy tiene acceso al sistema de agua potable rural del que todos los vecinos se abastecen, pero con la condición de que restrinjan su uso a lo necesario, ya que el pozo del cual se extrae está bajando considerablemente. Poder lavar ropa o bañarse pasan a segundo plano, porque lo primero es tener agua para el consumo y evitar recurrir al reparto de agua a través de camiones aljibe.
Mirando el paisaje, narra cómo era el lugar hasta hace unos años atrás y apunta hacia una cadena de montañas amarillas: “Los cerros eran blancos, había nieve hasta septiembre. Antes habían temporales tan grandes que tenían que venir las autoridades en helicópteros a dejarle alimentos a la gente”, recuerda, mientras sus ojos evidencian una sonrisa que se va perdiendo tras la mascarilla. “Pero esto se está transformando en un desierto, un lugar que va a desaparecer, y con el pueblo, también vamos a desaparecer nosotros”, dice.
La vida le ha dado golpes duros. Su marido hasta hace unos años era alcohólico y ella sufría los ataques de agresividad que se desencadenaban al mezclar el trago con sus pastillas para la epilepsia. Muchas veces tuvo que arrancar, otras veces no tuvo para comer, se vio obligada a dejar a sus hijas encargadas y sobrevivir con lo que le aportaban sus vecinos, porque los ingresos del hogar se perdían entre botellas de vino. Pero con el tiempo, volvieron a formar una pareja.
Nancy afirma que jamás esperó estar viva para presenciar algo como esta sequía, cuenta que siente ansiedad, frustración y profunda pena, sin embargo, afirma que: “Hay que seguir adelante, hay que batallar: mi papá me enseñó eso desde que era niña. Yo sé tomar un azadón, la pala, la barreta, el podón y lo haré para que mi cuerpo no se estanque. Agarrar la mochila invisible, llenarla con problemas y tirarla para atrás.”, dice.
Si bien hoy sus días son todos iguales, siempre busca algo para distraerse del paisaje seco y el cielo azul que la rodea. Pasa sus horas barriendo su terreno, cocinando o tejiendo a crochet. Los huesos le duelen y el cansancio se hace presente. De vez en cuando visita a sus vecinas más cercanas, sin descuidar a su marido que, poco a poco, va olvidando quién es. Mientras ella espera pacientemente que pasen dos semanas más para poder ver el agua correr hacia su huerto.
Y ahí va de nuevo.
El celador quita el candado a la compuerta del canal que corresponde a su terreno, Nancy tiene quince minutos contados para poder abrir surcos con una pala. Y mientras el tiempo avanza, también lo hace el escaso hilo de agua que se abre paso entre la tierra seca y resquebrajada para alimentar las raíces de los árboles vivos que van quedando. “Me siento rara, melancólica y pesimista, porque, tanto que vi llover y ahora todo tan seco”, mientras sus manos llenas de callosidades, rasguños y tierra, reflejan la experiencia de una persona que aún tiene esperanza de que su tierra vuelva a ser la de antes.
Un castigo del cielo
En agosto de 2016 la casa de Anny Saavedra (69) se incendió. No tenían agua para frenar el desastre y lo perdieron todo: “Era un año de sequía, donde teníamos solo agua acumulada en tarros y botellas. Y mi casa se incendió porque no hubo ni una gota para echarle”, cuenta. “Lo único que yo deseaba era morirme, porque yo me veía que no tenía nada, no tenía un calzón, no tenía un sostén, no tenía nada más que con la ropa que me había quedado puesta”, dice.
Por más de treinta años Anny fue dueña de un almacén en el sector de Huatulame, donde vive hace más de 60 años, pero con la llegada de los supermercados y la muerte de su madre se vio obligada a cambiar de rubro para poder mantenerse.
Es así como, a través de una herencia familiar, Anny comenzó a dedicarse a la producción de paltas, camino difícil de recorrer debido al estrés hídrico de la zona: “Es terrible, estamos recién en octubre y ya tenemos muchos problemas”, dice con voz firme. “Si las cosas están así hoy, no quiero imaginar cómo va a ser en marzo. No tengo idea qué pasará. Parece que Dios nos tiene castigados en este pueblo”, comenta, mientras el sol azota los paltos y con ellos la tierra resquebrajada.
Su voz deja entrever la frustración que tiene contra “los grandes”, como ellos llaman a los agricultores más poderosos de la zona. “El acceso a tecnología y maquinarias que llevan a cabo la extracción del agua es cosa de algunos pocos. Ellos tienen unas represas inmensas de agua, son unos tranques que hacen con máquinas, y al extraerla nos dejan sin agua a nosotros. Ellos no sufren por el agua como nosotros sí”, declara Anny.
La producción total de paltos que Anny tenía pensado cosechar durante el 2020 se perdió por completo. Su sustento hoy es hacer tortas y dulces a pedido, mientras que su marido Carlos Tapia (68) se encarga del cuidado y mantención de los paltos, lo único que puede hacer después de perder más del 60% de su visión.
En 2018, Carlos fue sometido a un trasplante de córneas, que sólo pudo costear gracias al aporte de sus tres hijas que se hicieron cargo de los más de diez millones de pesos que significó la operación. De no ser por ellas, hoy en día Carlos estaría completamente ciego.
Pero perder parte de su visión es solo una parte del problema, porque junto con ello, Carlos, comenzó a perder también la motivación, las ganas de salir y de disfrutar esta etapa de su vida. “Las niñas lo invitan a sus casas en Santiago y Talca, pero él no ha querido ir nunca por el tema de la vista”, cuenta Anny, con un dejo de frustración.
“Ya no tengo sueños, ni tampoco me imagino mi futuro. Voy a cumplir 69 años, ya estoy cansada, enferma, mucho no me queda”, dice mientras relata que estar en una lista de espera hace más de cuatro meses para poder ser operada de sus riñones, es un pelo de la cola dentro de sus preocupaciones.
Las que van quedando
Esta desigualdad entre grandes y pequeños agricultores, sumado a la falta de recursos ha llevado a los vecinos a organizarse y formar un comité de APR (Agua Potable Rural), para poder acceder a fondos que le permitan acceso más digno a este recurso.
Durante su período de más de tres años como presidenta del APR de Huatulame en 1995, Deysi Cortés (72) se encargó de realizar pozos nuevos, cambios de tuberías, bombas y estanques para extraer agua y poder distribuirla a los vecinos del sector.
Deysi es dulce, generalmente tiene un mensaje esperanzador ante todo y es difícil que de ella salgan palabras de rabia o frustración, sin embargo, cuando habla de los privados que acaparan la poca agua que les va quedando dice que siente una impotencia tremenda.
La escasez la ha obligado, al igual que a muchas otras familias del sector, a reducir el consumo de agua potable para que el pozo que los abastece no se seque antes de tiempo. Dentro de las prácticas de ahorro que utiliza Deysi en su casa está la reutilización. Toda el agua que se usa en su casa tiene como segundo propósito el riego del jardín. “Si lavo ropa, loza, verduras, cualquier cosa, eso lo guardo para echarlo a mis plantitas y flores. No dejamos que se pierda ni una sola gota”, dice.
Sin embargo, para Deysi su prioridad son sus animales, a los que alimenta apenas comienza su día: catitas, ninfas, gallinas y sus perros que la acompañan a donde quiera que vaya. Luego de eso están sus paltos, que son, junto a la pensión solidaria que recibe, la fuente de ingresos que tienen ella y su marido para subsistir.
Hoy, en su vejez, Deysi no se da por vencida y está postulando otra vez para ser parte de la directiva del APR y, con ello, poder trabajar por el derecho de la tercera y cuarta edad y familias del sector a acceder a una vida más digna.
“Nosotros no tenemos cómo mostrar o decir lo que está pasando. Es como si una fuera invisible. Pero por lo mismo voy a luchar y salir adelante, para poder tener esa poquita agua y que salga en la llave, no de un estanque. Porque aquí la mayoría somos ancianos, no podemos estar acarreando tarros de agua. El cuerpo no da”, dice.
Caminando con paso firme llega hasta una excavación de varios metros de profundidad, donde se divisa un poco de agua en el fondo: el pozo con el que mantiene sus paltos. Y, justo al lado de éste, el cauce de lo que alguna vez fue el Río Huatulame, hoy completamente seco.
Previo al APR, al secarse los pozos del sector, la única solución era seguir cavando en busca de agua, una acción riesgosa para gran parte de las personas del lugar, considerando que en Monte Patria la población adulta mayor alcanza un 18%, según el Censo Adulto Mayor 2018 realizado exclusivamente en la zona.
Un número que cada vez se va quedando más aislado, asegura ella. “La gente joven sale de la región a buscar las oportunidades que la sequía les quitó”, dice. Cortés ha visto cómo varios de sus vecinos abandonaron Huatulame, Cerrillos de Rapel y ha escuchado que lo mismo pasa en pueblos a la redonda.
“Echo de menos a mucha gente que se ha ido, vecinos que me encontraba todos los días y que ya no están. Se han ido perdiendo algunas caras. Yo me quedo porque la esperanza es lo último que se pierde, vamos a tener que aferrarnos a esa esperanza y no soltarnos”, relata. Su sueño, dice, es tener un poco más de tranquilidad y ver llover. “Me gustaría vivir muchos años más para ver lo que realmente va a pasar en mi querido pueblo de Huatulame”, contra todo pronóstico, ella se aferra a la idea de que las cosas cambiarán para bien.